¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

El domingo, 13 de noviembre, fui a La Casa Encendida y vi Seguimos mirando de Ivana Müller. He escrito sobre la pieza aquí, El cadáver, ay, sigue muriendo. Pero, cosas bonitas de Internet, he recibido un mail a lamandangayallego@gmail.com de Cándido Losada, no del todo conforme con lo que apuntaba en Mambo, en el que adjuntaba una crítica de la pieza y, de alguna manera, también una crítica a mi crítica. Os dejo aquí su texto.

multitud

¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

Por Cándido Losada

Todo día es susceptible de convertirse en un gran día y todo día es susceptible de convertirse en el día más importante de la Historia. Ayer, 13 de noviembre de 2016, también y, por eso, fui a La Casa Encendida a ver We are still watching en el marco del festival Ser Público. Por si acaso. Allí estaba y no había nadie, pensé, coño, a ver si va a ser el día más importante de la Historia sólo para mí. Menos mal que poco a poco fue llegando gente. ¿Qué gente? Los de siempre, los chicos de los domingos, dijo alguien; porque aunque no nos conozcamos sí nos conocemos, aunque no hayamos hablado entre todos sabemos quiénes somos. Digo esto, no porque me moleste, por lo general solemos ser gente maja, pero vendrá al caso dentro de un par de párrafos.

Ya todos allí, entramos en un espacio cerrado con gradas a cuatro bandas y telones negros rodeándonos, íntimo, un lugar seguro, sin nadie que nos moleste. Nos toca un número y con el número un asiento, los asientos están desordenados, así que, ya, de primeras, te separas de tus amigos, lo cual, se agradece, porque la mirada juguetona comienza a lanzar asociaciones extrañas: esas tres chicas que parecen amigas de toda la vida probablemente no se conozcan de nada, esos pegan de pareja, etc., venga a funcionar la maquinaria (¿de la imaginación, de la manipulación, del deseo?, ¿las tres anteriores son válidas?).

Comienza la mandanga con unos cuantos sacando un guion de debajo de la silla y comenzando a leer, diálogos sugerentes sobre temas livianos, ¿quién es actor y quién es público? ¿por qué se paga para ver esto? ¿cómo se dicen las palabras? Todo sospechas y dudas aunque en realidad no tanto, quizá fue nuestro grupo que lo tuvo claro desde el principio, pero no había dudas muy reales, había quizá una representación de una duda como había la representación de un diálogo y la representación de un teatro (¿representación de representación: metarepresentación?). Teníamos claro que jugábamos a leer. Estuvimos conformes y nos pusimos a leer. Tampoco es que hubiese nada para provocar conflicto, para que dudásemos si leer o no. Todo era liviano. Fina dramaturgia, finísima, bien hilada (eso, es cierto, es placentero), los guiones vuelan de un espectador a otro, aparecen nuevos, monólogos, lecturas al unísono, algún objeto encontrado…, uno nunca se aburre, eso es. Terminamos cantando todos al compás de un metrónomo y una canción marcada en sílabas para que nos salga bien y ese pensamiento de hay que ver lo obedientes que somos, incluso en el teatro más subversivo, y cómo acabamos siendo felices y cantando juntos gracias a algo que en principio odiamos: un set de reglas, lo prefijado, la norma, lo guionizado que construye la sociedad.

Y eso es, pieza bien, pieza bonita, hemos participado, hemos cantado, no ha fallado nada, todos contentos, a casa. Pero, ¿hemos participado de verdad? Al salir no pude más que pensar en Claire Bishop (¡Santa Bishop!) poniendo verde a Tiravanija por sus comidas en el museo en el famoso artículo aquel. En él se preguntaba si simplemente el hecho de establecer un encuentro ya era válido y democrático o si había que analizar y cuestionar qué tipo de relaciones se establecían en ese encuentro. Mi sensación es que con We are still watching de Ivana Müller somos los mismos de siempre haciendo lo mismo de siempre (ahora retomando lo de arriba), que no sirve para nada más que para confirmarnos a nosotros mismos. No nos cuestiona. Nosotros solos nos juntamos y nos ponemos a hablar -más aún después del 15M-, ya somos una comunidad artística que domina los conceptos de los que se está hablando y que en gran medida es escénica, es decir, entiende lo que es la negociación, los cuerpos, la dualidad acción/mirar, la dualidad colectivo/individual, etc., entonces, ¿para qué? Y que conste que no digo que sea una mala pieza, la disfruté mucho, pero cada vez pienso más cuando voy a ver arte participativo que debe pensar a quién apunta y que si quien está en la sala no hace más que confirmar sus ideales y pasar un buen rato, algo está fallando.

Todo lo que tenemos os lo damos

gorilla_pensando-wallpaper-10039419

El sábado, 5 de noviembre, estuve en la calle Ramírez de Prado, 3, mientras jarreaba en Madrid, en una de las actividades de la nueva edición de Acción!MAD, encuentro de Arte de Acción y Performance que lleva más de una década profundizando sobre este género de las Artes Visuales, “independiente y autónomo, gobernado por sus propias reglas espacio-temporales”, como se presenta en el programa, y que coordina la artista Nieves Correa. Hasta el 24 de noviembre se estarán desarrollando presentaciones, talleres, muestras y performances en Matadero y algún otro lugar más. Es una alegría que este festival aguante y espero que sea así durante más años.

El sábado pudimos ver, por este orden, acciones de Ana Matey, Bartolomé Ferrando y Los Torreznos. El salón de actos del Archivo Regional de la Comunidad de Madrid, con sus paneles de colores y sus filas de butacas acolchadas color chocolate, tal vez sea más adecuado para la presentación de un libro o una conferencia que para una performance, aunque como el arte de acción tiene más que ver con la acción que con su puesta en escena, no es algo que vaya a reprochar; estaba lleno, no sé cuanta gente cabe, ¿ciento y unas cuantas?, el caso es que toda la gente que cabía estaba allí. Entrada libre hasta completar el aforo.

A pesar de que ya ha pasado una semana de aquello, recuerdo que comenté, junto con mis dos acompañantes, que la media de edad del público era, más o menos, la media de edad de los artistas, exceptuando algunas personas, como nosotros tres, y los hijos que iban con sus padres. Nos preguntamos si algo así podría pasar en las artes vivas dentro de cuarenta años. Si sólo seguirían interesando a los que ya nos interesa y seguimos en 2016. Aunque los contextos son bastante diferentes.

El arte de acción, que ha conseguido instalarse en la médula de otras prácticas artísticas y revitalizarlas, ha perdido hoy una parte de su potencial irreverencia. La acción por la acción, hecha tal y como se hacía sin apenas revisitar, tiene, en ocasiones, un cierto aroma añejo. En algún momento de la tarde me sentí viajar al pasado. El arte de acción que ha evolucionado lo ha hecho pegado, por ejemplo, a lo político (hasta lo inútil es político), incluso al teatro, y ha sabido transformarse, y qué bien le ha sentado, en otras cosas. El mundo gira y el arte ni se crea ni se destruye, solamente se transforma. Un último apunte: ayer le dieron el Nacional de Artes Plásticas a Juan Hidalgo, fundador de ZAJ. No puede entenderse el arte del último medio siglo en España sin ZAJ. Llega tarde. Demasiado. Pero bien.

La primera que realizó su batería de acciones fue Ana Matey. En todas, pienso, tenía importancia el sonido. Cuando entramos al salón de actos, Matey estaba sentaba tras la mesa introduciéndose en la boca canicas de cristal mientras iba contándolas, al llegar a las setenta y tener los carrillos al completo, las vació en un embudo de cristal. Luego se levantó, fue hasta un atril que había a la izquierda del escenario, se puso un inflador en la cabeza y presionándolo con la mano empezó a hinchar un condón. El sonido del aire al salir de la bomba tenía cierta música. Luego la situó en su cadera y siguió inflando el preservativo. Todo su cuerpo acompañaba el movimiento. Cuando el profiláctico tuvo un tamaño considerable vació su interior frente a un micrófono, manipulando la abertura a conveniencia. Volvió a sentarse tras la mesa, se puso una planta en la cabeza, con la tierra, y comenzó a hinchar un globo amarillento, de esos globos fuertes y grandes, en un momento, cuando el globo tenía un tamaño tres veces mayor a su cabeza, pensé que continuaría hasta que explotase y el huracán de su interior derribaría el bosque, la planta, de su cabeza, pero al llegar a cierto punto dejó de inflar y volvió, como una gaita, a dejar salir el aire a su antojo. Por último se puso tras el atril, abrió, con gesto serio, un maletín, y empezó a tirarnos pelotas negras, hechas con agua y globos, que hacía botar en el suelo.

Aún recuerdo cuando llegué a Madrid y leí El arte de la performance. Elementos de creación de Bartolomé Ferrando. En su día fue un libro que me aclaró ciertas cosas y no puedo dejar pasar la ocasión de celebrar su lectura. Bartolomé Ferrando fue el segundo de la tarde. Cogió el atril, se puso en el centro, delante de la mesa. Dijo que iba a hacer tres piezas. Para la primera necesitaba la ayuda de todos los presentes. Hizo que cada uno de nosotros cogiese un pañuelo de papel y nos animó a sonarnos las narices al unísono. Comenzó a recitar un poema fonético y, a su marca, nos sonábamos la nariz. Hubo risas y sonrisas. La segunda pieza: sacó una especie de jarrita pequeña de metal, del tamaño de un dedal, y mientras la manipulaba y caía de su interior un hilo rojo, balbuceaba y emitía sonidos acuosos que acompañaban, en cierto modo, sus movimientos. En la tercera pieza, con un mecanismo sonoro parecido, manipulaba dos vasos. Un conflicto entre vasos de cristal transparente, de forma un poco diferentes, pero que sirven para lo mismo. Los arrastraba en una pequeña mesa, los acercaba hasta su límite y acabó poniéndoselos como anteojos.

Los terceros y últimos fueron Los Torreznos. Siempre que puedo voy a ver su trabajo y siempre, en mayor o menos medida, me interesan. Me gusta lo que hacen y creo que lo hacen muy bien. Que son capaces desde el juego, el humor y la repetición de abrir grietas sugerentes y poéticas, de atacar la realidad y, en algunos de sus trabajos, por qué no, devolver una mirada política. De llevarnos más allá del lenguaje sin que nos demos ni cuenta. Mezclan, en equilibrio perfecto, la inteligencia con una imbecilidad muy pensada. Los Torreznos, vestidos con sus trajes, suben al escenario, del que ya han retirado la mesa, y dicen que van a hacer su primer película, que se llama, si la memoria no me falla, Todo en el aire. Realizan, como si se tratasen de escenas cinematográficas, diferentes acciones. Dibujan en el aire y adivinan qué es lo dibujado, empezando por una simple casa y acabando por cosas como la felicidad; repiten una y otra vez: hoy va a cambiar todo, con unas barbas postizas que van moviendo por su cara y se convierten en peluquín o pelo del pecho; “montan a caballo”, o adoptan diferentes gestos mientras repiten: desde que nací soy así, para acabar enzarzados en una pelea cuerpo a cuerpo. Se preguntan: pero, ¿esto le está interesando a alguien? y vuelven su mirada y quehacer a los espectadores, hablan de las diferencias, de la valentía, de sentarse en la primera fila o en la segunda -a los de la primera fila se les ven las rodillas-, y también que es imposible que los últimos, allá lejos, vean, entiendan, algo. Después de recorrer la platea y subirse a unas sillas puestas, en el pasillo, a la mitad, nos disparan con las pistolas, metralletas, y nos lanzan granadas de mano, de sus dedos. Para acabar, en el escenario de nuevo, nos dicen: todo lo que tenemos os lo damos. El caballo, los dibujos en el aire, las balas, las pelucas, cada uno de los sonidos y gestos; todo.

Al terminar recordé unos versos de Rafael Cadenas, poeta venezolano, que dicen, más o menos, que el arte -la poesía- sólo puede ser ofrenda o ser vanidad. Cómo son los poetas. Capaces de nombrar las cosas, sí, pero incapaces de decirme si aquella tarde había visto tanta ofrenda como vanidad. Tal vez mi intuición, esta pregunta flotando en el aire, más allá del lenguaje, sea la poesía.

La muerte está de nuestro lado

calaveras-de-azucar-para-colorear

Hace un mes, ni siquiera, coincidí con un dramaturgo, conocido a nivel nacional, con un puñado de premios y algunas obras que siguen representándose años después, cercano, aunque todavía sin llegar, a los cincuenta. Que tiene una compañía, casi de treinta años de trayectoria, que sobrevive gracias a las campañas escolares en la provincia donde reside y tres hijos pequeños, que, sumando todas sus edades, no llegan a la veintena. Durante la conversación, agradable y llena de descubrimientos y coincidencias, dijo que a una buena parte de los colegas de su generación les había costado convencer a sus padres que el teatro era un oficio con el que podían pagarse las facturas. No se arrepentía de su elección. A pesar de las estrecheces y de los dolores de espalda por cargar y descargar furgonetas. Pero sentía que ahora que sus hijos conocían de primera mano la realidad de la profesión no iban a tener muchas ganas de dedicar su vida a lo mismo que se dedicaban sus padres. En otro momento me contó cómo después de años sin salir de viaje, sin tener vacaciones, acaba de reservar, con más de un año de antelación, unos billetes de avión y un hostal para viajar con sus hijos a un festival de teatro internacional, aunque no podrían comprar la entrada a ninguna obra y se conformarían con asistir a los espectáculos de calle, gratuitos. Una vida dedicada al teatro y al empeño de trasladar nuestro patrimonio cultural a los más jóvenes sólo llega para eso. No hablaba desde la queja. Como mucho desde un cierto cansancio más allá de ser padre de tres niños.

Es fácil que la queja se convierta en un mecanismo inmovilizador. Mientras estás ahí es difícil tener fuerzas para estar en otro sitio. Todo acaba pesando demasiado. Su testimonio era personal, él mismo decía que a otros les había ido bastante mejor y estaba agradecido, a pesar de todo, pues muchos fueron obligados a tirar la toalla antes.

Después, por esta manía estúpida de llevar todo a un terreno personal, pensé en mí. Pensé si yo, de una generación diferente a la suya, me arrepentía de la vida que había elegido. De intentar sobrevivir en esto de La Mandanga. De dar tumbos de un lado al otro. De la intranquilidad de no saber cuál será el siguiente trabajo. De ver mi currículo rechazado una y otra vez en cualquier oferta de infojobs. También recordé a mis padres diciéndome si además de esto no estaría bien sacarme, por ejemplo, un módulo de técnico en radiología, por si acaso. Reconozco que sí, que más de una vez me he arrepentido. Aunque luego me comparo con alguno de mis amigos con trabajo indefinido y buen sueldo, y, por una vez, me creo un tipo con suerte. Tal vez sobre eso trataba el entusiasmo en La conquista de lo inútil de L´Alakran.

De vuelta a casa, en la soledad del viaje de regreso, pensé en la pobreza. En la pobreza en un sentido amplio. Más allá de tener cubiertas las necesidades biológicas, mínimas, básicas, que millones de personas no tienen. Frente a esa realidad cualquier razonamiento de este tipo sirve más bien para poco. El capitalismo, como dice Carlos Fernández Liria, no se detiene frente a nadie ni nada, a pesar de que muchos sólo se hayan cabreado cuando ha tocado las puertas de su casa. ¿Qué pensaban? El capitalismo no se ha detenido frente a ninguna puerta. Ha cambiado de sitio hasta las montañas: cambió de sitio los glaciares en Chile porque había unas minas de oro que la familia Bush quería explotar. Hasta las montañas que son lo sublime kantiano. Lo sublime en Kant es cuando la imaginación fracasa, pues bien, como nos recuerda Fernández Liria, donde la imaginación fracasa, no fracasa el capitalismo. ¿Recordáis Fitzcarraldo de W. Herzog?

En ese momento del viaje, de manera algo infantil, pensé que la imaginación, igual que la trampa, camina como la tortuga en la paradoja de Zenón, y eso que Aquiles, en este caso el capitalismo, es llamado “el de los pies ligeros”. Puede que el capitalismo, la sociedad del entretenimiento y su lógica de mercado nos intente alcanzar, pero cuando llegue a nuestro lado ya nos habremos movido lo suficiente. El capitalismo mide el mundo en la finitud del hombre al utilizar como medida un enriquecimiento caduco y material. Nada importa más allá de esa riqueza. Al usar esa vara de medición nos está arrebatando la eternidad. A cambio, eso sí, nos vende infinidad de supuestas experiencias para que tengamos la sensación de aprovechar al máximo nuestro poco tiempo de vida. Pero la humanidad, en un sentido mayor que cada uno de nosotros, es eterna. Teniendo en cuenta que lo eterno es un concepto humano inexplicable más allá de nuestra extinción y que habla de nosotros como especie. Ahora que comienza el Acuerdo de París, quizá sea hora de empezar a extrapolar conceptos como el del cambio climático a la cultura. Pensar que trabajamos con un tipo de riqueza que desborda el tiempo y la familia. Contraponer al capitalismo cultural una ética y un pensamiento ecológico. La muerte está de nuestro lado. La eternidad siempre será nuestra. Porque a pesar de que la pobreza no conceda caprichos, sí concede un sinfín de posibilidades.

¿Quién demonios está haciendo negocio con nosotros?

saluto

El viernes, durante la sobremesa, después de unos licores de café, en el momento de las confesiones, un amigo me dijo: hace tiempo decidí que no iba a sitios donde no pagasen. En la mayoría de esos sitios hay dinero, reciben ayudas de gobiernos municipales, regionales, estatales; de fundaciones y otras ayudas diversas. Si el dinero no llega a los artistas es porque alguien se lo está quedando. ¿Quién se lo está quedando? Mientras apuraba el licor, pensé si todo aquello no tendría en el mundo de las metáforas alguna conexión con el comercio justo, en este caso, del café. En la nebulosa del alcohol intuí que esa era una de las causas secretas por las que un puñado de artistas acaban convertidos en gestores y comisarios. Algunos intentando cambiar el modelo, otros intentado beneficiarse de él, otros simplemente para pagar el alquiler. Cuando el pensamiento se hizo bucle me dije que la milonga del emprendimiento era parecida a la de la visibilidad. No le sale a todo el mundo igual ni todo el mundo tiene las mismas oportunidades. Acabé por pensar que hay cosas que se tienen que hacer simple y llanamente por amor, estaba en ese momento, sí, pero qué es el amor y quién demonios está haciendo negocios con él. Parafraseando una frase de Gabriel Marcel sobre la muerte, pensé que lo contrario del amor no es el odio, sino el dinero. Me levanté, di un beso a mi amigo y di por terminado el tema por esa tarde. Necesitaba una siesta.

Pero, en vez de dormir, me fui al Teatro de La Abadía a ver las tres piezas seleccionadas de la última edición del BE Festival. Un festival de teatro que organizan unos españoles en Birmingham. Sus directores artísticos también tienen una compañía de teatro. La última edición ha tenido un presupuesto de 284.000 libras, según explican a Prado Campos en El Confidencial. Es interesante leer el artículo de El Confidencial junto al artículo que escribió Rubén Ramos, El Birmingham European Black Mirror Festival, y que se publicó este verano en MAMBO. Tal vez ahora debería enzarzarme en la escritura de un artículo sobre presupuestos y festivales y cómo se emplea el dinero. Sin ir más lejos, en Madrid, tenemos contextos públicos con presupuestos similares. El Frinje16 tenía un presupuesto de 250.000 euros, aseguraba a los artistas un mínimo de 3000€, más bolsa de viajes y alojamiento para las compañías de fuera, repartió ayudas a la producción y ofreció periodos de trabajo en residencia. Hace cinco años el Frinje aseguraba a las compañías 600€. El Surge en su última edición subió su presupuesto hasta los 400.000 euros. Nunca me quedó claro el modelo del Surge en el que se reparte dinero a salas para que lo repartan entre compañías y así, las salas con compañía, puedan salir beneficiadas por partida doble. Entre otras tantas cosas. No sé si este sistema sirve como argumento para el pensamiento etílico del artista convertido en gestor. Tal vez sí, tal vez debería enzarzarme en la escritura de este artículo… en otro momento. Ahora vamos a lo que fui.

La dirección del BE Festival escoge tres piezas de su programación y realiza una breve gira que, además de ofrecer al público trabajos que no vería de otra manera, sirve como argumentario y justificación. Esta pequeña muestra llamada BEST of BE FESTIVAL estuvo la semana pasada en Madrid y ahora continúa su viaje por el norte de España. Las mejores compañías del BE Festival en esta edición han sido la alemana Oliver Zahn y las italianas Teatro Sotterraneo y TiDA. Que además han impartido talleres gratuitos, previa inscripción, para aquellos que habían comprado entrada. El viernes la sala pequeña de La Abadía estaba llena. La Abadía es uno de los pocos teatros en Madrid con público más o menos fiel. Entre la segunda y tercera pieza hicieron un pequeño descanso y mientras apuraba un botellín de cerveza cortesía de la organización, conocí una pareja de jubilados que estaban descubriendo una manera diferente de hacer en escena y lo estaban disfrutando, mucho (sic).

Después de darnos una tarjeta con un bolígrafo para recoger nuestro feedback y que los directores salieran al escenario para darnos la bienvenida y blablablá, comenzó la primera pieza del programa. Situación con brazo en alto de Oliver Zahn. Escenario vacío. Al fondo, en alto, un pequeño rectángulo blanco donde se proyectarán los subtítulos en castellano. Entra Sara, el cuerpo, mira al público, se quita la chaqueta y los zapatos y los deja en un lateral, vuelve al centro del escenario, mira al público y levanta el brazo derecho en un ángulo de 45º. Sobre ese gesto, prohibido por dos leyes alemanas, trata la obra. Sobre ese gesto y no sobre cualquier otra de sus variaciones, como nos recuerda la voz en alemán, en off, que nos acompañará durante la obra. El gesto es el saludo nazi. Aunque sabremos que ha adoptado diferentes nombres a lo largo de la Historia. La voz realiza un recorrido histórico y cronológico sobre el saludo nazi en la Historia del Arte: la primera vez que aparece el gesto en un cuadro, la primera vez que aparece en la fotografía de una obra de teatro, en una película, cuando lo usa Gabriele D’Annuzio y cuando lo usa Mussolini, cuando es adoptado como saludo oficial en la Alemania Nazi, etcétera, hasta llegar a nuestros días, hasta la obra que estamos presenciando y los problemas que ha tenido en Alemania. El gesto, que es signo, cambia de significado. Nos hacemos conscientes de sus pliegues, de sus paradojas, de cómo todo lo que pertenece al ser humano, incluido el arte, acaba por ser político. La narración se interrumpe en alguna ocasión para hacer preguntas a Sara. Sara va ocupando diferentes posiciones en el escenario y asume en su cuerpo el gesto durante los treinta minutos que dura la pieza. Al principio es llevadero, pero al final todo el cuerpo de Sara tiembla, y resopla y aprieta los dientes y cierra los ojos, al no poder soportar el peso. Al acabar recoge su ropa y abandona el escenario.

La segunda pieza es la de Teatro Sotterraneo. Reconozco que les tengo cierta simpatía. No es la primera vez que están en Madrid. Este año trajeron Homo Ridens_Madrid a Frinje y presentaron su Dies Irae – 5 episodios sobre el fin de la especie en la última edición de Escena Contemporánea. En este trabajo, Overload, abordan la idea de interrupción. Todas las acciones que se emprenden encima del escenario quedan en suspenso o mutan en otras con sentido diferente, por ejemplo, una noche de terror en un camping se convierte en una rave dentro de una tienda de campaña o tirar tomates y pimientos a los actores es finalmente una recolecta para paliar el hambre en África. Lo que se empieza no se acaba, simplemente se transforma. Una y otra vez. Muchas veces. Lo primero que nos piden es que pongamos una cuenta atrás de veinte minutos en el teléfono, pero cuando suenan las alarmas continúan, sin prestar la más mínima atención, como quien ha olvidado lo que quería hacer. En el escenario, al fondo, una pecera que compara nuestra capacidad de atención con la de un pez naranja. La pieza se construye con humor, frescura, algo de caos y surrealismo. Algunas imágenes poderosas, como un nadador nadando entre el público, de butaca en butaca, y bastante ritmo. La forma es el contenido. El significado es la arquitectura. Lo importante no son los pequeños sketches, ni sobre lo que tratan, es la lectura del conjunto. Y el trabajo de los actores. A pesar de su apariencia bobalicona y por momentos condescendiente con el espectador, la obra termina arrojando una reflexión más profunda: nos muestra una sociedad aplastada por su propio deseo de nuevos contenidos y experiencias.

Después del breve descanso de diez minutos, después de la cerveza y la charla con el matrimonio de jubilados, volvemos a ocupar nuestros asientos para ver la última obra: Quintetto, de TiDA. Marco Chenevier sale a escena, en chándal, y nos dice que la pieza es un homenaje a Rita Levi-Montalcini, Premio Nobel de Medicina italiana y senadora vitalicia de la República, que murió a los 103 años y hasta su último día protestó contra los recortes del gobierno de Berlusconi. Descubre un retrato de Rita Levi-Montalcini en el escenario. Se va, regresa tal y como se fue y nos dice que por culpa de los recortes en arte -y a que el BE Festival paga, aunque no mucho-, los bailarines con los que hace la obra, después de prometerle que vendrían, no han venido y los técnicos, tres cuartas partes de lo mismo. La obra se empieza a construir a partir de esta broma que, como todas, tiene mucho de verdad. Pide ayuda al público: dos personas que pongan las luces, tres para que pinchen la música directamente desde sus teléfonos móviles -la que tengan, siempre que encaje en sus indicaciones-, cuatro personas de cuerpo de baile. Mientras les explica la obra para saber qué es lo que tienen que hacer y cuándo, toquetean la mesa de luces y ponen canciones que dan origen a situaciones hilarantes que Chenevier maneja con soltura. Una vez explicada la maquinaria, se viste a la manera de Levi-Monalcine y se tinta el pelo con talco. Chenevier intenta mostrarnos la obra que antes nos ha contado y su destreza como bailarín y el talco saliendo como nubes de su cabeza, contrasta con los errores de sus improvisados bailarines y técnicos. Las limitaciones y el fracaso. Tal vez esta pieza tenga algo de cruel esperanza.

Las obras habían estado bien. Había pasado por sitios diferentes. Interesantes. No había sido un mal día. Al finalizar estaba programado un encuentro con las compañías. No me quedé. La mayoría de las veces siento este tipo de charlas como una continuación de los aplausos. A veces, en esos momentos, algún iluminado dice cosas como que los protagonistas del teatro son los espectadores y que el teatro sería imposible sin el trabajo de los artistas, pero si los espectadores tienen que pagar y los artistas pierden dinero al ir, ¿quién demonios está haciendo negocio con nosotros?

El trabajo del orfebre

Fragmentos de una conversación con Sara Molina

fullsizerender

Dramatizar la teoría

«Es una obsesión mía desde el comienzo. Casi desde las primeras dramaturgias. Lo que se llama dramatizar la teoría. He utilizado en muchas piezas textos que eran teóricos. He abordado a un autor no por su obra dramática, si no por su teoría. En mi caso se ha dado de manera natural, he tenido una especie de facilidad para encontrar al actor y el decir oportuno. Cuando hice Made in China todos los textos de la pieza eran de Lacan y se articulaban prácticamente como reflexiones personales. Como conversaciones. Es algo que manejo de forma muy intuitiva: la capacidad de hacer liviano o dramático textos muy sesudos. En la Universidad hicimos un trabajo sobre Kantor que se sustentaba en un enorme planteamiento visual, trabajo corporal, etcétera, pero todo lo que decían los actores eran textos teóricos de Kantor.»


Kantor

«Kantor es importante en mi vida desde hace muchísimos años. En el ochenta y pico, tengo ya una edad en la que prefiero que me bailen las fechas, Kantor hizo un manifiesto en el que hablaba del teatro como un lujo y en un congreso, no sé dónde, creó mucha controversia. Yo lo leí en un artículo de El País y apunté su nombre en mi libreta. Un tiempo después fui a Sevilla a actuar con un Ubú Rey y al llegar a la salita San Hermenegildo, que luego fue sede del Parlamento en Sevilla, me encuentro con que hay una obra de Kantor que se llama La clase muerta. Les digo a mis compañeros que vayamos a verlo, pero todo el mundo prefiere irse a pasear. Estábamos solamente tres personas en unas gradas inmensas. Empieza la obra y comienzo a quedarme fascinada. Me dan ganas de salir a la calle y gritar: qué hacéis todos por ahí fuera que no estáis viendo esto. Pero lo más sorprendente es que a los quince o veinte minutos de representación uno de los tres que allí estábamos se sale. Baja dando unos pisotones enormes y la grada resuena. Estaba sobrecogida porque lo que estaba viendo era muy potente. Lo recuerdo como una cosa fabulosa. Este señor iba caminando ya por proscenio cuando Kantor salió a su encuentro, lo agarró del brazo y literalmente lo empujó hasta la puerta, la abrió, dijo algo en polaco, cerró de un portazo y volvió al escenario. Estaba encantada. Para mí es una anécdota maravillosa. También recuerdo como algo importante en mi vida el momento de los aplausos: ver a la compañía entera saludando y solamente aplaudiendo dos personas, pero aplaudiendo las dos entusiasmadas. Fue poderoso. Luego, años más tarde, voy a Madrid para ver Kantor, en un coche lleno de amigos, y el teatro está lleno y hay gente besándole las manos cuando sale del camerino. A partir de ahí veo todas las cosas que trae a España. Para mí, ver La clase muerta de esa manera fue muy importante, luego comencé a leer y siempre ha sido uno de mis pilares.»

«He recogido muchísimas cosas de él. Hay una fundamental en lo que respecta a la actuación. Kantor dice que ser un actor es ya ser un personaje. Gracias a él he sido capaz de resolver muchas controversias en la sala de ensayos respecto a este tipo de trabajo en el que eres tú mismo. Tiempo después esta frase de Kantor la amplio con otra de Pessoa: ni siquiera soy el actor, solo sus gestos. A partir de estas dos frases comienzo a articular la idea que tengo sobre la actuación.»

«No. No tiene nada que ver que en algunas de mis piezas esté en escena. Eso no viene de Kantor ni hace referencia a él. Es simplemente por la necesidad de piezas concretas. Él funda algo y es inevitable la referencia, pero yo en algunas piezas he estado, en otras no, y la manera de estar es muy diferente.»


El humor

«En los primeros cuatro o cinco espectáculos que hice era imposible que no hubiera humor. Para mí era una herramienta, un distanciamiento, una posibilidad. Como poder respirar cuando la cosa se pone difícil. El giro al humor era una estrategia. Como salir por la tangente. Luego, como otros aspectos de mi trabajo como pueden ser la verdad o lo real, ha sufrido un desarrollo. El humor se ha convertido en algo peligroso, en algo que es una aventura, y que también tiene una relación con el psicoanálisis. El humor nunca puede ser objetivo. Para mí es algo absolutamente inconsciente. Hay un humor preparado, más cercano a la ironía, que es un humor intelectual, del que se participa; y hay otro humor que es el de aquí te pillo aquí te mato, que es el inconsciente: yo hago una broma y tú no puedes evitar dar una carcajada. Después hay otro humor en el que colocas al espectador en una posición caritativa: has venido aquí y mi objetivo es hacerte gracia, que mi propuesta funcione en el humor, y entonces el espectador suele decirte en bloque, venga, vale, voy a aceptar que me haces gracia, te voy a dejar. Creo que este humor es el humor del esclavo. El humor que toma al público como amo. También hay otro humor chusco en el que alguien compra la entrada para un espectáculo que ya tiene previsto que le haga gracia. No necesita que le haga gracia porque ya la tiene prevista. Creo que en mi trabajo se da ese humor peligroso que conecta con el inconsciente y también el intelectual, que es un pacto entre los actores y los espectadores: vamos a hacer este humor, pero no voy a pedirte tu beneplácito. En todo caso el humor nunca es el objetivo. Creo que es una aventura peligrosísima.»


Lo contemporáneo

«Llevo siete años sin estar en cierto tipo de circuito, muy pegada a la docencia, primero en una escuela de teatro musical de Málaga y luego en la Universidad. Entonces cuando regreso, ¿a dónde regreso?, ¿desde dónde?, todo es un cuestionamiento. Parece que en estos siete años no haya hecho teatro contemporáneo, aunque en la Universidad hice montajes sobre Beckett, Kantor o Pasolini que están en la tradición clásica de un cierto tipo de pensamiento y contemporaneidad. Entonces, fruto de esa indagación, al tener un conflicto con un significante, encuentro el texto de Agamben sobre lo contemporáneo. He hecho teatro moderno, contemporáneo… siempre he pensado que mis propuestas han sido performativas, pero también han tenido enormes rasgos clasicistas. En un momento dado llegué a dirigir un Fausto para el CAT, que podía haber sido una obra para el Centro Dramático Nacional, y al mismo tiempo tenía unos rasgos performativos muy importantes. Creo que esa mezcla siempre ha formado parte de mi formación ecléctica. Cuando me pongo a crear no le tengo miedo a nada de eso. Pero cuando tengo que hablar sobre mi trabajo, sí encuentro una dificultad. No en la sala de ensayo. Ante esta dificultad siempre echo mano del pensamiento crítico y la filosofía. Mi relación con la filosofía es continua. Las lecturas filosóficas no son excluyentes, todas abren un posible campo de reflexión. Ahora Agamben me ha dicho que hay otra posibilidad de nombrar lo contemporáneo, incluso saliéndose de lo absolutamente teatral y dramático. Es interesante cuando Agamben, citando a Nietzsche, dice que lo contemporáneo es intempestivo, inactual.»

«Desde un primer momento. Al ver una pieza en el Instituto del Espolón del Gallo y ver cómo estaba concebida, me dije que esa era la manera en la que quería trabajar. Cuando vi el escenario vacío, el cómo empleaban los textos, cómo rompían la narrativa. Eso era lo que quería hacer. Desde un primer momento ha habido una consciencia. Quería trabajar el escenario de esa manera. Ser heredera de un tipo de pensamiento que viene desde los presocráticos y una manera de hacer en teatro que arranca en las vanguardias de la década de los cincuenta y sesenta. Me siento portadora de esa herencia, no pretendo innovar, sino que este pensamiento siga estando vivo. Una herencia que recibes y cuidas porque quieres mantener.»


La escritura

«Tengo compartimentos estancos que no logro hacer que se relacionen. Por un lado escribo poesía, cuentos, he escrito una novela, pero en el teatro soy muy pudorosa. He pasado mucho tiempo utilizando los textos de los demás. El fragmento, el collage, el puzle. A veces colaba un par de frases mías. Las piezas como Fuera, dentro, fuera o Suhuf, donde el texto es mío, han venido muy tarde.»

«He intentado recuperar el decir de los actores, que no haya una palabra que sea palabra de categoría y otra palabra espuria que no merece la pena, si no irlas trenzando. Pero siempre he sido muy pudorosa con mi propia palabra. Mejor coger textos de otros y yo, como un orfebre, ir engarzando esas joyas. Siempre he sufrido una fascinación por los textos, he estado subyugada por la literatura y la filosofía, cómo iba a poner un texto mío si ya está dicho en esos textos maravillosamente. Me he preocupado por sostener y que la gente oiga esos textos en escena, bien vestidos, bien articulados, de manera especial, para que cuando salgan del teatro se vayan con ganas de ir a leer, qué sé yo, a Kafka. Siento placer al compartir algo así. Pero con mis textos no he sido así…, ahora me doy cuenta de que quizá me haya equivocado un poco y que tendría que haberme atrevido más. Aún hay tiempo.»

«Desde hace algunos años pienso en el director como en un orfebre, el encargado de unir las cuentas de un collar. Este pensamiento te permite un lugar frente a un exceso que podría aplastarte. Encuentras un rubí, bueno, vale, es un rubí, pero dónde lo colocas y cómo; al final, la construcción de esa joya es tuya. Puedes hacer una corona que no puede llevar nadie, un collar precioso, algo que se puede robar. Se abre un mundo muy curioso. Simpático. También puede servir sólo para estar guardada porque es tan valiosa que no puedes ni enseñarla.»


La teatralidad

«Desde pequeña me fascinó mucho el nivel de teatralidad de la vida. Me crié con una familia que no era la mía y que era absolutamente teatral. Esa gente capaz de abrir una puerta del pasillo y hacer que aparezca un personaje. Era una teatralidad tan grande que siempre me ha fascinado entrar en diálogo con ella. La veía de una manera tan explícita en la vida que por eso, creo, me ha seguido llamando la atención en mi trabajo.»


Los actores

«Hay cierto tipo de actores, no generalizo en absoluto, que están siempre en la posición del alumno. Está contigo, está aprendiendo y está para aprender. Hay un momento que el aprendizaje tapona y acaba con lo que puede darte alguien. Está tan preocupado con hacerlo bien que al final existe una pretensión de blindaje, o sea, llévame a escena de tal manera que pueda defenderme de la opinión y la visión de los demás porque yo sé que lo he hecho bien; esto dificulta mucho. Las escuelas fomentan mucho el nunca llegarás a estar lo suficientemente formado. Yo les digo, no aprendáis más. Trabaja conmigo. Aprendamos juntos. Hay que dejar de ser alumno y hay que empezar a dar. Empezar a querer saber, pero por un deseo personal.»

«Un actor debe estar preparado y saber que lo que da conecta con el deseo de alguien y que ese deseo es efímero. Buñuel tenía un personaje famoso, casi un demente, y hay gente que dice que quien lo interpreta es su mejor actor, bueno, no lo creo, es simplemente un actor que encaja perfectamente con el deseo de Buñuel, que se presta, que pasaba por allí, pero no vamos a hacer de ahí el artificio del mejor actor o la mejor manera de actuar; esa es sólo la manera de que dos deseos confluyan: el que se proyecta sobre ti y el que tú eres capaz de ofrecer y cumplir. Donde más he articulado esto es como profesora de interpretación, intentado protegerlos de esa especie de usar y tirar.»

«A la hora de trabajar yo te veo, me interesas y ya no pienso en nada más. Nos ponemos a trabajar e intento ayudarte, si no tienes experiencia como actor, a nivelarte con quién sí la tiene. Es una labor de crear equipo. Nunca me han gustado los protagonistas. Me gusta que todo el mundo trabaje en un nivel muy parecido y, sobretodo, si alguien no está en el pensamiento y la reflexión, meterlo ahí por el lado del deseo.»


Lo emocional versus lo intelectual

«Me interesa provocar deseo en lo intelectual. Que lo intelectual no vaya separado en absoluto de lo emocional. Siempre he pensado que no se pueden separar. Hasta en la tarea intelectual más ardua hay emoción: cómo estás sentado en la mesa, cómo estás escribiendo, cómo está el corazón de agitado…, siempre está el cuerpo al cien por cien. Es imposible sustraer el cuerpo de la misma manera que es imposible que alguien que está en escena, moviéndose, no piense. El pensamiento siempre se está haciendo cuerpo. Yo no veo la diferencia.»


El público

«Asumí desde muy pronto que había un público, hasta que Badiou me dijo que el público era para el cine y el espectador para el teatro. Me gusta más la idea del espectador. De uno en uno. Me parece que yo jamás puedo hablarle a un público. Hay piezas que a nivel mío, personal, están construidas sólo para una persona. Siempre intento identificar para quién la hago y a los actores también les invito a que lo hagan. Si alguien llega a identificar su deseo de una manera tan clara y nítida aporta algo fenomenal al trabajo.»

«Con los aplausos pasa algo parecido a lo que hablábamos antes del humor. Es una vía más narcisista y vana. A veces te aplauden muchísimo y están en un acto de violencia, aplaudiendo están diciendo: menos mal que ya se acabó, aunque sea inconsciente, o también pueden estar en un acto de bondad… Cuando llego a los camerinos y me dicen que el aplauso ha sido muy bueno digo, cuidado. Siempre desconfió de los aplausos.»


El presente

«Ahora se ha dado una de esas operaciones del azar que acabas por aceptar. Cuando acabé mi trabajo en la Universidad, que acabó con el cambio de rector, me fui a casa, lo hablé con mi compañero, y decidí estar en casa, leer y no poner en marcha nada hasta que no apareciese el deseo. Comencé y apareció un cierto vértigo, de vacío. Los días empezaron a ser demasiado largos y no me he dejado vivirlo. Tal vez no hubiera estado mal vivirlo un poco más de tiempo. Estaba practicando mucho zen en casa, cuatro o cinco meditaciones diarias. Apareció una relación con el silencio importante y, al cabo de unos meses, me dije que iba discretamente a poner en funcionamiento algo. Había gente con la que había trabajado que me lo estaba demandando. Y sin darme casi cuenta he puesto en funcionamiento cuatro cosas. Pensaba que las cosas iban a ser más lentas y que muchas se caerían, pero, al final, de alguna manera, todo ha cuajado. Me han invitado a DT de residencia todo el mes de octubre y he venido con todo. Aunque de todas las propuesta que he estado trabajando, y enseñando, con la que más me gustaría continuar es con Senecio. La que más me apetece ensayar, investigar y sacar a fuera. Es donde está la aventura creativa mía más viva.»

«Son cerca de treinta años dedicándome a esto y creo que el panorama ha cambiado. He tenido experiencias kafkianas de ir al mismo despacho, con el mismo cenicero y la misma lámpara, para ver a cuatro señores diferentes en distintos momentos. Ni siquiera cambiaban la mesa. Ahora creo que las cosas están cambiando. Me gustaría pensar que está apareciendo un perfil de gestor más afín a la creación y menos apegado a unos presupuestos. Es lo que me gustaría pensar. Aunque sigue habiendo personas que están en puestos estratégicos y que son tapones. Que siguen impidiendo que circule la vida. Parece que hay pequeños brillos, algún destello, de que la cosa puede ser diferente. Hay personas distintas. Pero todo es frágil. En cualquier momento lo igual puede volver a reaparecer con una contundencia absoluta.»


Biografía robada del Archivo Virtual de Artes Escénicas. Aquí.

Sara Molina ha desarrollado su trabajo de dirección principalmente en Granada, aunque ha colaborado con compañías de Tenerife, Alicante y Murcia y realizado alguna puesta en escena para el Centro Andaluz de Teatro. En su producción de los noventa fue central la atención a lo fragmentario (entendido como lo nimio, como lo roto o como lo aludido). Tres disparos, dos leones (1993) incluía fragmentos textuales de Francis Bacon, Margueritte Duras, Paul Auster, Botho Strauss, John Berger y la propia directora, así como material verbal de los actores e incluso restos de improvisaciones desechadas o caminos de trabajo interrumpidos. Los textos no son interpretados, son más bien citados, del mismo modo que son citadas las músicas (de Williams Boyce, Albéniz o Nino Rota, entre otros), los gestos e incluso el proceso mismo de trabajo. Multiplicando las mediaciones, Sara Molina construye teatros dentro del teatro, sustituyendo las arquitecturas formales por reglas de juego e invitando al público a participar con sonrisas cómplices o apelaciones tímidas, invitaciones a que el espectador mire por el ojo de la cerradura o se cuele por debajo de las puertas. Tras una larga relación con Teatro para un Instante, Sara Molina inició una colaboración con Margarita Borja y el Teatro de las Sonámbulas, con el que produjo Almas y jardines (1995), escenificación de una serie de textos poéticos de Margarita Borja en el Castillo de San Juan de Alicante, con partitura musical original de Manuel Seco, y Hécuba, nómos y músicas de las ciudadanas (1997), en la isla de Tabarca. Aunque ha sido con la compañía Q. Teatro, que ella mismo fundó en 1995, con la que ha producido la mayoría de sus creaciones de la última década, entre ellos, Nous in perfecta armonía (2002) y Mónadas (2003)

¿Quién vendrá para salvarnos?

pintura

No es una sensación que tenga con frecuencia. Fácilmente podría contar las veces que me ha pasado. Ni siquiera sé cómo describirla, aunque voy a intentarlo. Sería algo así como que sales del teatro y deseas que nada de lo que ha sucedido se te olvide. No es que quieras que permanezca una ligera idea del montaje o que hayas tenido algún pensamiento que te haya hecho gracia y que apuntas en una libreta, libreta que más tarde acabarás extraviando. Es la sensación de quererlo recordar todo, y cuando digo todo, es todo; hasta el más mínimo detalle de lo que ha pasado.

Últimamente he visto buenas obras. Obras que de una u otra manera me han hecho pensar. Emborracharme con alguno de mis pensamientos y seguir su rastro, cómo avanzan o cómo retroceden. Supongo que cada uno buscamos una cosa diferente. A mi me da placer cuando las obras me dejan enganchado en mi mismo. Pero este ensimismamiento no acaba convertido en asfixia, sino que, más bien, te conecta con el mundo. Es una epifanía extraña. Una epifanía que las palabras, al menos mis palabras, ni siquiera son capaces de bordear.

El sábado, cuando fui a los Teatros del Canal a ver Go Down, Moses de Romeo Castellucci, volví a tener esa sensación. La obra inauguró la XXXIV Festival de Otoño a Primavera (podéis ver un avance de la programación aquí), la primera edición bajo la dirección artística de Carlos Aladro. Aunque dudo que haya sido él el encargado de programarla, más que nada por las agendas de las compañías internacionales y el poco tiempo que Aladro lleva en el cargo, tan solo desde verano. Tampoco es que tenga mayor importancia.

Go Down, Moses, como decía, es una de esas obras de las que me gustaría recordar absolutamente todo. Y esta sensación, a pesar de ser una de las mejores que pueda tener, al menos hasta el día de hoy, es siempre amarga. Amarga por su imposibilidad. La memoria es muy puta y en un abrir y cerrar de ojos puede cambiar los papeles de sitios, mezclarlos. Estas obras no se pueden reducir a unas pocas o unas muchas palabras. Las exceden. Venga esta pequeña crónica a subrayar esta imposibilidad y, por qué no, esta contradicción.

Además de los libros, algún vídeo y otras tantas conversaciones, tan sólo había visto una pieza de Castellucci en vivo en otra ocasión. Fue On the concept of the face, regarding the son of God en el 2011, también en el Festival de Otoño, esta vez en Matadero. Esta obra también forma parte del accidente de mi biografía, esta vez no sólo por la obra en sí, sino también por circunstancias familiares que ahora no vienen al caso. Puede pasar que cuando te acercas de nuevo a la obra de un artista, la obra de Romeo Castellucci ya había sido importante para mí y más en aquellas circunstancias especiales, sientas algo parecido a la desilusión: te acercas al teatro pensando que puedes volver a sentir lo mismo y no lo encuentras ni de lejos. Por suerte, esta vez no ha sido este el caso.

He escuchado muchas cosas en contra de su obra. Que si la manipulación. Que si juega con el público apretándole más de la cuenta. Que es muy fácil hacer lo que él hace teniendo el presupuesto que él tiene. Incluso en esta ocasión escuché cómo una persona decía que Go Down, Moses no dejaba de ser un telefilme de sobremesa. ¡Menudo lumbreras! Lo que hace Castellucci está muy lejos de parecerse a una película de suspense de Antena3, en todo caso, podría parecerse a las películas de otro italiano, Pier Paolo Pasolini, con quién creo que sí tiene cosas en común.

Que tanto Castellucci como Pasolini sean italianos no es una cuestión menor. Solo de un país que es la cuna del catolicismo pueden nacer unas lecturas tan contemporáneas sobre los relatos bíblicos. Y es que esos relatos, por más que nos empeñemos en obviarlos, por más que a algunos les gustaría que fuese de otra manera, aún forman parte del ADN de nuestra identidad. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso suponga. Castellucci puede permitirse hacer esta obra porque, en mayor o menor profundidad, conocemos la historia de Moisés. Hace lo mismo que hacían los trágicos griegos cuando escribían sus tragedias y contaban con que el público ya conocía las tramas que abordaban. Cuando Castellucci, en uno de los momentos más cuestionados de la obra debido al diálogo dramático, -sí, una escena de interrogatorio policial en medio, como corazón, de una obra de Castellucci-, posa la historia bíblica de Moisés en nuestra contemporaneidad da un giro certero, una nueva lectura que justifica y hace posible el resto del montaje. Es ahí donde está el diccionario desde el que leer las demás imágenes.

Vayamos por un momento algo más atrás. Una mujer acaba de perder su hijo, mejor dicho, acaba de abortar y dejar a su hijo en un contenedor, aún con vida, dentro de una bolsa de basura. Antes hemos visto cómo la mujer se desangraba en los baños pulcros y elegantes de un restaurante y hemos visto cómo todo el baño se llenaba sangre. A la mujer la llevan a la comisaría e intentan que les diga dónde ha dejado al recién nacido para salvarle. Para intentar salvar su vida aunque ella no quiera hacerse cargo de él. La mujer no dice nada. Enmudece frente a las preguntas. El policía está cada vez más desesperado. En un momento dado, a sus preguntas rutinarias y cotidianas, ¿dónde está el niño?, ¿por qué lo hizo?, la mujer responde con la historia bíblica de Moisés. Está enajenada, pero cómo todos aquellos de los que decimos que han perdido parte de su razón, es capaz de decir grandes verdades. Para mí esta es una de las claves del montaje del italiano. El policía quiere rellenar el informe y marcharse a casa, la mujer sigue viendo animales en el suelo convencida de que su hijo, Moisés, ha nacido para salvarnos. El Moisés bíblico, rescatado de las aguas, criado como príncipe egipcio y figura importante en un buen puñado de religiones, vino al mundo para salvar al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Moisés es una figura clave, recuerden las plagas de Egipto, el éxodo, las tablas de la Ley. Moisés es un personaje muy principal en la Biblia. No tiene que ver con otros personajes más secundarios, qué sé yo, personajes como Noé, Jonás o Job. Castellucci da a su Moisés la misma importancia. Un Moisés, abandonado esta vez en un contenedor, que ha venido a un mundo donde ya es imposible cualquier tipo de salvación. Cualquier tipo de redención. Cualquier tipo de consuelo. La mujer llega a responder, cito de memoria: ¿no os dais cuenta de que estáis construyendo los ladrillos de Egipto? Incluso en este diálogo tan duro -literal y metafóricamente- hay humor (uno de los imprescindibles en cualquier obra de arte contemporánea)

A la mujer, que es tomada por loca, y es probable que así sea, por psicópata o tarada, la llevan al hospital para hacerla pruebas médicas. Cuando la meten dentro del TAC, el agujero de ese scanner nos lleva al origen: a una cueva donde están hombres primitivos que comen vísceras y en donde se muere un niño que es enterrado debajo de unas piedras sin mayores ceremonias para, a continuación, volver a reproducirse. Para que continúe el ciclo. Castellucci arrebata cualquier posibilidad de transcendencia para convertirnos en mera biología. Esa mujer primitiva se dirige al público, toda la obra sucede detrás de un telón plástico, y manda un mensaje de socorro pintando con barro un SOS que no tendrá nunca respuesta. No puede tenerla. No puede ser oído ni puede ser visto por nadie más allá. Aquí está la catástrofe de la vida de los hombres, su misterio.

Es cierto que Go Down, Moses es más. Que podríamos hablar de otras imágenes, del motor que gira y que traga pelucas, toda una metáfora de lo que la obra esconde; que podríamos hablar del cuidado espacio sonoro o la belleza de la iluminación, del vestuario, del espacio, de sus cortinas blancas, o de los actores. Hasta de las herramientas del cine aplicadas al teatro -o viceversa-. Es cierto que podría escribir mucho más, ser más prolijo en los detalles, empezar por el principio y acabar por el final, pero también es cierto que por mucho que escriba nunca seré capaz de acercarme a todo aquello que Castellucci nos llega a contar en su pieza. Ya comienza el olvido. Por eso, utilizando una de las frases más manipuladas de la historia de la filosofía del S. XX, terminaré aquí esta crónica porque, como escribió Wittgenstein para cerrar sus Tractatus, de lo que no se puede hablar, es mejor callarse.

 

No dejéis que la realidad se imponga

mistero-buffo

No sé cuántos años han pasado, tal vez diez, pero sí sé que antes de aquello apenas había ido al teatro, más allá de un montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea al que fui en el instituto. Los colegios, o al menos los colegios de antes, tenían que haber pensado más las actividades que hacían para acercar la cultura a los jóvenes. Aunque sea parte de nuestro Patrimonio Cultural, la lectura de La Celestina a los dieciséis años puede conseguir lo contrario de lo que se espera: en vez de crear lectores, los ahuyenta.

Hace una década, como empecé diciendo, sólo me había acercado a lo que puede suceder encima de un escenario por la poesía. Había poetas que, con mayor o menor acierto, habían expandido el recital yendo más allá de la mesa con lámpara y botella de agua o el micrófono abierto en bar bohemio. Por aquel entonces, dentro del mundo de la poesía, surgió una manera de hacer que se nombró, creo que de manera no muy acertada, perfopoesía. Nacieron festivales como el Internacional de Perfopoesía de Sevilla. No era nada nuevo. Ahí tenemos los cabarets dadaístas o algunos fenómenos de las segundas vanguardias del siglo veinte, con sus diferencias entre Europa y Norteamérica. También tenemos el spoken word y figuras como John Giorno o Patti Smith. En Barcelona había y sigue habiendo una forma de hacer muy interesante con gente como Eduard Escoffet o Josep Pedrals, por deciros dos nombres de ahora. Y no entramos en Brossa, Felipe Boso o José Luis Castillejo -que perteneció a Zaj- y que ampliaron los horizontes de la escritura. La propuesta que presentaron María Salgado y Fran MM Cabeza de Vaca el año pasado en El lugar sin límites, Hacia un ruido, también tiene algo de esto. En Salamanca me perdí pocas sesiones de la Sala Marte Poesía, ciclo comisariado por Ben Clark que tuvo que suspenderse por falta de presupuesto. También hubo cosas interesantes en el Facyl, cuando el Facyl, bajo la batuta de Calixto Bieito, era una cosa diferente a lo que es ahora. Pero dejemos eso para otro momento.

En la edición de 2008, Cosmopoética, festival en torno a la creación poética que se organiza en Córdoba, programó a Dario Fo y a Franca Rame, compañeros inseparables. La obra: Rosa Fresca Aulentissima (e altre giullarate). En el Gran Teatro. Compré entradas, cogí el tren y allí me fui. Recuerdo que Franca Rame hizo un monólogo espléndido y luego, Dario Fo, al que recuerdo vestido con ropa de calle, salió a un escenario vacío. A su lado una mujer con un micrófono preparada para hacer una traducción consecutiva de la pieza. Sí. Traducción consecutiva en el teatro. Es decir, Dario Fo hablaba y a continuación la chica traducía. Eso que a veces da tanto miedo porque rompe el ritmo de cualquier conversación. Dario Fo tendría ya 80 años. Pero Dario Fo, encima del escenario, sin nada más, era el escenario entero. En el espectáculo hacía varios lazzi de la Comedia del Arte. Aún recuerdo el del mendigo hambriento que tiene tanta hambre que se come a sí mismo y tengo en la cabeza la imagen de Dario Fo sacándose las tripas para devorarlas. Dario Fo y su cuerpo y su voz y el gesto y la mirada y una palabra supeditada a la interpretación. Comprobé cómo encima de un escenario se podía llegar a la verdad a partir de la mentira. Quizá esa sea una de las grandezas del teatro.

Cuando cogí el tren de vuelta, había cambiado. Comencé a pensar en el escenario de otra manera. Empecé a leer a Dario Fo, primero su Manual mínimo del actor y, más tarde, gran parte de lo demás. El teatro ya no era aquel montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea, era y debía ser algo más, algo mejor y más divertido. Un lugar para la resistencia. Un lugar donde todo es posible. Un espacio que no está ensimismado. Un juego que puede y debe tomarse muy en serio. Dejé de estudiar lo que estaba estudiando y me vine a Madrid a aprender otras cosas sobre teatro.

Ayer murió Dario Fo, tenía 90 años. El día de mi cumpleaños. Ayer también otorgaron el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, un músico. Hace diez años, Dario Fo, sin saberlo, me cambió de alguna manera la vida. Está claro que por eso no se gana un Premio Nobel, al italiano se lo dieron en 1997 por «emular a los bufones de la Edad Media y defender la dignidad de los oprimidos»; pero estoy seguro de que no se lo dieron sólo por eso. Sit tibi terra levis.

No todo en la cueva es oscuridad

huella2

El 8 de octubre, sábado, después de ver Contar para / sobre vivir 2 (El lugar sin límites, CDN), también han escrito sobre las piezas Pablo Caruana y Oihana Altube; me descubrí intentando explicarle a mi acompañante, una de mis antiguas alumnas de teatro, conceptos que a veces ni yo misma entiendo. Cosas sobre el ciclo, que ella no conocía, y cosas sobre las piezas que acabábamos de ver.

Esto no es teatro, decía en el descanso después de ver el trabajo de Edurne Rubio. ¿Por qué?, le preguntaba. Por el ojo, contestó, a mi me enseñaron -y recuerda que tengo un máster- (risas) que la diferencia está en el ojo. Ahí está la diferencia entre el cine y el teatro. No hemos mirado a través de nuestro ojo, hemos mirado a través del ojo de la cámara, dice haciéndose la intelectual. Hemos mirado a través de los ojos de las personas que nos cuentan su historia, le digo. Le cuento paparruchas sobre la experiencia estética para que sepa a mi sí me ha gustado Ligth Years Away. Y que me importa una mierda si es teatro o no. Aunque me lo haya parecido. Edurne Rubio plantea un documental sobre el Grupo de Espeleología Edelweiss, al que pertenece su padre, y el descubrimiento de la cueva de Ojo Gareña en el norte de España.

Entramos en la Sala Valle-Inclán completamente a oscuras, con una temperatura de menos de veinte grados, y Edurne, en escena, con una linterna apuntado al suelo nos da la bienvenida al recorrido por Ojo Gareña. A partir de ahí, envueltos en un espacio sonoro pensado para la inmersión -al igual que los pensaba Buero Vallejo, del que este año celebramos un parco centenario-, se proyectan imágenes del grupo de los espeleólogos en sus expediciones fotográficas. El audio de sus testimonios también se transcribe en la pantalla. El relato se convierte en una metáfora del lugar que ocupa el hombre en el mundo y en la Historia. La poesía y el abismo del tiempo geológico, los huesos apilados durante la Guerra Civil. Los espeleólogos nos cuentan como la cueva se convierte para todos ellos en un espacio de libertad: allí abajo pueden hablar de cualquier cosa. Edurne con la luz de su linterna recorre los focos y paredes para que podamos contemplar las estalactitas de la cueva en la que estamos para, más tarde, acompañarnos hasta la salida, advirtiéndonos de lo resbaladizo que puede resultar el suelo.

Explicado así, sí que parece teatro, dijo. Qué más da, dije. Seguimos hablando. Le cuento, por qué no, que también reconozco algún paralelismo con la fotografía contemporánea, por ejemplo la obra de Miren Pastor, y también con las películas y vídeos de Lois Patiño. Por eso me gustó. Por el relato y por la casa. Porque es capaz de entretejer un material delicado e íntimo para compartirlo con los que allí estábamos. En un momento de la pieza, Edurne le pregunta a su padre si en las expediciones en las que pasaban varios días allí abajo, volver a su campamento, junto a una laguna subterránea, era como volver a casa. Él contesta que sí.

Entonces del concierto. ¿Qué piensas del concierto?, le digo mientras nos sirven la cerveza de después. Ah. Sí. El concierto. Eso sí es teatro, teatro del bueno además. No sé qué decirte. Estos modernos me tienen desconcertada (sic) ¿Y Cris Blanco? Cris Blanco te gustó, le digo. Sí. Claro. Muchísimo. No hace falta ir de moderna para ser moderna. (sic) Bebo de la cerveza. Prefiero no ahondar en el tema de los bandos de «modernos» y «antiguos», etcétera. Le pido que me cuente por qué le gustó Fäustino IV o Concierto para esfuerzo y sonido de Sergi FäustinoPorque es honesto, me dice.

En su propuesta Sergi Fäustino se convierte en la langosta de Accidents (Rodrigo García, El lugar sin límites, 2015), al colocarse unos aparatos que recogen los sonidos de su cuerpo, amplificados y mezclados en una mesa, mientras realiza una serie de rutinas físicas. Sentados en el escenario asistimos al concierto que da su cuerpo, su sangre, su respiración, sus intestinos. El cuerpo vivo siempre está en movimiento. El cuerpo tiene que salir de escena para convertirse en silencio. Entré totalmente, me alegra haberme puesto este peto del mercadillo solidario. Me costó 3€ y así he podido tumbarme. Allí tumbada casi entro en trance como en un ritual (sic).

Al final, convencidas de haber entrado en dos cuevas esa noche, apuramos nuestra tercera cerveza concluyendo que no se trata de lo bueno o de lo malo, de si es teatro o no es teatro. No se trata de diferenciar, etiquetar o intelectualizar. Las etiquetas solo sirven a los taxónomos para dibujar fronteras. Ah, claro, por eso se llama El lugar sin límites, descubre mi acompañante con una felicidad no solo propia de las cervezas.

Nos despedimos en Tabacalera. Es guay que haya esto. Me gusta ver estas cosas. Gracias por haberme invitado, dice. Es muy «guay» y es muy necesario. Ten en cuenta que al mismo que está programado esto, está Espido Freire debutando como actriz en el María Guerrero.

Al día siguiente salí a comprar tabaco y yogures. Después de haber lamentado las butacas vacías y al pasar delante de la casa de mis vecinos –Teatro Pavón Kamikaze– pude comprobar que hay guerra en todos los lados: Israel Elejalde estaba a la puerta del teatro esperando a más de la mitad del patio de butacas que aún no había llegado. Qué lastima. Y es que al final, más allá de bandos, lo único importante es que la gente vaya al teatro a ver cosas interesantes. Cosas como éstas.

Esta casa en medio del viaje es el viaje

Casa

En el mes de octubre pasa todo, pero mientras pasa todo también pasan otras cosas. Sara Molina es artista en residencia en DT Espacio Escénico y durante todo el mes va a ir mostrando aproximaciones a distintos proyectos en los que está embarcada últimamente y en los que se acompaña de distintos artistas.

El fin de semana pasado pudimos ver Suhuf, pieza creada junto a Ahmed Benattia. Una interesante conversación entre Ahmed y Sara, entre el norte de África y el sur de Europa, entre la juventud y la madurez, entre el patio de butacas y el escenario, entre el cuerpo y la palabra. Durante su época en el teatro universitario de la UGR, Sara Molina ya trabajó en varios montajes con Ahmed, escribió poemas en torno a su relación y un día decidió enviárselos; Ahmed se los envió de vuelta, corregidos y puntuados. Así empieza una conversación y así empieza Suhuf, con Ahmed en el escenario y Sara sentada entre el público, y donde las palabras en árabe y castellano van sobrevolando nuestras cabezas, nos van envolviendo y van dibujando un paisaje emocional que nos habla de una forma de mirar, de mirarse, de mirarnos.

El viaje es una conversación y la conversación puede ser una casa: un lugar que habitar y un lugar que ocupar. El trabajo de Sara Molina y Ahmed Benattia nos sirve, por qué no, de contrapunto a los que estamos disfrutando con las propuestas de La casa y el relato, de El lugar sin límites en el CDN. La casa de Sara y Ahmed está hecha de palabras y durante el viaje trazan un camino en común, entre sus pasados y futuros, sus deseos y sus miedos, sus amores y sus desamores. Las palabras nos animan a la contemplación y, poco a poco, las hacemos nuestras: desde sus lugares más íntimos viajamos a los nuestros y allí, al fondo, una letra árabe en la oscuridad se convierte en una serpiente roja del desierto y caminamos largas distancias pese a estar quietos o un turbante enroscado nos dice algo sobre la imposibilidad de encontrarnos con el otro y unas babuchas de neón se convierten en todo un bazar.

Todavía queda mucho octubre y en DT pueden encontrarse con el trabajo de Sara Molina. Es probable que merezca la pena.

Todo está a punto de saltar por los aires

Bad Translation

Hay obras que no sabemos muy bien qué es lo que nos quieren decir, estas obras las tenemos que leer a la luz de las notas del programa de mano o gracias a las entrevistas con sus creadores, suelen ser obras excluyentes que se sirven de artículos teóricos o informes para subrayar lo que no han sido capaces de decir por sí mismas. Este corpus analítico adviene a posteriori y suele ser ajeno a su concepción. Estas obras no suelen provocar nada pues por sí mismas no son nada. Necesitamos que alguien, reencarnado en un mesías, les dé un mínimo de sentido. Gracias a estas obras hay gente en las universidades que lleva el pan a casa.

En cambio hay otras obras que exceden los límites de sus sinopsis y teorías. Obras que no necesitan de una explicación externa porque cuando nos acercamos a ellas, desde nuestros conocimientos y experiencias, somos capaces de saber de lo que nos están hablando. Esto no quiere decir que sean frívolas, superficiales o más planas que una tabla de planchar, al contrario, tienen tantos niveles como personas se acercan a ellas. Estas obras son inclusivas y fomentan tanto la lectura y el pensamiento como el goce y el disfrute; si acaso ambos niveles pueden existir por separado. Gracias a estas obras sigue existiendo el teatro.

Bad Translation de Cris Blanco pertenece al último grupo. Este fin de semana hemos podido disfrutarla por segunda vez en Madrid, ya pudimos verla a principios de este verano, y, una vez más, a pesar de la programación madrileña, el patio de La Casa Encendida estaba hasta arriba, y eso que las diez de la noche de un domingo no es la mejor hora. Con las piezas de Cris Blanco el bocaoreja está claro que funciona, la gente no hace más que recomendar sus trabajos y cuando alguien ve alguno por primera vez, suele repetir. Da gusto ver un trabajo de eso que por aquí llamamos artes vivas -o coreografías expandidas como lo llama Óscar Cornago, suponemos que a partir del concepto de teatro expandido que conocíamos por José Antonio Sánchez-, es decir, mola ver cómo a las artes vivas no les falta público y que una sala que programa este tipo de trabajos acoge por igual a actores del teatro comercial, programadores, estudiantes de arte dramático o diletantes culturales. Tal vez esto signifique que Bad Translation, por su saber hacer, se sostenga más allá -o a pesar- de las etiquetas.

La sinopsis de Bad Translation que podemos leer en la página web de La Casa Encendida es una sola frase, además de un juego que reconoceremos al ver la pieza, que dice: “Bad Translation es una batalla en la que lo analógico vence a lo digital”. Y sí, puede que sea eso, pero a su vez son más cosas.

En El Agitador Vórtex, la anterior pieza que pudimos ver también en La Casa Encendida y Teatro Pradillo, Cris Blanco, sola en escena, juega con un dispositivo similar al de Bad Translation. Esta vez ha sabido seguir avanzando en el juego y rodearse de un buen grupo de performers para apretar más la tuerca y, por qué no, cargar la maquinaria de otro pensamiento.

En todo momento Cris Blanco sabe estar y sabe hacer encima del escenario. Podemos decir que es una buena anfitriona cuando nos invita a ver uno de sus trabajos. Sabe que una mirada, un guiño o una sonrisa a tiempo comunica más que cualquiera de los aparatos conceptuales. Todo lo que pasa en escena, más allá de la destreza, las pautas marcadas o los diferentes artefactos, está muy vivo. Tan vivo que en su trabajo convive el éxito con el fracaso, la buena factura con la chapuza escénica, el genio con la tontería, la elegancia con el do it yourself. Entiéndase en sentido positivo, por favor.

En Bad Translation Cris Blanco nos presenta el interior de nuestro ordenador convirtiendo a los chips, impulsos eléctricos y demás vainas tecnológicas en trabajadores que hacen que el sistema sea posible, igual que en Inside Out convierten a los sentimientos en bichos de colores diferentes. No creo que a Cris Blanco, si llega a leer este texto, le importe la comparación: las referencias a la cultura pop están presentes en su obra. El sistema, con unos obreros que asumen su función y se ven desbordados por el trabajo, acaba colapsando por su uso y abuso. ¿Les suena? En este momento el ordenador se convierte, sin forzar el análisis, en una metáfora de lo social.

Gracias a una dramaturgia casi circense y a partir de macguffins, no es importante lo que se nos cuenta sino el cómo y el para qué se nos cuenta, Cris Blanco consigue hacer una pieza que nos habla de cómo la tecnología organiza nuestra vida: está más vivo el ordenador que quien lo utiliza, de hecho su usuaria nunca aparecerá en escena; o de cómo la parte primordial para el buen funcionamiento de un sistema son sus trabajadores y el propio sistema los ahoga sin demasiadas contemplaciones. El cambio de lo analógico a lo digital es también un cambio en los ritmos, un cambio de tiempos. Cuando la sociedad quiere ir más rápido que la vida surge la frustración y se impone la imposibilidad.

No deja de ser Bad Translation una metáfora de los usos y costumbres de la sociedad contemporánea que partiendo de un elemento tan presente en nuestras vidas como un ordenador, Internet y las redes sociales, teje un relato disparatado sobre nuestro acontecer y las mentiras que inventamos sobre nosotros y nuestra vida. Está claro que para afianzar la identidad siempre ha tenido un papel muy importante quién está enfrente, ¿nos importa más lo que somos frente al otro que lo que somos frente a nosotros mismos? Al vivir en sociedad necesitamos el contacto con el grupo, que la individualidad se diluya en las colectividades, pero pareciera que un like de Facebook fuese ya la única forma de posteridad y reafirmación posible. Y para eso nos inventamos diferentes estrategias que nos permiten alejarnos de la realidad y su permanente insatisfacción, ya sean viajes falsos a Cancún o poemas en polaco que no son más que canciones de Ricky Martin mal traducidas por Google.

El título de la pieza, Bad Translation, no creo que sea inocente. Existe una mala traducción. Un puente en ruinas. Si la sociedad corre al ritmo de la tecnología, al ser humano no le queda más remedio que convertirse en un robot. Y esto hecho y contado desde el juego y el ingenio. Desde un sentido del entretenimiento casi brechtiano, mucho humor: sólo el pensamiento pacato está reñido con el humor, y un buen puñado de honestidad. A partir de disonancias entre lo que se ve proyectado y lo que se ve encima del escenario: no es baladí que los encargados del mantenimiento del sistema salten y retocen agobiados cuando tienen que desempeñar una tarea que le sobrepasa. Es probable que como ocurre en Bad Translation todo esté a punto de saltar por los aires. Pero es más probable que Bad Translation, como todas las cosas buenas, sea mucho más de lo que en un principio nos pueda parecer.