Un mundo de casualidades

Estoy convencido de que no todo pasa en la historia, parece estar pensando este cerdito, de que algo de lo fundamental está ocurriendo constantemente por debajo o por arriba de la historia, en esos otros mundos que costaría trabajo organizar en forma de relato. Esto no tiene que ver con la necesidad de visibilidad a la que estamos sometidos, continúa el chanchito, aquello de que si algo no lo ve nadie no existe, si no estás en las redes, si no tienes público o lectores, si no tienes proyección o impacto. No se trata solo de hacer las cosas más o menos públicas, mejor o peor comunicadas; se trata también, y aquí llega al centro de su argumentación, de lo que nos alimenta y de lo que parece alimentarnos, pero en realidad nos indigesta, o simplemente no sabe a nada, o peor aún, no sabe a nada y además te está repitiendo todo el día.

Tiempo soy yo escribiendo esto ahora. Y tiempo es el archivo que contiene este texto mientras espera que alguien lo abra para leerlo.

El domingo llegué al Teatro Pradillo antes de que empezara el Salón de Otoño, que presentaban Rosa Casado, Óscar Villegas y Luciana Pereyra. Aterricé por allí sobre las doce del medio día, aunque la obra no empezaba hasta una hora y media después. Había ya un buen montón de gente preparando la fiesta, gente yendo y viniendo, de la sala al almacén, de la cocina a la sala, gente trayendo y llevando cosas, ajustando aparatos, terminando de preparar comida, una especie de pequeño hormiguero en el que cada uno estaba a lo suyo y ante el cual uno se pregunta si habrá alguien que tenga la visión conjunta de todo el asunto, el plan director, alguien que sepa exactamente qué está haciendo o qué tiene que hacer cada uno. Queremos pensar que sí, que siempre hay alguien que lo controla todo, pero suele ser más bien que no, que nadie tiene todo en su mano, que cada uno controla una o varias parcelas. Pero siempre hay otras parcelas, y no solamente parcelas, sino espacios intermedios que se van abriendo por la interrelación de unas parcelas con otras, nuevas necesidades que surgen, nuevos azares, más aún cuando sigue llegando gente, implicados o no en la obra, artistas y no artistas. En realidad allí no había tantos artistas como personas que iban a hablar de su experiencia de vida ganada a través de su profesión o su pasión. Además, van llegando amigos y familiares y público en general que termina de desdibujar los límites entre todas estas parcelas, que es en todo caso lo que terminó de ocurrir cuando empezó el Salón y ese espacio intermedio se va adueñando de todo, el espacio entre el que habla y los que escuchan, los que vagabundean por el cubo diáfano de la Pradillo, apenas iluminado con una luz tenue, y los que permanecen atentos a la proyección, a la música o a alguna intervención, los que charlan en corro pasando de todo y los que deciden tumbarse en algún lugar a pensar en la nada.

Tiempo son todas esas sillas, cojines, mesas y mostradores que estaban aquel día en la Pradillo apilados en el almacén esperando a ser utilizados de nuevo. Tiempo es lo que tarda esta imagen en desvanecerse.

Cuando llegué fui saludando a los que conocía, que no eran tantos, teniendo en cuenta que era yo quien andaba en la coordinación de estas jornadas Hacernos un mundo, junto a Zara Rodríguez. Entre estos conocidos estaba Rubén de maDam poniendo a punto sus utensilios para hacer ruidos. Fue justamente él quien al hilo de esos primeros intercambios casuales me llamó la atención sobre lo curioso de que justamente en estos días empezara en Barcelona el ciclo organizado por la Poderosa “Hacer historia”. Hacernos mundo aquí, hacer historia allí. Una casualidad, tan gratuita o relevante como todas. Ciertamente hacerse un mundo y hacer historia son dos cosas distintas. Y aunque la comparación está traída por los pelos, porque no es hacer historia, sino hacer historia(s), y hacer historias es uno de las formas básicas de hacernos un mundo, resultaba difícil no aprovechar la oportunidad para terminar hablando de lo inevitable, que es siempre la Historia —que en aquel caso era el asunto de la independencia y los nacionalismos—, sobre todo cuando se nos echa encima a un ritmo que parece haber perdido cualquier lógica que no responda a su propio mecanismo interno.

Hacernos un mundo ha llegado a tener algo de lujo, de lujo necesario, el lujo del tiempo, de darse un cierto tipo tiempo para hacer y hacernos. El lujo que alguien se permite cuando tiene cubiertas otras necesidades. Pero hacernos un mundo es también una necesidad para poder afrontar esas otras necesidades de otro modo. De repente veo por todos sitios esto del tiempo, Tiempos de conversación, Carmen Werner en la Cuarta Pared, Tiempos verbales, Los Torreznos, Tiempos para habitar… Nos hace falta tiempo, no para hacer algo, sino más bien para dejar de hacer o hacer de un modo distinto. De esto se hablaba en el Salón del domingo de formas diversas: a través del queso que dejamos que se fuera haciendo hasta que nos lo comimos al final, las imágenes de paisajes naturales en los que aparentemente no pasa nada, captadas por cámaras web en los sitios más inverosímiles, las reflexiones de una investigadora sobre el tiempo en la física o de un biólogo sobre los animales que hibernan —por cierto, los osos no hibernan—, o nosotros mismos a lo largo de esas cuatro horas atendiendo a lo que iba pasando en cada uno de estos rincones y dejando de atender también, para atender a otras cosas, a nuestro aparato digestivo, a la cerveza que hemos dejado en algún sitio, o a la persona que tenemos al lado, que por algún motivo nos llama la atención.

Tiempo es el espacio rectangular de la pantalla que tenemos delante. Pero tiempo es también esta pantalla cuando espera en algún lugar que alguien la encienda.

Son tiempos distintos: los tiempos informes de ese “salón”, inspirado en el modelo histórico de los siglos XVIII y XIX que no en vano ha servido en los últimos años para armar más de un proyecto, y los tiempos de la Historia. Tiempos para abrirnos, no ya a que pase algo, sino más bien a que no pase nada, o que lo que pase sea esa nada que puede ser tantas cosas, tiempos para simplemente estar, donde la sensación de aburrimiento deja de tener sentido; y los tiempos de la calle y los ritmos habituales de la socialización cotidiana, donde por momentos pueden llegar a abrirse esos pequeños agujeros para perdernos igualmente, para estar y no estar, pero en los que impera más bien lo otro, programación e inercias que nos llevan donde no siempre quisiéramos estar, que nos llevan a preguntarnos en un momento dado qué estoy haciendo aquí, o peor aún, como he podido terminar en esto, en mitad de este teatro. La historia nos lleva y al final acabamos en una obra que no nos corresponde. La expresión “hacer historia” apunta, sin embargo, a la otra posibilidad, no a una historia que nos lleve, sino que llevemos nosotros. Es ahí donde los mundos y la historia llegan a cruzarse, pero no es fácil, lo que suele ocurrir es más bien lo contrario, mundos que viven ajenos a la historia, haciéndose cada vez más tontos, e historias que han perdido la relación con cualquier mundo para construirse a sí misma, cada vez también más delirante.

Tiempo son las cosas.

Tirando de este juego de comparaciones un poco fáciles: hacerse mundos en Madrid, hacer historia en Barcelona, que finalmente no es más que otra casualidad, podríamos relacionar esta oportunidad de “hacernos mundo” en el Teatro Pradillo con un lujo posible en una ciudad que está viviendo seguramente uno de sus momentos más intensos a nivel cultural y artístico desde hacía mucho tiempo, lo que está permitiendo a muchos artistas y no artistas abrir y proponer esos otros mundos. Desde hace más bien poco parece haber en Madrid cierto tiempo (y sobre todo cierta voluntad, acompañada de cierto presupuesto) para hacer, proyectar y programar de otro modo, deteniéndonos antes en lo incierto de ese camino que en la certeza del lugar al que hay que llegar. Y también podríamos relacionar el título del ciclo de la Poderosa, aun sabiendo que no es así, con una situación política que se ha venido encima de esa manera anunciada y sin embargo inesperada, inevitable y sin embargo tramposa, como se viene encima todo lo que pertenece al orden de lo histórico, inevitable como esa barriga que a pesar de que su sujeto sabe que va a seguir creciendo eso no impide que un día se pregunte pero cómo he podido llegar a esto.

Tiempo soy yo pensando este texto para el final del Salón, y final también de las jornadas, el viernes mismo que comenzaban estas jornadas por la mañana en la Estación de Sants en Barcelona mientras me fumo un cigarro al sol antes de tomar el tren de vuelta a Madrid.

El subtítulo inicial de estas jornadas, que estaba en la convocatoria pública que se hizo para el número monográfico de la revista Efímera que está por detrás de este comisariado y que se publicará en breve, era del de “ficciones colectivas”. Y estas fueron, las ficciones junto con el tema del tiempo, las dos ideas centrales que han recorrido las propuestas, discusiones y trabajos que se han ido presentando. Ficciones y tiempos para sostenerlas, tiempos no solo para crearlas, sino también para creerlas, para darles cuerpo y espacio que permita que se transformen y nos transformen, que nos acojan, al menos durante ese lapso temporal que dura una obra o un proyecto, un encuentro, unas jornadas, un mundo.

La ficción no se presenta tal cual, directamente, sino como un instrumento que se usa conscientemente con un fin, que era hacernos un mundo, o hacernos un mundo distinto, más inesperado, más frágil también. De una u otra forma todos los trabajos expusieron el uso de la ficción de este modo, como si fueran pequeñas demostraciones prácticas que nos hablan de para qué vale la escena —de estas ficciones—, o las ficciones de estos escenarios. “Los usos del teatro” podría haber sido otra forma de titular estas jornadas. El hecho de que el punto de partida de este comisariado fueran textos previamente escritos, exceptuando el Salón, pensado específicamente para este encuentro, imprimió una rara singularidad en el modo de materializar estas propuestas, no solo porque no existiesen previamente y en la mayoría de los casos no se hubieran hecho, al menos no de esta manera, sino porque fueron resultado de un cruce imprevisto entre las propuestas teóricas previas, que no fueron escrita con la intención de convertirse en obra (cuando se hizo la convocatoria no habíamos pensado todavía en esta posibilidad), y la invitación a “activar” esos textos, en muchos casos argumentativos, con el propósito no de convertirlos en obra (en cierto modo inevitable), sino de utilizarlos como ejercicio práctico para sostener durante un corto espacio de tiempo un mundo que diríamos de mentira, si no fuera porque la lógica de la verdad deja de operar en estos entornos dejando su espacio a la experiencia. El resultado fueron trabajos muy especiales, no por ser mejores o peores en cuanto a su calidad artística, sino por este extraño espacio de fragilidad en el que generosamente aceptaron colocarse los autores, echando mano de formatos de exposición no aprendidos, formatos que estaban por probar, producto de una libertad creativa pero también de una necesidad de comunicación en tiempo presente evitando que la obra se cerrara sobre sí misma. De esta manera, en todas las intervenciones hubo algo de conferencia y acción práctica, de pensamiento y puesta en escena, de historia y mundo, de acierto y de una leve sensación de fracaso o imposibilidad, de ficciones y cuerpos que tenían que decidir sobre el terreno cómo sostenerlas.

Tiempo es lo que está pasando ahora ahí afuera (en el mundo, en todos los mundos) en relación a lo que está pasando aquí dentro (en este otro mundo).

Quizá una de las expresiones más explícitas de estos cruces fue el trabajo de Olga Martí, con el subtítulo de “una conferencia habitable”, en un bar próximo al teatro en el que se proyectó un vídeo donde aparecía ella sentada a una mesa dando la conferencia al modo habitual, mientras desplegaba un mapa inmenso de conceptos y nombres, movimientos artísticos e ideas en torno al arte de acción y nos mostraba una serie de libros y materiales que había traído. Por encima de esta cartografía de palabras y personas de la que el grupo mismo pasó a formar parte dentro del reducido espacio del bar, sobrevolaba la obra de Oscar Masotta y Dora García. Mientras unos miraban el vídeo, y otros se perdían en el mapa, que nos había invitado a intervenir añadiendo, tachando o cambiando, y otros ojeaban un libro y otros simplemente tomaban algo, el imaginario escénico de la conferencia, como una ficción legitimadora de una forma de saber, se hacía y se deshacía en la misma situación que había provocado, un tanto confusa, indefinida y por hacer, como si finalmente lo que la conferencia estuviera diciendo fuera que la conferencia es esto, es aquí, es esta situación y sois vosotros mientras me oís y lo que está pasando, otro mapa, no ya de palabras, sino de gente que encajaba y no encajaba dentro de aquella espiral.

Este es el trabajo que directamente dialogó con la mediación textual —teórica— que sostenía estas Jornadas. La hacía visible como una cita de una realidad académica que se ponía en práctica lanzándose a otras formas de usar la ficción de la universidad y el teatro del conocimiento vinculado a ella, de modo que no nos caiga de arriba, igual que la historia, envuelta en la autoridad que impone un lenguaje y unos modos. No hay que olvidar que la mayor parte de la financiación de este evento provenía de un subsidio de investigación científica claramente identificada con el mundo de la teoría y la universidad. En el resto de los trabajos el lugar de la ficción se presentaba abiertamente como una mediación inventada frente a los espacios oficiales del arte, el conocimiento, la política, con el fin de situarnos frente a ellos de otro modo.

Tiempo somos nosotros en relación a lo que dejemos de ser cuando ya no estemos aquí, en relación a lo que seremos mañana y dentro de mil años cuando ya no seamos nada. Seguiremos siendo tiempo.

El colectivo mexicano Mil Mesetas recurrió a una ficción futurista para proponer un recorrido por ese otro mundo que es la universidad de la UNAM en el Distrito Federal de México. Un recorrido de más de tres horas en el que un solo espectador acompañado de un guía-actor va pasando por distintos espacios, ambientes y situaciones de la universidad para arrojar sobre ella otra mirada, la mirada de alguien que vuelve del año 2066, convertido nuevamente en un joven estudiante, para mirar con otros ojos ese mundo que ya no es pero sigue siendo, y lo que podría llegar a ser. Usted no está aquí era justamente el título de esta obra. En la Pradillo no pudimos hacer lógicamente ese recorrido, pero hicimos otro más explicativo pero no menos ficcional de la mano de una de las personas que sí hizo el recorrido original, un estudiante de medicina.

Paralelamente a estos recorridos Mil Mesetas había estado con este estudiante, Emiliano, creando acciones improvisadas en la facultad de medicina que se convertían en un momento público para preguntarse abiertamente por las relaciones entre médicos y enfermos, y el maltrato a los pacientes. Una de las preguntas que activó estos entornos y que se le hacía a los médicos y aspirantes a médicos fue: “¿por qué he terminado odiando a los enfermos?”. Este estudiante, que es real, era interpretado por un actor que contó en primera persona estas y otras experiencias, mientras se refería a los motivos para venir a Madrid y lo que suponía para ellos dicho viaje. Entre estas experiencias que han jalonado la trayectoria de Mil Mesetas se encontraba la ofrenda floral a lo largo de todo un día, también en la UNAM, en recuerdo de los niños muertos durante el periodo perinatal (entre las 22 semanas antes de nacer y las cuatro después de haber nacido) y que al no tener una identidad clara no hay como enterrarlos. Una ofrenda que tuvo lugar un Día de los Muertos, como el que íbamos a tener nosotros unos días después y que ellos anticiparon levantando en escena otra suerte de altar. ¡Otra casualidad! Ficciones y realidades, mundos inventados y mundos reales, azares y coincidencias, se entrelazaban con el fin de proponer otros modos de estar y de hacer.

Tiempo son los niños que ya no somos. Y tiempo son también los adultos en los que se convertirán los niños, y lo que fueron estos niños antes de ser niños, y lo que serán dentro de mil años cuando ya no sean nada. Seguirán siendo tiempo.

Si Mil Mesetas planteaba un viaje del futuro al presente, Una montaña mágica, anticipo de un trabajo de Louisa Merino, recurre también a una serie de viajes, reales e imaginarios, para terminar llegando igualmente a nuestra realidad más inmediata y a la necesidad de la imaginación como forma de supervivencia. La montaña mágica, de Thomas Mann, es uno de los referentes clásicos para hablar del tiempo. Una casualidad que apareciera durante estos días. Hacernos un mundo y aquel hospital aislado en las montañas suizas, cuyo referente real está en Davos, casualmente también uno de los lugares más selectos no solo por su entorno natural, sino sobre todo económico. Ahí llega Hans Castorp para visitar a su primo durante dos semanas y se termina quedando siete años, sin ninguna enfermedad que lo justificara, refugiado de la llanura, como se llama en la novela al mundo de abajo, y la historia, haciéndose su propio mundo. La I Guerra Mundial acabó irrumpiendo en aquel balneario habitado por personajes que viven de acuerdo a unas reglas propias, que nadie de fuera conseguiría entender a menos que se quedara el tiempo suficiente para sentir los efectos y los afectos de una vida aparentemente inútil, dedicada a cuidarse, filosofar, tomar curas de reposo y pasear. Todo esto no aparece, y en realidad no tiene nada que ver con la obra de Louisa, pero queda ahí como parte de una casualidad más.

Tiempo son los fantasmas que nos quitan el sueño y los que nos hacen dormir, tiempo son los recuerdos que tenemos y los que ya hemos olvidado. Tiempo es también la memoria de un mundo que aún no es, pero está constantemente a punto de ser.

El trabajo de Louisa toma como punto de partida la correspondencia entre Thomas Mann y Theodor Adorno, la admiración mutua que se tenían y el deseo que uno y otro expresó reiteradamente por encontrarse, un encuentro que finalmente no llegó a producirse. La obra está interpretada por dos mujeres mayores, que visiblemente no son profesionales de la escena. En un formato nuevamente de exposición o anticonferencia, estas dos señoras, sentadas a una mesa frente al público desgranan esta relación entre Mann y Adorno con ayuda de citas de la correspondencia y grabaciones en vídeo donde aparece gente describiendo la citada montaña, a la que, según se termina contando, subió finalmente Adorno, cuando ya el escritor había muerto, como un tributo personal de admiración, con el agravante de que el anciano filósofo no pudo soportar el duro clima, lo que terminó provocando también su muerte. Otra casualidad que como todas tiene mucho de invención. Acabada la exposición, se le pide al público que dibuje la montaña tal y como se la imagina después de todo lo que ha estado escuchando. La verdad del relato, que empieza focalizando toda la atención, se difumina ante la posibilidad y la imposibilidad de hacernos nosotros nuestra propia versión de esa montaña, y de esa historia.

Tiempo es el calor de la persona que tenemos al lado.

Las actividades de los pacientes de aquella montaña mágica, según cuenta Mann en su relato, terminan viéndose afectadas por las modas e inventos que llegaban del mundo de afuera. Así, la vida de aquel balneario se va haciendo cada vez más caricaturesca o simplemente más tonta, fascinados sus personajes por la novedad del cinematógrafo o la magia del gramófono. Una de estas modas fue la del espiritismo. A raíz de la llegada de una joven paciente que parece tener dones sobrenaturales, la comunidad del hospital se pasa las noches encerrada entre cuatro paredes tratando de hablar con los muertos. Y otra casualidad más fue que una sesión de espiritismo fuera justamente el objetivo de otro de los trabajos de “Hacernos un mundo”. Aunque en este caso no se invocaba a un muerto real, sino a un muerto inventado en los años setenta a través del experimento desarrollado por un grupo de científicos en los años setenta, que toma el nombre del personaje en cuestión Philip Aylesford, al que dieron vida o al menos trataron de dársela. El experimento, como nos cuenta Ignacio Tejedor al final de la obra, después de admitir su escepticismo acerca de todo esto, alcanzó gran popularidad saltando a la televisión. La propuesta de Tejedor, quien ya ha desarrollado otros proyectos sosteniendo identidades ficticias que interfieren con la vida real, reconstruye el experimento tal cual siguiendo paso por paso la situación, gestualidad y la documentación existente.

Tiempo somos nosotros en relación a los que no están aquí ahora, pero de algún modo siguen estando aquí. Tiempo son fundamentalmente los muertos.

“Hacernos un mundo” se abrió con el paseo imaginario de Enric Ciurans por las calles de Barcelona, perdiéndose al hilo de pequeñas muestras de arte urbano que encuentra a su paso, pequeñas pintadas, intervenciones mínimas de artistas desconocidos que se terminan convirtiendo en compañeros de viaje, como aquel Philip Aylesford, huellas efímeras de un arte que un día está y al siguiente ha desparecido, lo han limpiado, se lo han llevado. Rastros casuales de un trabajo del que en cualquier momento solo quedará este relato, cargado de azares y relaciones inesperadas, el relato de quienes algún día se cruzaron con estas marcas, repetidas en los sitios más inesperados, que parecen lanzar una pregunta acerca de la calle, de sus usuarios, del espacio público y la violencia que lo recorre. El relato de Enric, expuesto en primera persona con ayuda de imágenes de las obras, remite nuevamente al género de la conferencia, pero una conferencia legitimada o deslegitimada por el uso de la imaginación como forma transversal de inteligencia y conocimiento. Su relato se convierte en una invitación suspendida en el tiempo, como los propios paseos, para cuestionar el lugar del arte y las autorías, del reconocimiento público y la indiferencia como forma de violencia, y en su lugar viajar libremente a la velocidad que marca el deambular de la imaginación.

Tiempo son las obras que vimos esos días, y nosotros asistiendo a esas obras. Pero tiempo son también estos trabajos sin nosotros, esperando que alguien vuelva a activarlos.

Un día antes de que empezaran estas jornadas estuve en Barcelona en un encuentro dedicado a teatro y pensamiento, organizado por La Perla 29 en la Biblioteca de Cataluña. En lo poco que parecía haber un acuerdo unánime era en afirmar que si Barcelona había sido alguna vez la vanguardia de algo sería en todo caso hace bastante tiempo. En eso al menos se pusieron de acuerdo los del teatro y los del no teatro, en un encuentro en el que, teniendo en cuenta la que estaba cayendo esos días con lo de la independencia, no tenía asegurado que pudiera hacerse hasta el final. Y es que cuando la historia se precipita los espacios para pensar, los tiempos para tomar distancia y discutir con calma, son difíciles de mantener. El paseo de Enric tiene algo de respuesta a todo esto, un gesto de indiferencia y al mismo tiempo de dolor, un modo de refugiarse y al mismo tiempo de seguir ahí de algún modo, buscando tiempos y posibilidades, aunque sea con la imaginación.

Y tiempo es lo que estas jornadas empezaron siendo y en lo que se han convertido ahora que ya no son.

Todos estos trabajos hablan de tiempos extendidos y al mismo tiempo concentrados, concentrados en el momento en que se están haciendo, concentrados en su propia dispersión, como la situación provocada por La máquina Rube Goldberg para ficciones colectivas de Adeline Maxwell, un juego que embarranca en su propio no saber lo que realmente es o podría ser. Exceptuando el Salón, la mayoría de las presentaciones estuvieron en torno a la media hora, sin embargo remitían a experiencias que se alargaban en el tiempo. Eran como pequeñas ventanas por las que se divisaba estos tiempos largos, rutinas repetidas en el tiempo y obsesiones, fantasmas o ficciones extendidas a lo largo de los meses. Es por esto que incluso a pesar de la brevedad de estas exposiciones cada una parecía abrir un pequeño viaje en el tiempo, una puerta a un tiempo por hacer. Ese tiempo abierto que tenían como referencia se proyectaba sobre el momento de la obra. Así fue la propuesta lúdica de Adeline, o el paseo de Enric, que podía haber durado mientras queramos seguir imaginando, o la conferencia para habitar de Olga Martí, o la invitación de Mil Mesetas a tomar chocolate, atole de amaranto y dulces del día de muertos mientras seguíamos discutiendo aquello de las ficciones y las realidades, de los médicos y los pacientes, los vivos y los muertos, o la sesión de espiritismo, que podríamos haber seguido repitiéndose infinitamente hasta que Philip Aylesford fuera más real que nosotros mismos, o la posibilidad de imaginar una montaña en la que nadie ha estado y una historia entre dos pensadores del siglo XX que tampoco nadie ha conocido, pero de algún modo todos conocemos, o finalmente ese corro de personas comiendo pizza en torno a una mesa mientras charlan de estos y otros temas, que fue en lo que se convirtió el “encuentro con los artistas” moderado por Alberto Conderana al final del sábado.

E igualmente podíamos pensar en los tiempos del Salón, con el que se cerraban las jornadas y con el que se abría este texto. Como acontecimiento histórico los salones están en la génesis de esa nueva esfera pública que iba a convertirse en pieza clave de la construcción política moderna. Sin embargo no son los salones, que pronto quedaron como celebraciones vistosas de la vida cultural y artística de una época, ni tampoco los teatros, ni parlamentos, plazas o asambleas los que iban a protagonizar esa vida pública, sino los textos, la escritura epistolar primero, la prensa después y las redes sociales hoy, formas de comunicación que han ido haciéndose más eficaces, más inmediatas, más veloces, imponiendo ritmos y urgencias, heredados por la historia actual.

Tiempo, básicamente, es una persona que quiere a otra y es incapaz de imaginar su vida sin ella. Pero tiempo es también esa persona echando de menos ese amor cuando ya no lo tiene al lado, y sintiendo cómo lo imposible ha ocurrido, y su incapacidad frente al tiempo, y esa propia incapacidad hecha tiempo y potencia para seguir adelante.

Antes, cuando la gente creía en dioses en lugar de creer en personajes inventados, aceptando que unos y otros proceden del mismo lugar, se decía aquello de que el hombre propone y dios dispone. Ahora es el artista que somos todos, cuyo derecho a serlo forma parte del proceso de emancipación de nuestra cultura, el que propone, y nosotros, ese nosotros que idealmente seríamos todos, el que dispone, y para este disponer colectivo y entre todas, otra de nuestras ficciones más queridas, hace falta tiempo. Frente al valor de cambio del arte, estas propuestas, y otros muchos proyectos que hemos visto desarrollarse en los últimos años, nos hablan del valor de uso, no de qué es el arte, sino de para qué nos vale, por qué hacer una obra, para qué ir al teatro.

Hacernos un mundo es abrir agujeros en el tiempo.

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