A quien corresponda

Imagen de la primera actuación en el Antic Teatre de Barcelona el 23 de abril de 2003

A ti que lo estás leyendo:

¿Qué tal? ¿Cómo va todo? ¿Sigues en Buenos Aires? ¿O ya estás en Berlín?

Te escribo estas líneas desde la Biblioteca Nacional de Catalunya, en una de las larguísimas mesas de madera que están bajo las ventanas y que tú me enseñaste hace un tiempo casi sin querer. Y lo hago a varios metros de distancia de mi vecino más cercano, con el que en las dos horas que llevo aquí no he cruzado ni una palabra ni una mirada. Rodeado por un silencio ensordecedor que solo se ha visto roto por unos pasos que atravesaron por mi espalda, una silla que crujió un par de veces al fondo de la sala y algunas frases inconexas que se colaron por la cristalera de la entrada cuando entró el tipo de seguridad camino del baño.

Resumiendo, empiezo estas líneas de la peor manera posible. Fallando de entrada. Y es que soy consciente de que para hablar de lo que nos toca debiésemos hacerlo en persona, sentados en un bar ruidoso, rodeado de amigos, parroquianos, desconocidos y cervezas. Como tantas veces.

Pero como esto va de hablar del Antic Teatre y en el Antic tú y yo hemos hecho casi siempre lo que nos ha dado la gana te propongo un juego. Tú dejas esta pantalla y yo cierro mi ordenador. Y ahora tú estas frente a mí y yo frente a ti. Sentados en la mesa de un bar con seis botellas de Estrella Galicia, los restos de una tortilla de patatas y dos tenedores. Y ahora, tú y yo estamos en el Bar Restaurant El pollo, en la mesa alta de la entrada que está pegada a la ventana y que mira a la calle donde ahora juegan al fútbol tigres contra leones.

Y es justo cuando cae el primer gol de los leones que las puertas del patio se abren de golpe y entra una banda de bronces callejeros dándolo todo. Y de golpe lo que era una tranquila tarde de invierno se transforma en una gran fiesta balcánica. Y ahora, tú y yo, estamos en medio de un gran jaleo en la terraza de una sala de fiesta hasta ahora abandonada. O en el patio de la sede de la peña ciclista de barrio. O en la sede de la asociación de vecinos que hace diez años que no se reúne. Quién sabe. Lo único realmente importante es que a partir de ahora, y a ritmo de película de Kusturica en versión centro social okupado, comenzarán a rodar todas las escenas sin parar.

La primera de ellas a pocos metros de aquí, en la penumbra de una sala en ruinas donde nos esperan tres colchones y unas cuantas mantas tiradas por el suelo. Y tres flacos vestidos en calzoncillos rodeados de gente a los que intentan convencer de que es imposible conjugar el verbo amar. Tú y yo no lo sabemos, pero de ahora en adelante, veremos muchas escenas parecidas a esta en ese mismo espacio. Porque la gente desnuda en plan aquí no pasa nada y rodeada de personas que les observan en silencio sin quitar ojo se convertirá en un clásico de esta sala. En una marca de la casa. De nuestra casa.

Como el tipo aquel de los tacones que copiaba espectáculos de otros para hacer el suyo y que se ponía en calzoncillos en la puerta de la sala cuando pasaba la gente, creyéndose Ulay pero en bajito y gordo y sin la Abramovic. O como el calvo de barba que se desnudaba en casi todas sus performances y que acabó tatuándose un dragón en la espalda como parte de un ritual de despedida de kilómetros y kilómetros de furgoneta en compañía de esa malagueña que te vuela la cabeza a base de espejos y fantasía. O como la poeta que se introducía un micrófono de contacto por la vagina para amplificar la percusión que hacía sobre su vientre desnudo luego de pedirte que le llenaras su cuerpo de insultos. O como esa veinteañera que inmóvil sobre una fría camilla de tanatorio nos prestaba su cuerpo desnudo para que descubriésemos en carne ajena lo que implica morirse bajo la lógica del capital. O como la actriz que se pintaba un vestido segunda piel sobre su cuerpo con los colores de la senyera con ayuda de una silla metálica. O como esas tres punkis bellísimas que acababan follando salvajemente con las patas de una mesa también metálica porque ya sabes que las mesas y sillas metálicas de bar dan para mucho (sobre todo en la creación contemporánea). O como aquella chica morena, Nancy se llamaba, que acompañada de un pianista gemía cantaba y bailaba vestida con unos shorts rojos y sujetador y medias negras y una serpiente albina llamada Syd enroscada en su cuello. La misma chica que pocos años después nos agarraría a puñetazos en medio del escenario mientras reventaba sandías y platos contra las paredes dejando para siempre sobre ellas las marcas de los golpes y las cicatrices que otros habían dejado antes sobre la piel de sus hermanas. O como ese par de colegas que colgarían sobre esos mismos muros decenas de folios blancos y gruesas letras con el listado de todas las veces que se habían dejado el cuerpo y la piel entre paredes negras iguales a esas bendiciendo con botellas de ron una amistad que ya en ese entonces era eterna. Como eterno es para mí el recuerdo de mi hermana y su madre dejándose las piernas en un pasodoble que sonaba a Beach Boys mientras repartían galletas caseras e ichleibedichs entre la gente que las observaba maravilladas deseando sumarse deseando tener una madre como la que tiene mi hermana. Como caseras eran las morcillas que ese bello y tierno amante del metal escandinavo rapado de metroochentalargos preparaba con su propia sangre sin trampa ni cartón para repartirla como si fuese el cuerpo y la sangre del mismísimo Cristo que sus valientes amigos tragaban confiados pero apretando los ojos. Morcillas preparadas en el mismo fogón que encenderían años después esos locos que se hacían llamar los sudakas del apocalipsis y que te secuestraban los oídos y el sistema nervioso central tocando sus gameboys como si fuesen las guitarras más afiladas y los pianos más deslenguados mientras lanzaban rimas como quien lanza piedras al río entre vinos y porros. O como todos los vinos que se bebió de golpe pasándose de azteca el tipo ese que decía que creía en la ciencia porque en su esencia estaba el hecho de ser desmentida y que no creía en nada esotérico porque eso le obligaba a admitir que era verdad pero que nos prometía cruz pa’l cielo que antes de conocerla había soñado con ella. Ella solo ella vestida con short y camiseta gris bailando con su cuerpo pegado a las paredes en una pista de baile casi en penumbra en el último vagón del metro de Barcelona explicando que no quería explicar nada y que solo quería saltar y moverse. Como la valenciana aquella que no paraba de moverse y revolcarse por el suelo mientras enseñaba las gráficas de excell de cuánto cuándo cómo dónde con quién y por qué se había movido durante toda su vida. Como esos bárbaros madrileños que te invitaban a recostarte en ese mismo suelo y en total oscuridad para hacer absolutamente nada más que recordar. Como las chavalas de ese instituto que se inventaron los recuerdos de una compañera que no existía solo para recordar quiénes eran ellas y de dónde venían. Como recordaba aquel joven poeta cómo él y su amigo que ya no está se colaban de noche por los túneles del metro por una puerta mágica a pocas cuadras de ahí mientras soñaban ver ballenas en la Barceloneta y las veían y les cantaban y bailaban junto a ellas hasta que se les hacía de día y cogían un taxi conducido por un beautyfarron con aires de estibador. Bello muy bello. Como de día se nos hacía cada fin de año entre las paredes negras el patio la terraza las amigas el alcohol y todo tipo de trampas. La misma terraza donde ese flaco de sombrero que no parará nunca de viajar nos enseñó a bailar con las manos como a él se lo había enseñado su madre en la más bella de las herencias que nadie nunca dejó. En la misma terraza donde ella y él compartieron con desconocidos pisco sour ceviche asado brownie y pan amasado para honrar a la mismísima Esther Williams del desierto de Atacama. En el mismo desierto encajonado donde se enterraba hasta el cuello y bajo una potente lámpara esa baterista yugoslava que tiempo después montaría un concierto de cuarenta guitarras eléctricas para celebrar la anarquía como posibilidad de entender la vida. La misma que lo dejaría todo por recorrer los océanos por amor en un viaje donde se dejaría media vida. Tal vez la media vida más importante. La misma que se reiría a carcajadas una y otra vez desde la grada desconcentrando al personal tantas veces como se agarraría a gritos enfadada con más de uno en más de una función en más de una asamblea o en más de una eterna conversación de bar. En una conversación de bar como esta. Como tantas veces.

Txalo Toloza-Fernández

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4 Respuestas a A quien corresponda

  1. T* dijo:

    Premio especial a la que reconozca más performance!

  2. Shortmaltes dijo:

    hermoso…
    siempre la memoria
    siempre casa
    desde el otro lado del charco y sin premio
    te saludo

    • T dijo:

      O como el paio ese que vestido de novia se dejaba caer una y otra vez quemando sus brazos enseñando lo que no sabía hacer en un bello fracaso en loop

  3. Premio especial dijo:

    «De la imposibilidad de conjugar el verbo amar». Bernat, Navarro, Maravillas.
    «Todos los grandes tienen problemas de piel». Toloza.
    «Aquelles que no han de morir». Las Huecas.
    «Massa diva per a un moviment assembleari». Dolores.
    «Catalina». Iniciativa sexual femenina.
    «Nutritivo». Faustino.
    «Anarchy». Societat doctor Alonso.

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