Historias de AC (3)

 

Accidente (del lat. accidens, -entis)

  1. Suceso eventual que altera el orden regular de las cosas.
  2. Suceso eventual o acción de que resulta daño involuntario para las personas o las cosas
  3. Indisposición o enfermedad generalmente grave y que sobreviene repentinamente.
  4. Síntoma grave que se presenta inopinadamente durante una enfermedad, sin ser de los que la caracterizan.
  5. Irregularidad del terreno.
  6. Pasión o movimiento del ánimo.
  7. Cualidad o estado que aparece en algo, sin que sea parte de su esencia o naturaleza.

(Diccionario Real Academia de la Lengua)

Las Historias de AC  pasaron sin pena ni gloria.  Añadir más improbabilidades donde todo lo improbable ya se había dado no aportaba mucho. La mayor parte de su difusión, aparte de alguna de presentación «performativa»  y un artículo académico, se hizo a través de Teatron, una plataforma que tras la época de las epidemias se reflotó como una potente productora de artes vivas y muertas online. Pero el problema no fue el medio, ni siquiera el tipo de posts, excesivamente extensos y barrocos para épocas de carestía, sino el momento que se eligió para rescatar estos materiales. Probablemente, quitando la Biblia y la II Guerra Mundial, ningún otro fenómeno había desencadenado tantos estudios, debates, homenajes, corrientes y modas como aquella primera pandemia vivida en tiempo real por todo el mundo. Donde antes se hablaba de la posmodernidad ahora se había instalado el mundo pos-covid, un terreno abonado tanto para utopías y extremismos, ficciones y demagogia. Entretanto, la tantas veces citada modernidad parecía haber pasado esta vez sí a la historia.

El sector cultural también hizo su agosto: juegos online, series, películas, festivales de música, gastronomía y terapias pos-C. El confinamiento se convirtió en modelo de nuevas formas de curaduría y gestión de eventos. El género estrella fueron las exposiciones clausuradas y los proyectos en confinamiento, en los que el público interactuaba durante varios días con auténticos asintomáticos de distintas partes del mundo.

Diez años después del primer brote de aquella gripe, el asunto estaba agotado. Se había pasado del hartazgo a la indiferencia. La sucesión de epidemias de distinto signo había hecho que se normalizaran, como se decía entonces; pero lo que se normalizó no fue la vida, que nunca fue normal, sino los virus. El mundo convivía con estos como se convive con el cáncer, el sida, la especulación inmobiliaria, los terremotos o la ultraderecha. Esto podría explicar la tibia recepción de estas Historias. Pero la pregunta no era esa, sino por qué abrir estas Historias con un tema como el de su recepción, que sin duda tenía dentro de este proyecto un lugar bastante secundario.

    

Esta es la pregunta que me hacía mientras revisaba estas imágenes, de la serie Acontecimiento/Historia, recuperadas de aquel Archivo del Confinamiento. AC no fue un proyecto en el sentido en que se entiende este término, sino un conjunto de ideas dispersas, ocurrencias, apunte y líneas de trabajo que nunca se terminaron de desarrollar, la típica idea de la que no se deja de hablar pero nunca se hace; su recepción, por tanto, no era más que otra ficción-por-venir, otro proyecto a futuro. Pero estas ideas, a pesar de no llegar a realizarse, no dejaron de estar ahí, como si su sentido fuera el mantener viva su posibilidad de ser sin llegar a ser, alimentar una ilusión que no quería ser otra cosa que una ilusión, una capacidad de multiplicación de túneles, trampas y pasadizos, de activación de potencias absolutamente impotentes. Se trataba, en definitiva, de un ejercicio de supervivencia, solitario y solidario como decían ellos, un ejercicio continuado de exhibición de la inoperancia que terminó desapareciendo al superar este estadio intermedio de no-obras para transformarse en unas formas de vida. Unas formas de vida que pudieron darse gracias a unas formas de no trabajo que solo la pandemia con sus cuarentenas hizo posible. En el espejo de lo más improbable descubrieron lo más cierto.

   

Muchas de las cosas más genuinas que pasaron esos años fueron, efectivamente, un modo de aprender a convivir con el accidente, no solo el del coronavirus, sino de los virus en general, los médicos y los digitales, convivir con dioses, redes y fantasmas que la nueva situación había hecho más visibles que nunca. La experiencia extrema del confinamiento, no solo del confinamiento real, sino de la sensación sicológica de saber que era una situación compartida a nivel mundial, hizo más evidentes las viejas caretas sociales, también por ello más inoperantes, como juguetes en un lugar que no le corresponden. Con los bastidores del mundo viniéndose abajo, los de AC creyeron tener un momento de revelación cósmica cuando llegaron a la idea de que a un accidente había que responderle con otro accidente de mayor o igual contundencia.

   

A esta idea llegaron después de un tiempo estudiando al perezoso, una especie de mamíferos que habita en las selvas tropicales y que existía ya en el Pleistoceno en formato gigante. El perezoso les sirvió como referencia porque vivía constantemente expuesto al peligro de que se partiera la rama de las que se colgaban (cuando pudieron subirse a las ramas), y que sin embargo habían sobrevivido al Pleistoceno y habían entrado con éxito en el Holoceno, que se convirtió en el famoso Antropoceno, el momento en que aparece el homo sapiens, raza a la que el perezoso le tenían mucha estima, pero a la que también creían que sobrevivirían, si antes estos no acababan con todo.

Los accidentes forman parte de la historia, no solo de la historia de los perezosos, sino de la historia en general, del mismo modo que los accidentes geográficos forman parte del paisaje, los domésticos de las rutinas de la casa o los de tráfico de los medios de comunicación. La historia es la respuesta en forma de relato al vacío provocado por el accidente. Un intento por tapar un agujero, por encontrar un sentido a lo que no estaba previsto, por superar el trauma. La historia incluye el accidente como elemento originario, o dicho de otra manera: es la propia historia la que forma parte del accidente.

Hay una historia porque hay finales desde las que se cuenta. El final, en términos biológicos, es la muerte, que es lo que nos saca de la historia, pero paradójicamente es la muerte también lo que hace que no seamos nada más que historia. No debemos pensar únicamente en la muerte de un ser vivo, cualquier otra forma de desaparición, de un lugar, un idioma, una técnica o una profesión, es también un accidente que marca el principio de otra historia. Si decimos que la historia viene con los muertos, es porque el accidente por antonomasia es la muerte, el punto a partir del cual se mira atrás para encontrar un sentido a todo lo demás.

Esta relación también funciona al revés pero en sentido inverso: cuando los muertos se ocultan, se crea la ilusión de poder prescindir de la historia, de que esta se ha detenido o hasta de que se ha acabado, como se decía en los años ochenta. Es una ilusión recurrente. Borges la trasladó al tiempo mítico de un imperio chino en el que el emperador Qin Shi Huang trató de detener no solo la historia sino también su muerte construyendo una muralla. Igualmente mandó quemar todos los libros de historia, pero esto quizá hoy, con el mundo digital, ya no sería necesario, se decía el perezoso, mientras continuaba su meditación en su acostumbrado duermevela.

Internet había cumplido con creces la función de la muralla, detener la historia, que es lo que pretendían los políticos ocultando los cadáveres de la pandemia para evitar que la historia les pasara por encima: la creación de una muralla en torno a hospitales, morgues y cementerios. Fotos no. Nunca los muertos fueron tan irreales como en aquel momento. Las cifras duelen menos que las imágenes y las imágenes menos que los cuerpos. Pero no hay que subestimar la capacidad de supervivencia no solo de las imágenes, como decía Warburg, sino sobre todo de los cuerpos que ya no están, un tema recurrente en AC.

Que los muertos por causas políticas, económicas o de forma violenta, tengan más visibilidad mediática, no niega que cualquier muerto, como cualquier final, tiene detrás una historia política. Lo de la «muerte natural» era un relato más para desviar la mirada de aquello que no se podía entender, que no era la naturaleza con mayúsculas, sino la imposibilidad de considerarla al margen de la política. Dicho de otro modo, el problema no era el mundo sino las limitaciones de los sapiens para relacionarse con él y consigo mismo como parte de ese mundo. Visto así, la idea de muerte natural parecía resultado de esa relación amor odio que tenían con la naturaleza y con ellos mismos, que tan pronto pasaba de la idealización más absoluta y el cuidado extremo al rechazo y la autodestrucción.

      

Lo que provocó el primer accidente no fue, sin embargo, una muralla, ni tampoco internet, sino la tentación, que el mito bíblico asocia al conocimiento, la moral, el cuerpo y la serpiente. La tentación precipitó a los humanos barranca abajo. No la tentación por el conocimiento, ni por la comida en cualquiera de sus sentidos eróticos como nos hace pensar el mito, sino la tentación de identificar el deseo con el cuerpo de la mujer, es decir, una tentación básicamente de dominación. Al perezoso le enternecía la ingenuidad de esta raza, capaz de ponerle a todo cara, nombre y fábula para convencerse ellos mismos de lo que no era sino un cuento para dejar de mirar lo que no querían ver. Todavía después de la II Guerra Mundial, como contaba Hannah Arendt, en una Alemania arrasada por la guerra, se señalaba al pecado original y la expulsión del paraíso, y no a los nazis, como causa de aquel desastre, como si se tratara del castigo de algún dios furioso. El perezoso, sin embargo, antes que estos viejos relatos de culpas y miedos, prefería la astrología, algo que recién había aprendido leyendo a Olga Tokarczuk:

La astrología clásica tradicional de Ptolomeo dice que la culpa es de Saturno. Que en sus aspectos poco armónicos tiene el poder de crear personas mezquinas, ruines, solitarias y lloronas. Son infames, cobardes, sinvergüenzas, tétricos, intrigan todo el tiempo, son unos chismosos, se despreocupan de su cuerpo. Quieren permanentemente más de lo que tiene y no hay nada que les guste.

Es cierto, como se continuaba diciendo en el libro, que los males también pueden venir por errores en la educación o por la lucha de clases, incluso por un mal aprendizaje de los hábitos de higiene personal, o por una madre adicta o un padre autoritario; por haber sufrido acoso sexual durante la infancia, porque no le dieron pecho o porque vio demasiada televisión, o por la falta de litio y magnesio en la dieta o por la caída de la Bolsa. Pero el perezoso, igual que la escritora polaca, se quedaba con la historia de Saturno, que le parecía estar cuando menos a la altura del paraíso, Dios y la serpiente.

Saturno era la pieza que le faltaba para su filosofía del accidente. Los humanos habían dado más importancia al acontecimiento que al accidente. Primero empezaron con la acción y cuando esta les falló pasaron al acontecimiento, que rodearon de una cierta áurea divina. Un acontecimiento era un precipitado de circunstancias que se traducía en una suerte de epifanía. El accidente, sin embargo, remitía a una genealogía más terrenal y por ello quizá más imperfecta. A diferencia del acontecimiento, que simplemente sucedía, el accidente cargaba con toda una genealogía de responsabilidades, culpas, castigos y miedos. Aunque los dos estaban más allá del control humano, el accidente tenía que ver con algún tipo de irregularidad, imprevisto, desarreglo o pasión desmedida que ponía en crisis la normalidad, el gran tótem de los humanos, mientras que el acontecimiento solamente la interrumpía de manera temporal. Este preguntaba sin señalar, como un signo que viniera de otro lugar, pero el accidente acusaba directamente, mirándote cara a cara: ¿se podía haber evitado?, ¿de quién ha sido la culpa?, ¿por qué te ha tocado justo a ti?, ¿he hecho algo mal?

El perezoso lo tenía claro. Orgulloso de una especie que había sobrevivido a millones de accidente desde los tiempos de los dinosaurios, el que existiera una palabra para nombrar lo que no sucede como estaba previsto, le parecía un síntoma de arrogancia léxica además de un gesto de insolidaridad planetaria.

Esto le resultaba extraño, porque los accidentes obligaban justamente a una buena dosis de humildad, aunque en el caso de los humanos esta no durase mucho. Pasado el momento inicial de confusión, miedo y fragilidad, los sapiens volvían a las andadas con sus ínfulas de macho que necesita creerse con el control de todo. No se trataba, por supuesto, de la humildad como rasgo de la naturaleza con mayúsculas, que no entiende de humildades ni arrogancias, sino de la humildad como condición de la naturaleza social, la humildad de los cargos políticos y los puestos de poder, la humildad del empresario o el policía, la humildad de los profesionales y los especialistas, del arquitecto, el artista o el catedrático.

La preparación para el accidente era la clave de la supervivencia. Y para ello los sueños eran una de las herramientas fundamentales, porque tanto los accidentes como los sueños abren momentos de vacío que señalan nuevas posibilidades de futuro. En el Manual para la práctica del accidente (MPA), del que existían numerosas versiones porque no dejaba de cambiar, se detallaba paso a paso cómo llevar a cabo esta preparación. Su línea central de trabajo consistía en responder a un accidente a través de otro accidente, y no con la búsqueda desesperada de una nueva normalidad.

La incapacidad de reconocer esta aparente normalidad como un sueño o un accidente  había hecho caer a los humanos en un error de principiantes, se decía el perezoso viniéndose arriba. A un accidente no se responde con una nueva normalidad, en todo caso con una nueva cotidianidad. Por la conexión entre los accidentes y los sueños había quien lo utilizaba también como cura para el insomnio, que no en vano era otro tipo más de accidente. Se puede integrar el insomnio, por ejemplo, dentro de una cotidianidad, pero nunca reconocerlo como parte de ninguna normalidad. Esto era un principio fundamental para el perezoso, para quien no dormir era una suerte de herejía.

La historia en sí misma era el accidente con el que los humanos trataban de explicarse ese otro accidente que les dejó sin paraíso. No darse cuenta de que la historia y la aparente normalidad que sostiene es un accidente más era el principio de una acumulación de errores que si no había acabado con los homo sapiens no era por lo de sapiens, sino porque a pesar de todo estos tenían que seguir durmiendo, soñando, imaginando otros mundos… y esto les había ido salvando. A esto contribuyeron los periodos de confinamiento, como si fuera una mano que les echaba la naturaleza para que estuvieran  más quietecitos.

Mladen Stilinovic, Artist´s at work, 1976.

El otro puntal del Manual para la práctica del accidente era la fiesta. El accidente abre un tiempo de desahogo emocional, de pérdida de control y celebración de lo más frágil e incierto. Que el mundo por un instante parezca detenerse es un regalo, como fue el confinamiento para mucha gente, al menos al comienzo. El accidente, el sueño, la fiesta marcan momentos de suspensión en los que la  historia queda entre paréntesis. Pasa también con las muertes, celebradas como fiestas en muchas culturas que aun conservan una cierta familiaridad con el accidente.

Basta con pensar en el último gran duelo festivo en España antes del confinamiento, la muerte de Franco. El hecho de que muriera en su cama, lejos de convertirlo en un suceso natural, fomentó el lado público de la celebración. Pero el que no lo matara nadie, no le quita el carácter accidental de todo lo que representaba, al contrario, hizo que el accidente fuera mayor aún.

Entre el acontecimiento y el accidente está la posibilidad de la acción, la otra gran apuesta de los sapiens dentro de su proyecto de emancipación. El perezoso no tenía más remedio que reconocer que la idea de acción le inquietaba. La acción es el nombre de una ilusión por controlar un entorno en beneficio de un sujeto. La ecuación, que parece tan clara, había dado sin embargo resultados inciertos. Por suerte o por desgracia entre el acontecimiento y la acción está el accidente, suspiraba aliviado, el resultado imprevisto de una acción fallida.

Amante de Goethe a pesar de todo, el perezoso no dudaba de la pasión como fuerza de vida que mueve a Fausto e incluso a él mismo, pero considera esa pasión desde otro lado. La pasión, para el perezoso, es algo que se apodera de cada cual y se padece, pero no en el sentido negativo. Es un padecimiento donde el dolor se confunde con el placer, el gusto inexplicable de entregarse uno mismo, poniéndose en manos de otro. Es ahí donde la acción se reconcilia con lo incierto y lo festivo, y por tanto también con el accidente.

La performance, de la que el perezoso era fan incondicional, sobre todo de las expandidas, había llevado al extremo este principio de la acción, poniendo de manifiesto la convivencia entre estos dos polos activo y pasivo, que los sapiens se empeñan en tener como irreconciliables, cuando en realidad no se puede dar uno sin el otro. El performer no solo realiza la acción, sino que la padece, invitando a los asistentes a que la padezcan con él, de ahí también lo aburridas (también en el buen sentido) que podían llegar a ser.

En este punto de la reflexión al perezoso le gustaba recitar a Bergson en portugués como si fuera una letra cantada por una campesina de un pueblo de Portugal, de donde por algún trauma colonial imaginaba que venían sus ancestros. El poema de Bergson sobre la acción se transformaba en un canto a la ausencia y la nada.

É incontestável que toda ação humana tem como ponto de partida uma insatisfação e, por isso, um sentimento de ausência.

Não agiríamos se não nos propuséssemos um objetivo, e só procuramos uma coisa porque nos sentimos privados dela.

Nossa ação procede assim de “nada” para “alguma coisa” e é de sua essência bordar “alguma coisa” sobre o canevás do “nada”.

En este margen entre algo y nada es donde la acción, el accidente, la historia y los sueños se confunden. El sueño y los accidentes se configuran sobre la nada, un tejido irreal en el que lo único que se siente es la posibilidad de lo imprevisto, de un error, olvido o fallo de cálculo, que puede pasar en cualquier momento.

Si has llegado hasta este punto en la lectura del post, habrás pensado quizás que este texto es también el resultado de un fallo de cálculo, como las historias que cuenta. Aunque quizá esté demasiado elaborado para ser fallo. Es cierto. Es un accidente meditado, tejido sin prisas. El perezoso tiene tiempo incluso para demorarse en la caída. Antes de moverse prueba con su hocico la consistencia de la siguiente rama. La lentitud es causa mayor de accidentes. Lo sabemos bien. Ser tan lento hace que todo termine fracasando. La Universidad de Jena tuvo que donar el zoológico de Duisburgo, en el corazón de Alemania, el perezoso que habían comprado con el fin de estudiar sus movimientos. Después de varios meses el perezoso dio al traste con la investigación. No se movía.

El Libro del perezoso abunda en sueños, imágenes y reflexiones que se realizan de un modo performativo, le gustaba pensar al perezoso, porque el propio libro no era más que una performance en forma de sueño, una acción suspendida en el tiempo. Su sentido y forma se materializan en tanto que idea no realizada, una acción que insiste y consiste en su propia irrealidad. Esto facilitó la proliferación de libros del perezoso, no todos auténticos, claro, como El sueño del perezoso, La pereza de los libros, Le droit a la paresse, The Praise of Laziness o The Little Book of Laziness, algunos directamente copiados de otros que ya existían, como los de Paul Lafargue, Mladen Stilinovic o Homer Simpson.

Ya antes del coronavirus se había descubierto el valor del sueño como refugio de socialización en una época en la que cada vez había menos tiempo para todo lo que no fuera trabajar. El mundo moderno debe ser la cultura, entre todas las que ha habido a lo largo de la historia, no solo que menos tiempo dedique a no hacer nada, sino que el mero hecho de no hacer nada esté mal visto. El virus del tiempo, cronovirus, fue la antesala de este otro virus. Pero el confinamiento de las relaciones al ámbito de los sueños suponía también un espacio de posibilidades para la imaginación social.

Siguiendo la pista de estos libros del perezoso, di con alguien que había tenido contacto con este proyecto a través de aquel máster en artes del que  hablé al comienzo y que conservaba todavía uno de estos volúmenes, Soñar es lo único que no me da pereza. El problema es que vivía en Lima. De todos modos, cuando por fin conseguí su mail, todo lo que obtuve como respuesta fue un texto que curiosamente yo había utilizado a menudo para mis trabajos.

El sueño es una de las pocas experiencias que quedan en la que –lo sepamos o no- nos abandonamos al cuidado de los otros. A pesar de lo solitario y privado que parezca el sueño, no está desvinculado de cierta retícula interhumana de confianza y apoyo mutuo, por dañados que estén estos vínculos.

En la despersonalización del sueño, el durmiente habita un mundo común, una actuación compartida de la retirada de la praxis 24/7 con su calamitosa nulidad.

A pesar de su degradación, el sueño es la vuelta a nuestras vidas de una espera, de una pausa.

Entre todas estas meditaciones las seis Meditaciones de Descartes ocupaban un espacio central, no porque fueran el comienzo de la filosofía de Occidente y en general de su concepción de la ciencia, el yo y razón, sino porque su origen estaba en tres sueños que había tenido Descartes de joven, concretamente el 10 de noviembre de 1619, según cuenta su biógrafo. Cansado de los libros, aquel joven buscaba algo de lo que pudiera estar totalmente seguro entre las experiencias de la vida, una búsqueda que le llevó a viajar, hacer la guerra e incluso teatro, hasta que una noche tuvo una revelación a través de un sueño. Que la historia del conocimiento científico tuviera su principio en un sueño le hacía albergar al perezoso aún ciertas esperanzas sobre la posibilidad de que los humanos sobrevivieran también al Antropoceno, aunque lo veía difícil, porque cómo podrían sobrevivir a ellos mismos?

  

Esta parte del archivo, bajo el rótulo de AH (Accidente/Historia), era probablemente el trabajo más enigmático, quizá por ello también más ingenuo. La investigación se apoyaba en la teoría del grado cero del sentido, que fue continuación del grado cero del encuentro, inspirado en las famosas colas del supermercado. El grado cero del encuentro les había llevado a una profunda reflexión sobre las virtudes y trampas de los encuentros online, lo que provocó una crisis que marcó la desaparición del grupo. El grado cero del sentido fue la antesala de este proceso de disolución, sin embargo no se trataba, como creyeron algunos, de la negación del sentido en pro de algún tipo de nihilismo, como el primero tampoco era la negación del encuentro, sino al contrario, suponía la posibilidad de replantearlo desde su autoliquidación.

El impacto del accidente succiona el sentido, lo que provoca una cámara de vacío. De este vacío nace, como dice Bergson, la necesidad de la acción cargada con la potencia del fallo, que es lo que la hace humana. El accidente origina un hongo hermenéutico, en cuyo centro se oye ese momento de detención característico de los accidentes y de los sueños, un silencio denso que nos pregunta.

Campo de batalla de Verdún, I Guerra Mundial, 100 años después.

Los accidentes se están produciendo constantemente, aunque solo se perciben cuando alcanzan cierta frecuencia de onda. Pero aun sin percibirlos, convivimos con ellos. El vacío que dejan es la potencia que hay que aprovechar para generar un nuevo accidente antes de que se normalice el desastre.

La otra reacción frente al accidente, además de la historia, es el arte, más cargado de posibilidades que la acción, a juicio del perezoso, que no entendía por qué en los comités de expertos cuando los estados de alarma nunca hubiera personas con formación artística. Un atraso que evidenciaba la poca fe que tenían en este campo. Entender el arte como algo relacionado con la belleza o la anti-belleza lo relegaba a un segundo plano. El arte, insistía el perezoso ya un tanto sobrado, era un modo profundamente complejo y contradictorio de provocar un accidente, cuyo sentido se trataba de buscar como reacción a un accidente previo, el accidente de la historia; el arte era una trampa para escapar a otra trampa, un truco para sobrevivir. El arte es un modo de vida que los sapiens no terminaban de entender, por eso a veces lo idealizaban y otras lo demonizaban, a veces veían a los artistas como dioses y otras como farsantes que vivían del cuento, o gente con medios que no quería trabajar.

Dora García, The Joycean Society, 2013.

Finnegan´s Wake, una obra escrita a lo largo de 17 años, es uno de los accidentes literarios característicos del siglo XX. Su autor es otro ejemplo más de alguien que no lo tuvo fácil en vida si tenemos en cuenta en lo que iba a convertirse después de muerto. Publicada el mismo año en el que comienza la II Guerra Mundial, su última novela provoca un vacío de sentido cuyo único peligro sería convertirlo en norma literaria, como terminaría pasando. Cualquier accidente corre este riesgo. Para mantener su potencia es necesario actualizar el propio accidente desde la experiencia, sin llegar a reducirlo  a lo que nunca fue, un relato, una imagen o un monumento. ¿En qué momento el rostro de un muerto se convierte en retrato o una experiencia en historia? Normalizar los efectos del accidente significa dejar pasar la oportunidad que ofrecen, archivando la historia y desoyendo su memoria. El que existiera una sociedad que desde hacía décadas se juntara para leer la novela de Joyce, tratando de agotar en vano los posibles sentidos de unas cuantas líneas, que es todo lo que alcanzaban a leer en cada sesión, era un modo de mantener vivo el accidente y seguir habitando el hongo.

En otro orden de cosas, el turismo constituía el ejemplo perfecto de hongo económico capaz de fundir cualquier otra realidad por traumática que fuera; aunque a diferencia del arte, el turismo no trataba de revivirla para devolverle un lugar incierto, a pesar de su promesa constante de ofrecer una nueva experiencias, sino de enmarcarla y rentabilizarla:

  

Fue a raíz de la serie AH que se planteó la segunda colaboración con AC. Yo estaba trabajando entonces en otro proyecto, cuyas siglas eran también AC. Al Contado era la versión online de Se Alquila, un trabajo que estaba haciendo con Juan Navarro cuando estalló lo del virus. Este otro AC era la respuesta a las nuevas condiciones de producción a distancia que se estaban imponiendo por todo el mundo. En su planteamiento había ciertas coincidencias con las ideas de AC, como la insistencia en la anormalidad de lo que empezó a parecer normal, como el hecho de hacerlo todo online y encima cobrando la mitad. Al Contado era, retomando las tesis de AC, un accidente virtual como respuesta al accidente que hacía que no pudiéramos desplazarnos para hacerlo en vivo. El hecho de no poder hacerlo en vivo era en sí mismo el accidente. Sin embargo, esto no pareció interesarles tanto como la coincidencia en las siglas, que veían como una señal clara de algo importante.

Lo que finalmente me terminaron proponiendo fue un proceso de intercambio vía mail de lo que denominaban capitales oníricos . El objetivo era llegar a un nuevo proceso de acumulación originaria de capitales, similar al que había tenido lugar desde el siglo XV, que pudiera revertir la expropiación de nosotros mismos como nuevos trabajadores del mundo poscovid, haciéndonos dueño al menos de nuestros sueños y pesadillas. La empresa no era fácil. El intercambio se empezó haciendo sobre una versión antigua en letra gótica del volumen segundo de El mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, cuyo título había sido convertido en El mundo como lugar.

  

El perezoso trataba de actualizar sus reflexiones para adaptarlas a la triste situación que estaban viviendo los sapiens, con los que se solidarizaba a pesar de todo, tal era su interés por el tema de los accidentes. El que los humanos fueran, según sabía por las tradiciones gnósticas, resultado de un accidente, producto del cálculo errado de unos demiurgos caprichosos, le parecía una tesis llena de posibilidades. Que aquellos muñequitos fabricados con tierra y agua no consiguieran sostenerse en pie sin la ayuda de Dios, había sido un fallo de cálculo, evidentemente. Pero si Dios se reconocía como un accidente con el que se respondía a otro accidente, los humanos podrían todavía reconducir su historia. Claro que en lugar de hacer esto, se habían dedicado a multiplicar los dioses, dando lugar a una variedad de gamas, colores y modelos. La apuesta por Saturno y los sueños era un modo de replantear esta situación, pensaba el perezoso, y un gesto solidario para con los sapiens.

Sin embargo, en el fondo el perezoso tenía mala conciencia. Tanto fijarse en los humanos  le había contagiado el virus de las culpabilidades. El perezoso sabía que, como los personajes de Tokarczuk, pertenecía a ese grupo de seres que el mundo considera inservibles, que no han hecho nada trascendental, no producen pensamientos importantes ni objetos necesarios ni alimentos; no cultivan la tierra ni hacen que prospere la economía. La culpa de este tipo de seres ya no era de Saturno, sino de Venus cuando se encontraba extraviado fuera de su signo, según se explicaba en aquel libro. Se forma entonces lo que la autora denominaba el Venus Perezoso, que provocaba un extraño tipo de vagancia:

Los afectados por él ven que las oportunidades en la vida pasan de largo ante ellos, por quedarse dormidos, por no querer ir, por llegar con retraso, por no tener cuidado. Tienen una predisposición al sibaritismo, a pasar la vida en un leve estado de duermevela, a dispersarse en los pequeños placeres, a sentir aversión hacia el esfuerzo y la falta absoluta de una predisposición a la competencia. Pierden todo el día, dejan cartas sin abrir, posponen sus asuntos, descartan todos los proyectos. Sienten deprecio hacia cualquier tipo de poder y rechazan todo tipo de obediencia y sometimiento, pues solo desean proseguir tranquilamente su propio camino. No se puede sacar ningún provecho de este tipo de gente.

Olga Tokarczuk, Sobre los huesos de los muertos, 2009.

                    

 

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Una Respuesta a Historias de AC (3)

  1. Que texto tan interesante para reflexionar en estos tiempos caóticos que estamos viviendo.

    Mil gracias por compartir, saludos.

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