DESDE DOS LADOS SOMBRIOS

Laila Ripoll y Angélica Liddell. Desde dos lados sombríos.
“El matrimonio Palavrakis”, de Angélica Liddell
Publicado en
Primer acto (2001)



Caminando por Madrid, con los años, uno se va encontrando gemidos convertidos en gritos, heridas que son navajas automáticas convertidas en voz, sangres coaguladas, menstruaciones transformadas en mosaicos transparentes. Y con el tiempo, uno se da cuenta de que esas creaciones, aparte de unidos por la blancura y pureza del dolor, tienen algo en común, una misma resonancia, un mismo paisaje de fondo irreconocible. Son el diapasón escondido de una ciudad que agoniza, el cabello de diablo convertido en baba que mancha. No se trata de malditismos, o no sólo, ni de relojerías imberbes. Sino de respuestas, de reacciones a este tiempo inefable (“Tengo un satélite perdido en el espacio que me abraza fuerte, para cruzar la barrera de este siglo inefable”, canta otra de las gatas de esta ciudad que recoge perros, Ana D.)

Este Madrid, de ínfulas de modernismo posopulento y hortera, que recoge viajes y los convierte en escombros, tiende a vomitar sus “rnalosueños” por la puerta trasera. Hasta ahora, como adicto a la tormenta y la sacudida, sólo había encontrado a esta subespecie de ahogados por el asfalto en bares, salas de concierto o bancos… Pero uno de esos vómitos, ritual, religioso y santo, dio a luz en el pasado Festival Escena Contemporánea, en la Sala Pradillo: El matrimonio Palavrakis, una representación escrita y dirigida por Angélica Liddell, e interpretada por ella misma, junto a Gumersindo Puche y con la voz grabada de Concha Guerrero.

Con el morro fruncido por su anterior espectáculo (La falsa suicida, que pudo verse en Cuarta Pared hace dos años), pero animado por los comentarios que hablaban de la potencia de trabajos anteriores –Frankenstein (1998), montaje que no pude ver-, asistí a éste, su último trabajo como dramaturga. Se podrá decir que El matrimonio Palavrakis nada tiene que ver con esta ciudad. Ni su tono oscuro en medio de un bosque donde convive el lodo y la gominola, ni su temática de muerte y nacimiento nos remiten directamente a Madrid. Pero para ser urbano no hay que hablar de yonquis, ni para ser madrileño hay que hacer vodeviles castizos.

Angélica busca un lenguaje propio que pueda entenderse desde aquí y desde ahora, busca encontrar unas imágenes que sea la primera vez que hayamos visto y sentido. Eso es lo impresionante de su trabajo, que parece que descubrimos los sentimientos, los actos y los objetos bajo otra luz. Liddell crea un mundo propio. Por eso duele, porque sentimientos tan tontos como la soledad, la desesperanza o la imposibilidad, tantas veces desgastados y repetidos de mil y unas maneras, nos llegan sin que parezcan temas manidos y vacíos.

El tema de la obra: la decisión íntima de la actriz-directora de no procrear. Para ello, Angélica Liddell ha elegido la voz alrededor de la hoguera, el tono de la vieja, la resonancia de la cueva para hacemos entender esa determinación ética y vital. El matrimonio… tiene el embrujo de las iras de Abrarrornán deshilachadas en las ramas del bosque, del tormento de provincias hecho crónica de sucesos, de la belleza de la púa. Apoyada en una omnipresente voz en off metalizada y en una imaginería visual hecha puesta en escena, Lidell consigue envolver la “representación” de la fuerza del ritual. El público, al principio expectante y nervioso al enfrentarse a un código brutal (intinúdad, risa, violencia, desnudo y realidad se intercambian de lugar continuamente), va sobrecogiéndose poco a poco en la silla. Gumersindo Puche y Angélica (los dos únicos actores en escena) van, en forma de acciones sucesivas y bajo un campo de muñecos rotos, mostrando un universo donde dolor, amor, ternura, semen y mierda se muerden como perros. La historia, el argumento, contado en tono de fábula, queda como el eco de una letanía. Y en su lugar, surge una sucesión de momentos en el que todo se une y significa. La obra termina redonda, con uno de los momentos más incómodamente excelsos que he visto en teatro y en el que Liddell reina sobre todas las cosas. Después de desnudarse y “desajarse” por completo durante toda la obra, Angélica se acerca a la grada y con una polaroid toma una foto del público que luego se guarda diciendo con los ojos: “ésta, para mí”. Equilibrio recuperado y demostración, siguiendo la estructura de acciones de todo la obra, de lo efímero e irrepetible que es lo que se acaba de vivir.

Podríamos hablar de espectáculos anteriores, de posibles evoluciones… No creo en esa escuela… Cada espectáculo, y más éste en el que no hay concesiones, surge de sí mismo. Lo único que creo poder afirmar es que parece que esta artista, si no fuésemos tan paletos en este país, debería de contar con una infraestructura que desde que salió de sus estudios en la RESAD y formó compañía en 1993 no ha tenido y ha debido buscar por los carninos más insospechados. Angélica trabaja en los márgenes del teatro, tras las puertas traseras de Madrid, y eso se nota y se huele.

Pero esa manera de trabajar, desde lo íntimo y desde un teatro visual y desmedido, tenía que encontrar afinidades. Y hace bien poco ha reencontrado una. Angélica y Gumersindo, tras su participación en Escena Contemporánea, han comenzado a trabajar con Mateo Feijóo. Su primer fruto, esta vez con Angélica y Gumersindo sólo como actores; ella en vivo y en cine; él sólo en filmación (Feijóo dirigía), ha sido Ala Marlon, pieza de la autora, poeta y actriz gallega Maite Dono, en la que Liddell demostró, una vez más, junto a Mariví Hinojosa, su enorme presencia y poder hipnótico, en una obra experimental y plástica, que pudo verse el pasado marzo en la nueva sala madrileña La Fábrica de Pan.

(Nota: el artículo continúa comentando la obra de Laila Ripoll).

This entry was posted in -ARTICULOS, ANGÉLICA LIDDELL. Bookmark the permalink.