LEGO, texto de Jaime Conde Salazar

“Lego”, texto de Jaime Conde Salazar.
Publicado en Continuum
LEGO. Ex-Festival de Danza LP’11. Centre de Cultura Contemporania de Barcelona. 11 de marzo de 2011.




No es un teatro. Tampoco es el cubo blanco propio de galerías y museos modernos. Es un lugar intermedio que no acaba de ser nada en concreto y que, por tanto, puede ser aquello que más convenga según la situación. Además, tiene algo de espacio ocupado: LEGO utiliza el hall de entrada del CCCB, esto es, no hay estructuras sólidas y permanentes construidas para la ocasión: suelos, pilares, techos, rampas, puertas y demás estaban allí antes. El festival LP’11 simplemente ha aprovechado lo que había creando un dispositivo mínimo (unas cuantas sillas plegables colocadas (esta noche) en forma de u, dos discretas gradas y una barra de bar) y flexible que se puede mover y adaptar según sea necesario. No hay muros que cierren, ni espacios que atrapen a quienes hemos acudido a la cita. Nada establece una dirección privilegiada. Los espacios son permeables y se puede decidir cómo estar, qué hacer y hacia dónde mirar. Uno puede tomarse una caña, puede descansar en uno de los sillones del hall escuchando música, puede charlar sentado en las gradas, etc.  Pero este lugar tampoco es un bar o un café. La función es otra: en un principio, todos hemos acudido allí para asistir a la presentación de cuatro propuestas, y el dispositivo existe principalmente para que esto suceda. Lo curioso es que dichas propuestas, aun siendo el resultado de procesos, tiempos y planteamientos muy distintos, acaban por referirse al espacio en el ocurren. Finalmente parece que, más allá de las cuestiones concretas que cada artista se plantea, se trata de hablar de lo que el teatro, como tecnología de la representación, hace. O dicho de otra manera,  de lo que hacemos todos juntos (artistas, espectadores, organizadores, técnicos, etc.) allí congregados.
¿Recuerdan Trio A (The mind is a muscle) de Yvonne Rainer? Pues Lo que sea moviéndose así de Paz Rojo parece partir de un lugar parecido: una larga frase de movimiento ejecutada sin interrupción. Los movimientos de la madrileña son más esforzados que los de la americana y se alargan durante treinta minutos. Sin embargo, la contención expresiva, la luz uniforme, el silencio, algunos movimientos etc., son muy parecidos a los de la obra estrenada en Nueva York en 1966. Pero la cosa cambia cuando han pasado algo más de cinco minutos. El silencio se rompe y una voz se superpone al cuerpo que ejecuta movimientos. Aunque es una voz reproducida, amplificada, y emitida desde un lugar ajeno al que ocupamos, suena como si esa voz fuera la del cuerpo que se mueve. Habla de sí misma en primera persona. Se llama Mortadela. Queda claro que no es la voz impuesta y hegemónica propia del teatro burgués. Es la voz de ella, pero desplazada, separada de su cuerpo. A ratos la voz se convierte en música y la cosa parece que se hace más llevadera. Pero en cuanto acaba el tema se hace evidente  que el cuerpo va por un lado y su voz por otro. Entre medias, nuestra mirada a la que se le niega la experiencia anestésica y gozosa de la obra total, de la unidad, de la extraña unión sonido- imagen. El cuerpo esforzado, cada vez más agotado, parece un puro bulto desposeído. Sometido al discurso, a esa voz implacable sin carne, el cuerpo que vemos, remite a una ausencia desoladora: ella está, pero no del todo.  La escena se convierte en una enorme grieta, en una estructura en la que se realiza algo así como una trágica separación fundamental. Al final, el cuerpo es sustituido por una colección de imágenes reproducidas y proyectadas que bailan obedientes al tiempo del sonido amplificado. ¿Quién quiere un cuerpo teniendo un proyector?
Descanso
Para Caldo primordial, la propuesta de Societat Doctor Alonso, se ha colocado una pared de chapa blanca frente a las gradas y sillas, que hace de algo así como de fondo de escena que contiene la fuga y marca el espacio de la acción. Sofía Asencio y Ramón Giró esperan de pie en un extremo de la pared sin llegar a entrar del todo en la zona privilegiada por la iluminación. Algunos siguen hablando, las gradas crujen, las sillas se mueven, se oye el alterne en el bar… Pero poco a poco la cosa se va acallando. Ellos esperan. Aun quedan algunos ruidos y murmullos. Entonces explican la teoría del eco: toda acción genera un eco en el espacio que permanece después de que dicha acción desaparezca. Ellos creen en esa teoría y van a esperar a que se haga el silencio para comenzar. Así que siguen esperando. Entonces se hace evidente una inquietante realidad invisible: es nuestra atención de espectadores la que hace ruido y llena el aire de resonancias y ecos. El espacio se hace denso de expectación. Mientras sigamos mirando, va a seguir habiendo ecos y ellos no van a poder hacer sus cosas. Por suerte, el humor hace de analgésico. Y reímos ante la situación absurda. Ellos también ríen. La cosa se relaja y por fin encuentran el momento de comenzar. Llevan a cabo algunas acciones: nos dan lo que queríamos, objetos hacia los que dirigir la mirada  y olvidar el ruido que hacemos. Seguimos riendo todo el tiempo. Afortunadamente, el humor crea una superficie que hace más llevadera la situación. Nos ahorramos las gravedades y así es más fácil asimilar algunas cosas que se hacen y dicen. Sofía le explica a Ramón: “Todo esto se va a acabar un día…estamos solos y nadie nos puede ayudar…y nada, pues hay que seguir con ánimo”. Seguimos riendo.  Se ponen a cavar un túnel: el aire de la escena ha solidificado y se ha convertido en una materia densa en la que incluso, se puede abrir un agujero. Se ponen a ello. Inevitable acordarse de Claudia Faci cuando, arrodillada en el escenario del Antic Teatre, decía “habría que cavar un túnel hasta encontrar la salida” (You name it, 2010). Los trabajos de perforación se transforman en el gesto repetitivo del gato chino de la buena suerte: “suerte, suerte, suerte,…” nos desean a todos con su bracito incansable. Luego llevan el ventilador por detrás del fondo de chapa. Lo encienden y el fondo comienza a desplazarse lentamente hacia nosotros. Llega hasta los pies de los primeros espectadores sentados comprimiendo el espacio preparado para que los actores hicieran sus cosas. Ya no hay posibilidad de fugar hacia el fondo; no es posible esa profundidad que, como apuntó Peggy Phelan, da naturaleza a la perspectiva lineal y al teatro (Mourning Sex, p.27 y ss.); no hay un lugar más allá, distinto del que ocupamos los que hemos ido allí a mirar. Ese espacio que nuestra atención había llenado de ruido es empujado hasta que rebota en nuestras caras. El teatro se convierte en un espejo. Y seguimos riendo porque ¿de qué sirve agobiarse?
Descanso
Mauricio González se ocupa de la narración, es decir, del combustible que hace que la máquina del teatro funcione. Vestido con su peluca y camisa de príncipe y desnudo de cintura para abajo, hace el trabajo de reconstruir el relato de El lago de los cisnes, quizás el ballet más popular de entre todos los que permanecen en el repertorio desde el siglo XIX. Va directo al meollo de la cuestión, es decir, al segundo acto, cuando tiene lugar el fascinante encuentro entre el príncipe Sigfrido y el cisne. Mando a distancia en mano, desgrana una grabación de la (empalagosa) versión del Ballet de la Staatsoper de Berlín. Sus explicaciones van deshaciendo la convención, poniendo palabras a la pantomima, arrastrando la acción al lenguaje. Cuenta el cuento. Entonces aparece Wakefield Poole. Bailarín americano de los Ballets Rusos de Montecarlo (la compañía que, tras la muerte de Diaghilev en 1929, recompone el Coronel W. Basil y más tarde el famoso productor Sol Hurok, lleva de gira por EE.UU) que, al dejar la compañía, trabaja como director de cine y realiza una de las primeras películas porno gay, la famosísima Boys in the Sand (1971). La puerta que conecta el ballet y el porno es una breve secuencia de un documental en la que el mismo Wakefield Poole evoca su paso por la compañía de ballet y, al hablar de El lago de los cisnes, le embriaga la emoción. Esa emoción es la misma que se necesita para correrse viendo Boys in the Sand. Llegado a ese punto, Mauricio González hace lo mismo que hizo antes con el ballet: proyecta la película, y mando a distancia en mano, va poniendo palabras al relato. Y, entonces sucede la hilarante maravilla: se trata del mismo cuento. Basta con poner en juego la analogía y, de inmediato, los relatos se superponen con una precisión alucinante.  Se hace evidente algo que muchos llevamos sospechando algún tiempo: la excitación propia del ballet y la excitación propia del porno, tienen mucho que ver quizás porque son producidas por estructuras de representación muy similares. Después de hacer esta brillante conexión, Mauricio González no va mucho más lejos. Quizás no hay necesidad. El cuento, ya se ha contado.
Descanso
La cuarta razón de la noche,  la videoplaylist  de Txalo Toloza a partir de las videoplaylist de Teatron. Cita de la cita, de la cita, de la cita….

Jaime Conde-Salazar

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