“CON EL SUEÑO…”, texto de Oscar Cornago

Con un sueño entre los dientes no se duerme
Texto de Oscar Cornago
Exfestival lp

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Imagen de L’Alakran: Efthymia Zymvra/Ana Costales

En el sueño había una obra y en la obra un sueño, pero no se ve claro ni el sueño ni la obra. Me despierto intentando atraparlo. Era una obra que creía conocer, pero no conseguía saber de qué se trataba, ni quién había. Creo que este interés y estas ganas por localizarlo, por situarlo y darle un lugar formaban parte también del sueño, o era sobre todo eso el sueño, el intento por ponerlo en escena. Así desperté, preguntándome qué habría traído ese sueño a mi cabeza. Busco entre lo último que he visto estos días en el LP para tratar de encontrarle un referente, pero se me va como el agua entre los dedos. Creo que debía aparecer Bea Fernández, es como si la obra podría haber sido suya, pero reviso todo esto de forma más consciente y nada coincide con nada. En mi lucha contra el sueño estoy perdiendo.

La obra podría ser de esas que llamaríamos “relacional”… ¿qué será eso?, hay conceptos que mejor no se hubieran inventado, o el problema no será de los conceptos, sino del uso que se hace de estos: convertirlo en un casillero para identificar cosas, y entonces esas cosas aparecen como ya pensadas, colocadas en el lugar que les corresponde. ¿Pero qué lugar le corresponde a las cosas?, ¿es que las cosas no se mueven? Dar algo por ya pensado no es la función de los conceptos, sino más bien lo contrario: invitar a pensar algo, esa puede ser la función de un concepto, de una idea, de una teoría. Tratar de hacer algo visible, como en este sueño, pero sin matarlo, sin quitarle el movimiento. Es como entrar en relación: no se trata de acabar con el otro, sino de estar con. Lo otro, dar las cosas por cerradas, por ya pensadas, dejarlas inmóviles, pertenece a otro campo, es algo más policial, se trata de un juego de poder en el que uno trata de ganar al otro, pero aquí no se trata de ganar, sino de estar, de estar con.

Al teatro no le cupo la suerte de entrar en el casillero de las artes relacionales. (Me pregunto qué pensaría Oskar Gómez de esto.) Seguro que Bourriaud tenía sus buenas razones. Pero esto no lo vamos a discutir ahora. Ahora vamos a proponer que relacional es todo el arte por definición, desde el momento en que el arte es arte al exponerse a los demás, y no antes. No es que sea primero arte, y luego se expone, sino que es arte por el acto de exponerse, de mirarse y hacerse frente a los otros. En el campo de las escénicas esto queda bastante claro, aunque hace ya tiempo que esta consciencia se ha ampliado al resto de las artes. Este giro escénico o performativo o como lo queramos llamar nos permite llegar hasta el concepto de “arte relacional” como un momento en el que esta necesidad se puso de manifiesto con cierta urgencia hasta convertirse en centro de la creación artística. Pero de algún modo siempre estuvo ahí, de algún modo todo estuvo siempre ahí. El arte propone —te propone— una relación, una posibilidad, con el otro, con lo otro, con lo desconocido. Y allá cada cual con lo que hace con eso.

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Imagen de L’Alakran: Efthymia Zymvra/Ana Costales

La obra de este sueño era de este tipo, “relacional”. Lo más parecido que se me venía a la cabeza era La caña de Pablo Caruana, artista donde los haya. Pero tampoco llegaba al sueño desde ahí, aunque me acercaba. Estaba entre el no lugar del sueño y el no lugar del referente con el que poder “identificar” el sueño, o entre el no lugar de la obra (soñada) y el no lugar de lo que me haría entender el sueño. Estaba, como estaba Toni Orrico, en realidad como estamos todos, entre medias, entre dos lugares no identificados; la identificación de esos lugares hubiera acabado con ese estar entre, y yo hubiera continuado durmiendo plácidamente.

Traté de reconstruir la obra a partir del espacio de La caña repasando al mismo tiempo lo que había visto últimamente. Y pensé que cualquier obra podría reducirse de alguna manera a una caña, a un acto de confesión —que diría Kantor— en mitad de una caña, o en mitad de cualquier otro sitio. De fondo la barra, a la izquierda, apoyado en ella, el “artista”, que me cuenta su obra, me la confiesa, y a la derecha, yo. Hay una cierta simetría, pero nadie habla, no hace falta una pregunta previa, porque lo que se cuenta es la obra ya hecha, y los dos la hemos conocidos, aunque de manera distinta, el artista y yo, que le miro callado mientras hace como si me la cuenta, mientras me dice lo que ha querido hacer, lo que soñó con hacer, y sus palabras se hacen realidad al no pronunciarlas. La obra se reconstruye extraña, teatral. En algún momento le dejo de ver, queda la neblina del castillo en el aire y detrás aparece otro parecido a mí, pero distinto, mirándome a mí mismo, también callado.

Como ocurre en los sueños, al despertar estás solo, tú y tu sueño, uno más irreal que el otro. En realidad yo también estaba solo en ese bar y en ese teatro y en esta cama, pensando en lo que pasa después de que todo ya pasó (la obra), o en todo lo que ocurre después de que nos cuentan todo lo que ocurrió (la historia). Y cómo en ese lugar, inesperado y secreto, sucede algo —una vibración, tal vez— que pone en movimiento las cosas, y que no aparece en las historias, ni en las hitorias del teatro, ni en las historias de la gente, ni está tampoco en las obras, pero que las mantiene en movimiento. Que no cabe en los libros, ni en las críticas, ni en las teorías, ni siquiera en las opiniones, pero les da vida.

El momento importante de este texto, o de este sueño, está entre los dos últimos párrafos. Tiene que ver no tanto con esa escena en la que algo pasa, algo pasa entre los dos, entre la obra y yo, entre el actor y la obra, entre tú y yo, sino sobre todo con un instante inmediatamente posterior, apenas perceptible, en el que sólo está lo que está pasando. Ese es el momento importante, cuando sólo está lo que sucede, y todo lo demás son sombras proyectadas por ese acontecimiento que tiene lugar entre medias. Es como el barco que succiona todo cuando se hunde, así el acontecimiento se lo traga todo, como un agujero negro en el espacio. Esa pequeña explosión absorbe por un instante lo que hay alrededor y sólo queda eso, nada.

En el momento siguiente se desvanece, y vuelven a aparecer las figuras, confusas, como despertándose de un sueño, sabiendo que algo ha pasado, pero sin saber bien qué. Y ahí es cuando se trata de dar forma a ese acontecimiento (caso de que aconteciera algo). Ahí vienen las lecturas, los criterios, las teorías, el me ha gustado o no me ha gustado, el me aburrió, el me gustó el final, el me pareció increíble la segunda escena, el es lo peor que he visto en mi vida, el no entendí nada, el no está mal, pero estaba mejor lo otro que hizo… y todo eso se queda tan corto, tan lejos de lo que realmente pasa, de lo que realmente está pasando (ahora).

Imagino a Oskar Gómez confesándome su pesadilla más oscura (después de volver de misa), pero también su sueño más lúcido, aquel en el que los objetos toman vida, se animan, y comienzan a interrogar a los hombres, a interrogarlos sin palabras, por medio de esas vibraciones, de las ondas que ponen en contacto todos los puntos del universo a lo largo de una historia no escrita. El hombre, claro está, no se entera de nada, porque además Óskar Gómez va vestido de payaso y te lo cuenta como si fuera un bufón. Al comienzo te hace reír, pero luego ya no sabes ni lo que está pasando (ni lo que tienes que pensar) y desaparece la risa. Hubiera sido una gran noche, qué pena que este sueño sólo dure un momento.

O imagino a Juan Domínguez contándome su sueño más plácido, tan plácido que no hacen falta palabras, porque ya están ahí todas las palabras. Todo se mueve con la velocidad que tienen las cosas cuando ya han pasado. Es un tiempo lento en el que ocurren gestos, miradas, acciones, sonidos, risas, todo es muy raro, como en los sueños, y también muy gracioso. Todo es muy teatral, pero muy callado. El teatro siempre ha sido algo raro, sólo que fuera de los sueños pasa por ser normal, cotidiano, de tanto repetirlo al final ni lo vemos, ni nos vemos. Pero en este teatro todo pasa una vez y se ve cómo pasa, todo se vuelve a repetir una sola vez, que no es la última ni la primera, pero que sólo puede ser esa, la vez que yo lo estoy viendo, con la lógica sencillez que rige otros mundos.

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Imagen de Blue: Efthymia Zymvra/Ana Costales

Yo escucho a Juan, que no dice nada, y le entiendo. Le miro y tomo un trago de la caña. Estos encuentros son silenciosos, ocurren en un instante, no hay tiempo para meter palabras, porque la potencia del momento las haría imposibles. Son las promesas del arte, que son distintas de las promesas de la historia. Estas buscan su sentido en la realización de aquello que prometen, esa sería su victoria; mientras que las promesas del arte se cumplen en el mismo instante en el que se hacen. De lo demás se hará cargo la historia, al despertar y olvidar (con lo que soñó).

Estos momentos incidentales están fuera por necesidad. Tienen que ver con el arte y con muchas otras cosas, que estallan a cada momento en puntos distintos del universo; tienen que ver con la política entendida como el estallido fugaz de una multitud, luego vendrá la otra política, convertida en historia (de la política); y tienen que ver también con el deseo, y el amor, y el miedo, y la risa.

Momentos así son trascendentales, como ningún “resultado” histórico puede serlo. Son lo que Spinoza denominaba lo eterno, y son tan multitudinarios como las estrellas en un universo en expansión.

Esto es de un libro de John Berger que se titula Con la esperanza entre los dientes, y que estaba leyendo ayer por la noche. En algún momento, sin saber bien por qué, dejé de leer, cerré el libro y me fui a la cama.

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