Los teatreros salvajes

(En homenaje al Maestro Bolaño, por su novela de casi el mismo nombre. Salvando las distancias.)

El 17 de julio de 1992 yo cumplía 19 años. Era lunes y ese mismo día era mi primer día en la Casa del Teatro, una de las mejores escuelas de formación actoral de México. Esa mañana llegue tarde y con resaca. No asistí a la primera clase que era expresión corporal del maestro Jorge Vargas y esperé en un salón a que se hiciera el cambio de clase. Así que aproveche para descansar un momento y cerré los ojos, no llegue a dormirme cuando escuche que abrían la puerta y entraba un hombre de 55 años, moreno, con el pelo largo y entrecano con lentes, que asomaban una mirada intensa, directa, como la de un francotirador que observa su objetivo y que tiene el control periférico de todo el espacio, su cuerpo era grande, no puedo utilizar la palabra gordo, porque no es correcto, pero su cuerpo me sorprendió porque era muy robusto, de huesos gruesos, anchos, al igual que sus piernas, su cara, su cabeza, su cadera, sus manos, vestía con un chándal oscuro, una sudadera de manga larga también oscura, pero lo que me sorprendió fueron dos cosas: una era un chal de la India que le cubría totalmente el cuello y le caía hasta el estomago, y unos zuecos de madera, que hacían zap, zap, cada que daba un paso, en el parket del salón. Traía en las manos una pandereta. Buenos días, me dijo y cómo si se tratara de un resorte me levante del pupitre y le regrese el saludo, después salio del salón dejando una estela de perfume que me recordó al perfume que utilizaba mi abuelo, creo que el perfume se llamaba Brut, y que era de botella verde con una pegatina garigoleada que me recuerda a los adornos que les ponen a los vinos antiguos. Era el maestro Rogelio Luévano, en ese momento no pensé en la influencia poderosa que iba a ejercer en mi vida actoral y personal.

 A los 15 minutos el grupo terminaba la clase, y pude conocer a los integrantes. Todos eran de mi  misma edad. Contándome a mí, éramos diez. Todos estaban completamente sudados y excitados, porque el Maestro Vargas los puso a correr como jamelgos y todos bebían agua como desesperados, unos me saludaron, otros pasaron de mí, pero recuerdo un grupo de tres chicas que hablaban entre si, diciendo lo exigente que había sido la clase y la putiza que les habían metido. Inmediatamente entro para mí sorpresa el Maestro Luévano y dijo:- Buenos días y todos dieron replica, menos yo, porque yo ya lo había saludado antes. Entonces el Maestro dio un golpe en su pandereta y dijo:-¡¡¡Y va¡¡¡ y como si fuera la trompeta que utiliza el ejercito para dar la diana, todos nos pusimos atentos desde el lugar en donde estábamos. Y la clase comenzó.  Nos puso a correr por el espacio, luego nos hizo caminar en círculo durante más de media hora y nos daba instrucciones mientras caminábamos, nos decía cambio de dirección, vuelta, vuelta y media, otra vez cambio de dirección, vuelta, dirección contraria, etc, etc, pero siempre al ritmo de la chingada pandereta, no dejaba de tocarla, hubo un momento en que me sentía en una clase de circo mas que en una clase de actuación. Luego, nos puso hacer abdominales a lo bestia con ayuda de un compañero, enseguida sentadillas, luego planchas, me recordaba a mi entrenamiento de futbol americano. Hasta que llego un momento en donde nos tiro en el suelo y nos hizo un ejercicio de relajación, profundísimo. Escuchen el sonido mas lejano, ahora escuchen el sonido mas cercano, sientan su cuerpo como toca el suelo, que partes de su cuerpo tocan mas, que partes tocan menos. A mí ese ejercicio me encanto, cuando termino ese ejercicio volvimos a la realidad armoniosamente, poco a poco hasta que quedábamos en pie, recuerdo ver al Maestro y ver que el también estaba sudado como nosotros. Entonces, nos sentó en el suelo y nos dijo: Quiero, que con una acción, con un movimiento corporal me digan que es para ustedes el “Ridículo” Exprésense sin palabras, escenifiquen una acción, utilicen lo que quieran de su cuerpo, menos las palabras. Cuando yo pase al escenario hice como si estuviera tarado, como si no me diera cuenta de lo que pasaba a mí alrededor, y ponía cara de dormido. Recuerdo que una chica se tiro al suelo y soltó un grito enorme que lleno el salón y retumbaron las paredes, y yo pensé que representaba un berrinche, luego otra chica hizo el clásico resbalón y que los que observan se ríen de esa persona que se resbala, también recuerdo el de un chico que hizo como si estuviera borracho combinándolo con estiramientos y acrobacias casi imposibles. Cuando pasamos todos, reflexionamos sobre el ridículo. El Maestro menciono que sea lo que sea para nosotros el ridículo, teníamos que olvidarnos de ello. El ridículo en la vida del actor, no existe. Y añadió, mucho menos cuando un resbalón es motivo de risa. Por primera vez en mi vida, sentí miedo. Miedo a decir o hacer cosas sin justificación, cosas impunes.

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