Entrevista sobre Amateur (final)

Presento Gibbons amateur en el Antic Teatre los días 29 y 30 de junio y 1 y 2 de julio. La semana pasada publiqué la tercera parte de esta entrevista que Master me ha hecho para hablar en profundidad de Amateur con motivo de estas actuaciones. Aquí va el final de esta larga conversación, acompañada de ilustraciones de Olga Alvarez. Si queréis saber más os espero en el Antic.

Ilustración de Olga Alvarez

En el Nyamnyam la gente comía y bebía en tus intervenciones. ¿Habrá comida y bebida en el Antic?

Comida no creo. Bebida, si el Antic deja entrar bebidas a la sala, sí y si no, no. He decidido que Amateur debe ser lo más ecológico posible, es decir, debería intervenir lo mínimo posible en el espacio donde tenga lugar cada vez. Comenzó en una casa donde se comía y se bebía, al mediodía, con luz natural. En Pradillo pasó en el interior de un teatro con las paredes pintadas de negro, de noche. En ese caso había una barra en el interior y las gradas para el público estaban recogidas para que el público se pudiese mover por toda la sala y montar fácilmente el resto de propuestas de la noche, que era una sesión compartida con otra gente. El público podía verlo de pie, en la barra o sentados en el suelo sobre cojines. Tanto Gibbons amateur como Goldberg amateur podrían presentarse en diferentes tipos de espacios y condiciones. He decidido que trabajaré con lo que haya en cada lugar. Solo pongo una condición: un piano clásico decente. Porque Amateur también va de eso, de reivindicar viejos sabores ancestrales que estamos perdiendo. Yo amo la música electrónica pero no quiero perder la sensación del impacto sonoro en mi piel de unas cuerdas golpeadas por unos martillos.

Pero, los que estuvieron allí, dicen que en el Nyamnyam el día que probabas Gibbons amateur el ambiente fue muy diferente que cuando llegó el turno de Goldberg amateur.

Sí. Gibbons fue primero. La gente estaba sentada a la mesa. Se servía la comida: primer plato, segundo plato y postre. La gente había entrado montando el follón habitual pero Ariadna Rodríguez, del Nyamnyam, pidió silencio al entrar. Eso no estaba previsto y lo cambió todo. Yo estaba escondido en una habitación y cuando entré y me puse al piano se creó un silencio respetuoso, denso, sin llegar al silencio sepulcral habitual en una sala de conciertos de música clásica porque mientras tanta gente come, con sus platos, cubiertos y copas, es imposible. Estuvimos así una hora y, cuando me giré, al acabar, para sentarme a la mesa con los demás y comer lo que me habían dejado, como estaba previsto, me di un susto al ver la cara de la gente. Caras de gente un poco ida. Llevaban una hora en silencio, comiendo comida rica haciendo esfuerzos por no hacer ruido, mientras leían en la pared unos subtítulos que no paraban de contar cosas y escuchaban esa música maravillosa de Gibbons interpretada al piano a un metro de su cara. La mayoría no estaban acostumbrados a escuchar un piano en directo a un palmo de su cara ni a la música de Gibbons (que a mí ya he contado que me impactó mucho la primera vez que la escuché) y muchos volaron a otro plano de la realidad. Algunos vinieron a darme las gracias por haber creado las condiciones para disfrutar de ese rato de calma, paz y trascendencia que habían tenido. A pesar de que los textos tienen cierto humor, me alegro de que alguna gente del público me hablasen de trascendencia. Lo cortés no quita lo valiente.

Ilustración de Olga Alvarez

¿Y por qué no repetiste el formato en las siguientes sesiones del Nyamnyam, con Goldberg amateur?

Porque hablamos con la gente del Nyamnyam y pensamos que nos habíamos pasado, que queríamos huir de la trascendencia de un concierto de música clásica y habíamos reproducido el mismo contexto. Por supuesto, no era exactamente así, pero por un momento pensamos que había que romper eso aún más. Y entonces pensamos en quitar las mesas, poner dos barras (una con comida y otra con bebida) para que la gente se tuviese que mover… un poco como sería un concierto de rock, como modelo contrapuesto al clásico. Además, había música sonando alto cuando yo entré y paré la música para decirles que iba a interpretar las Goldberg pero que no se preocupasen por mí, que estaría bien (se lo dije un poco irónicamente, como quien se va a meter en un performance un poco chunga) y que no me importaba que hablasen mientras tocaba porque me daba la tranquilidad de que había vida a mi alrededor, o algo así.

Y la gente se desmadró.

Normal. La gente interpretó que esto era una performance en la que hay alguien ahí haciendo algo difícil y largo como interpretar las Variaciones Goldberg al piano y que les invitábamos a que se comportasen como si estuviesen tomándose el aperitivo en un bar. Y era cierto, huyendo de las convenciones del concierto de música clásica, les estábamos induciendo a eso. Pero, claro, había unos textos proyectados bombardeando constantemente que si no les prestas atención te pierdes la historia. Y yo estaba tocando las Goldberg, que son maravillosas, pero la experiencia, como puedes suponer, no fue la misma que cuando tocaba Gibbons. Hubo gente que me felicitó por el ambiente que se había creado pero hubo otra gente, bastantes más, que se me quejaron un poco. Me dijeron que lo que molaba era encontrar ese momento contemplativo en unas vidas que normalmente ya tienen de lo otro, lo del follón y el bar, todo el rato. Lo curioso es que yo toqué muy relajado, sin ninguna presión, aunque era la primera vez que tocaba las Variaciones Goldberg enteras delante de alguien. Pero lo que dice Maria Dolors Aldea, una gran cantante a la que he tenido el placer de tratar: lo importante no es lo que sientas tú sino lo que sienta el público. A veces hay que pasarlo mal para que la gente lo pase bien, supongo que es lo que quiere decir. Yo no sé si estoy de acuerdo con eso pero entiendo lo que quiere decir. La siguiente sesión insistimos en el formato pero intentamos que no se descontrolase tanto. No estuvo mal pero, con el tiempo, me hizo reflexionar, sobre todo después de presentar Gibbons amateur en Pradillo. Allí la gente tenía más o menos las mismas condiciones iniciales que en las últimas sesiones del Nyamnyam, aunque era de noche y la sala estaba oscura (aunque con las puertas abiertas por decisión mía, siguiendo con este rollo de huir de los formalismos clásicos). Pero en Pradillo, donde había unas 80 personas, muchas más que en el Nyamnyam, capaces de montar mucho más follón, pues la gente optó por el silencio, un silencio similar al que había experimentado en la primera sesión de Gibbons. Y volvió a crearse esa sensación de contemplación y escucha. Y entonces me di cuenta de que, sin forzarlo ni pedirlo ni sacralizarlo, eso está muy bien y hay mucha gente esperándolo.

¿Pero esperando el qué, exactamente?

Hay mucha gente deseando abandonar esta vida para encontrarse con otra realidad. Por eso beben, toman drogas, escuchan música y follan como locos todo lo que pueden. A mí también me pasa. Pero hay otras maneras de llegar al mismo sitio. La música es una droga muy poderosa. Te permite salirte de ti, elevarte, fundirte con el cosmos, entrar en otra realidad y desaparecer. A mí me gusta esa sensación, perder de vista esta realidad miserable (en muchas ocasiones) en la que vivimos y transportarme a otra en la que me encuentro con Bach o con Gibbons, y por eso estoy totalmente enganchado y no puedo dejar de tocar el piano por mucho que lo intente (y lo he intentado varias veces). Para eso debería meterme en el Proyecto Hombre o algo así. Y, aunque conozco a mucha gente que lo ha dejado, yo paso. Porque la música es una droga dura, engancha como la heroína pero, a pesar de que si no la controlas te puede llegar a volver loco, en general no parece que sea algo perjudicial para la salud y hasta está bien vista socialmente (y más si hablamos de música clásica, que tiene hasta un halo de respetabilidad). Pero sobre todo no dejo la música (y en mi caso la práctica del piano), como diría Pablo Gisbert, porque mola. Es una razón poderosa para hacer cualquier cosa: porque mola.

Ilustración de Olga Alvarez

Comparas la música con la droga y hablas de los yonkis como gente respetable.

No sé si hablo de los yonkis como gente respetable pero lo que digo es que estoy de acuerdo con William Burroughs cuando dice que no es verdad que la vida de un yonki no tenga ningún sentido. Dice que el yonki tiene más claro que nadie el sentido de su vida: conseguir la próxima dosis. ¿Y si cambiamos heroína por música? Entonces el sentido de mi vida es conseguir la próxima dosis de música, sentarme al piano y flipar durante un par de horas al día inmerso en la música de Bach, de Gibbons o de quien sea que me dé material para flipar. O construir ese material yo mismo. De hecho, no creo que la cosa sea muy diferente de la literatura, por ejemplo. Leer o escribir es algo que necesito tanto como respirar. Si en mi vida falta música o literatura comienzo a ahogarme, me asfixio, me pongo enfermo. Por extensión podríamos ampliarlo al arte en general. También a la cocina, al cuerpo (el sexo, el deporte, la actividad física) o la naturaleza. Al final llegas a la conclusión de que esa desconexión alucinógena a través de todo lo que proporciona ese tipo de placer no es más que una conexión con la Vida (en mayúsculas), más que una desconexión de la realidad. Y eso es lo que busco, conectarme con la Vida. Lo que pasa es que esa Vida muchas veces no coincide con esta otra vida (en minúsculas) que se supone que tenemos que vivir. Por eso me escapo. La música para mí es una de las llaves que abre esas puertas de la percepción sobre las que escribió Aldous Huxley.

The Doors of Perception, joder, ese libro es la hostia.

Sí, pero no sé si alguien se lo ha leído bien. Huxley dice en ese libro que es triste ver cómo la gente utiliza las drogas para escaparse de sus vidas. Él dice que si nos metiéramos a fondo en la realidad no habría ninguna necesidad de huir de ella porque la realidad lo tiene todo, absolutamente todo lo que necesitamos para que nuestra vida sea maravillosa. Pero supongo que tendríamos que hacerlo todos a la vez para que funcionase…

Ilustración de Olga Alvarez

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