Imagen promocional de la primera entrega de la Trilogía del Absurdo, de Los Torreznos en el CDN.
Hace un par de semanas fui a ver varias piezas del Festival de Otoño. Fui a ver todo lo que pude, también (no en el Festival) la primera parte de la Trilogía del absurdo de Los Torreznos. Ahora vienen casi dos meses en que no podré ir al teatro, porque estaré yendo a ver la misma obra (pero cada día una función), algo que por otra parte me apetece muchísimo (nada más inagotable que una relación honda con un mismo material, frente a la posibilidad continua de agotarse en la búsqueda insistente de “otras cosas”).
En las tres piezas del Festival que vi ese fin de semana hubo participación.
Estaban dirigidas por Conchi León, Lukas Avendaño y Alain Platel, respectivamente, y en los dos primeros casos interpretadas por ellxs mismxs). Cuando digo participación, digo que directamente se alentó a lxs espectadorxs a hacer algo, y en uno de los casos incluso se llevó a alguien de su cómoda butaca al inhóspito escenario, haciéndosele participar de una boda performativa (si es que no lo son todas).
Veamos de qué estoy hablando.
Conchi León en ‘Cachorro de León’, imagen de la web del Festival
Caso uno: Cachorro de León, de Conchi León, es una pieza confesional, sobre la infancia de su autora, contada en primera persona, y rota por un padre ultraviolento que agredía a su esposa ante la mirada forzosamente acostumbrada de sus hijos. La pieza se abre como un discurso de rechazo frontal a este padre violento, luego se nos cuentan sus barrabasadas con pelos y (traumáticas) señales, y finalmente se acaba produciendo una redención, o al menos la autora acepta que incluso un individuo tan censurable puede tener (y tiene, según ella) aspectos positivos.
A lo largo de la pieza se nos habla, además, de una estirpe, una generación, una ralea de hombres que no saben relacionarse con mujeres: violentos, posesivos y alcohólicos, pero también expuestos a condiciones laborales y vitales atroces que en algunos casos llegan a provocarles malformaciones irrevocables. Finalmente, uno de estos hombres, apodado “el pulpo”, y prácticamente desprovisto de brazos a causa de las maniobras temerarias de su propio padre al volante del coche familiar, se nos muestra como un ejemplo de autosuperación (palabra que suena a centro comercial).
Hay algo en todo esto de moralizante, de condenar o salvar, de cuento o fábula moral rudimentario, pero también es verdad que la pieza se sostiene sobre una actuación abrumadora e interesante, la de Conchi León en persona, como voz de su experiencia. Nos cuenta lo que no se puede contar, y lo leemos (más que en su relato) en su presencia.
Ahora, el momento participativo: En pleno relato, la luz del público se enciende, y entre bromas y guiños a la platea, se nos convida a unas cervezas. La obra se distiende y tardamos unos minutos en volver al relato.
Caso dos: Alain Platel, reputado coreógrafo belga, nos hace asistir al Coup Fatal: un concierto con coreografías, con dirección musical de Fabrizio Cassol. Se trata de una coproducción belga-suizo-congoleña (¿se escribe con guiones?) que mezcla rasgos de la cultura africana con otros eminentemente europeos (arias de ópera). Los músicos congoleños hacen un trabajo extraordinario, pero el ritmo no acaba de levantar la energía de la sala. La combinación entre el barroco y la rumba congoleña, en que el contratenor se convierte a menudo en el centro de gravedad de la cosa, parece una operación salvífica para la conciencia colonialista, con coreografías saltimbanquis y genéricas.
La troupe de ‘Coup Fatal’, imagen de la web del Festival
El único rasgo verdaderamente problematizante en esta “fiesta multicultural” (como la describe el programa) son las cortinas hechas con casquillos de bala. Desde el patio no parecen balas.
¡Participación! Unos recortes iluminan dos laterales de la platea y descienden tres de los intérpretes, que con risa forzada sacan a un baile (forzado también) a unos espectadores. Más adelante, volverán al patio, esta vez para sostenerse sobre los brazos de las butacas con la ayuda de quienes se sientan en ellos, para elevarse sobre la platea (¡empoderamiento!).
Lukas Avendaño, imagen de ‘Catalunya plural’
Caso tres: en Réquiem por un alcaraván, de Lukas Avendaño, este performer, antropólogo y coreógrafo mexicano se presenta semidesnudo y vestido de novia, cuestionando las convenciones de género en un ritual de boda y luego en una especie de procesión dedicada a una Virgen. En estas celebraciones toma a un espectador de la primera fila, que será permanentemente utilizado (esta me parece la expresión adecuada) para la ejecución de las escenas. Se le hace bailar, desfilar, sujetar un estandarte y se le inunda en confeti.
Pero también (¡más participación!) se escoge a otrxs dos espectadorxs para servirnos mezcal a lxs demás, y es verdad que después del trago estoy más dentro de la fiesta.
Después de haber participado tanto, salí corriendo y me metí a ver lo de Los Torreznos en el Centro Dramático Nacional, una obra en la que no había nada de participación. Durante una hora, el dúo Vallaure-Lamata pensaron en voz alta con todxs lxs que estábamos. Pensamos en las convenciones, en los presupuestos y en las instituciones, nos reímos pensando juntxs y nos agitamos, ellxs en escena y cada espectadorx en su butaca.
No podía ya dejar de preguntarme por estas cosas que pasaron, por esto de la participación, y qué es, y por qué tanto alcohol y baile.
¿Qué es participar? ¿Lo importante es participar? ¿Por qué siento que participé más en lo de Los Torreznos, sin moverme de la butaca y sin bailar ni beber, que en estas tres piezas que he descrito?
Aquí van algunos pensamientos, de los que puede que participes (o puede que no):
- Las piezas abiertas dejan entrar y salir, no obligan a participar. Con Los Torreznos compartí un espacio. En todo momento estuvimos bajo la misma luz, nos miramos a los ojos. En los otros casos, aparecía la luz de público como aviso de que venía el momento, como si se encendiera un cartel luminoso (¡OJO! ¡Participación!). Saberse parte de lo mismo, tomar parte, esa es la etimología de participar. No ser camelado o empujado a algo.
- Una fiesta, una conversación o cualquier otra situación no es algo en lo que se toma parte automáticamente por el hecho de ser empujados a beber o a bailar. Estar lejos, ya lo sabemos, no es solamente una cuestión de proxemia.
- Un discurso es siempre un discurso, por mucho que te emborrachen para escucharlo. Algunos discursos cuentan contigo, y son construidos también por el que escucha. Otros se dicen en un lugar y unx sabe que no es parte de ellxs aunque aparentemente le estén siendo dirigidos.
- Como dice Oliver Sacks (un neurólogo, o sea poco sospechoso de la endogamia gremial que pueda tener yo en la mirada), “Cada acto de percepción es también un acto de creación, y cada acto de memoria es también un acto de imaginación”. En otras palabras: estoy percibiendo e imaginando; ya estoy haciendo esta escena con quienes están en escena.
- Mi cuerpo también es un cuerpo. Tautología para decir que sí, que hay gente bailando, actuando, diciendo, pero también hay gente sentada, y que todo es parte de lo que está pasando. El patio de butacas es también un modo de coreografiar, y mi cuerpo de espectador está siendo coreografiado por lo que pasa y por la disposición en que me piden estar, y la obediencia (o no) a ella.
Me acordé de este texto, ya viejo pero otra vez nuevo, de Rancière (‘El espectador emancipado’): “¿Por qué identificar mirada y pasividad, sino por el presupuesto de que mirar quiere decir complacerse en la imagen y en la apariencia, ignorando la verdad que está detrás de la imagen y la realidad fuera del teatro? ¿Por qué asimilar escucha y pasividad sino por el prejuicio de que la palabra es lo contrario de la acción? Estas oposiciones -mirar/saber, apariencia/realidad, actividad/pasividad- son todo menos oposiciones lógicas entre términos bien definidos. Definen convenientemente una división de lo sensible, una distribución a priori de esas posiciones y de las capacidades e incapacidades ligadas a esas posiciones. Son alegorías encarnadas de la desigualdad. Por eso es que se puede cambiar el valor de los términos, transformar el término «bueno» en malo y viceversa sin cambiar el funcionamiento de la oposición en sí. Así, se descalifica al espectador porque no hace nada, mientras que los actores en el escenario o los trabajadores afuera ponen el cuerpo en acción. […] La emancipación, por su parte, comienza cuando se vuelve a cuestionar la oposición entre mirar y actuar, cuando se comprende que las evidencias que estructuran de esa manera las relaciones del decir, del ver y del hacer pertenecen, ellas mismas, a la estructura de la dominación y de la sujeción.”
