Cuatro horas y no hay tiempo

Bajazet es una obra arrolladora donde dos textos separados por tres siglos dialogan desde el conflicto y la necesidad de provocar y aspaventar. Frank Castorf convierte el escenario en un espacio donde colisionan la búsqueda del poder y del amor, reinventando la estética, alternando la dramaturgia clásica con formas que podríamos calificar – a riesgo de desgastar el concepto – de posmodernas. Las proyecciones audiovisuales (con las que fue pionero) permiten la simultaneidad en escena: por un lado, está lo que ocurre a ojos del espectador y por otro, lo que sucede fuera del escenario o dentro de estructuras cerradas, a las que solo puede acceder una cámara que se ocupa de reproducir en pantalla la acción que no vemos. Además, hay alusiones directas al espectador para desmenuzar el tiempo con la sacudida del presente.

Los diálogos se entrecruzan, suenan voces remotas mezcladas con una jerga tremendamente actual porque el tiempo ha saltado por los aires: el presente, el pasado y el futuro se anulan, se vuelven poliédricos, se quiebran con la irrupción de vídeos proyectados en pantalla, escenas cotidianas, un humor cercano, hasta despedazar el tiempo, que colisiona y se dilata. Y luego llega esa necesidad de mirarlo tranquilamente, rendirse ante él y sentirlo durante las cuatro horas que dura la obra.

Si bien toda comparación es odiosa, hay algo que nos recuerda a la ingravidez de la compañía Peeping Tom, al desbordamiento de Angélica Liddell o al movimiento canallesco de Mammón. Un poco a la manera de este teatro más mezquino y desarraigado, aquí los personajes hablan y ríen y se enfadan y gritan por el puro placer de pasar el rato, mientras algo tormentoso les inquieta. Se niega la búsqueda ansiosa de camuflar el paso de los acontecimientos y se reta al espectador a vivirlos sin más distracciones que el propio tiempo.

Es en esa reivindicación y revolución contra toda forma manida donde la palabra deja de tener únicamente la función de comunicar, sino de perturbar, herir, desafiar su valor, llevar al que la escucha a otros lugares menos comunes, al límite, para reconsiderar el uso que hace uno mismo del lenguaje. Por eso hay silencios que incomodan, ruidos, conversaciones simultáneas. La lengua se ha roto. Ya no queda un orden lógico y coherente, solo el agotamiento de los cuerpos que buscan algo y no lo encuentran del todo, como boqueando en la orilla de una playa.

Esta atemporalidad oscila entre la palabra y el tiempo porque el conflicto es uno y siempre el mismo, recogido en distintos siglos. Ahora podemos mirarlos reunidos: la grieta, la pesadilla, la pasión, la neurosis y la lucha por acapararlo todo porque nada es suficiente. Una batalla que no acaba nunca. Es la guerra que idiotiza al ser humano. A Roxane, la protagonista, solo le falta el amor de un hombre que no le corresponde. No puede librarse de aquello que no tiene. Es la náusea de haberlo probado todo sin que nada la sacie. El vómito, la suciedad, la comida y la saliva construyen y destruyen el espacio. Las pasiones son la escenografía, caótica y enferma.

Y estar sentada en la butaca, esperando a que pase algo, a que alguien diga dónde empieza y termina la historia, solo inquieta y confunde y dan ganas de salir porque nada queda claro. Pero hay un momento de inflexión, una anagnórisis que llega tarde y nos toma desprevenidos. En este tiempo que nos hemos ido moviendo incómodos en la butaca, el texto ha vuelto la mirada hacia nosotros y ahora vemos cómo nos habla y nos dice que somos débiles, que nos aterra mirar cara a cara el desorden, el vacío y la soledad, y aguantarla y soportarla. Al entrar al teatro uno tiene la convicción y el temor de que va a hablar de verdad.

Estamos, en fin, ante una propuesta que, más allá de romper el horizonte de expectativas y burlar las formas normativas del teatro, muestra un mundo que se cae a pedazos, donde nadie sabe qué amar, no conoce el deseo, pero desesperadamente lo busca.

 

 

Carla M. Nyman