GUíA MíNIMA PARA DEVENIR MANADA (Gonzalo Abril)

En recuerdo de Lola Gavira.

¿Quién atiende hoy al sonido de los rebaños si las ovejas no llevan sirenas de 5.000 watios?

Preguntas como ésta son pertinentes en la perspectiva de las «historicidad de los sentidos» de que habló Marx. Pues el insaciable capitalismo triunfal de nuestros dí­as combina, como estrategia de expropiación del cuerpo, la más violenta y sádica sobrestimulación y una «relajación de las energí­as perceptivas» (Jameson) cuyas consecuencias sobre la experiencia y la cultura se nos escapan…en parte por efecto de la relajación de nuestras energí­as perceptivas.

Postulemos una categorí­a de fenómenos: la de aquello que exige ser atendido. Aun cuando las psicotécnicas modernas (la publicidad, la ingenierí­a ambiental, la sonorización, los efectos especiales, la información espectacularizada) producen intencionadamente esa clase de fenómenos, descomunando el estrépito con que se hacen presentes, caben dentro de ella demasiadas ocurrencias naturales o fortuitas como para restringirlos sólo a cuantos se procuran industrialmente con el fin de apremiar una atención y una afectividad transmutadas en curso económico de primer orden y proporcionalmente desposeí­das de su potencia polí­tica. Tampoco, dentro de los eventos naturales, estos fenómenos se limitan a los que Kant denominó «signos portentosos» (en que se expresa un «trastorno de la naturaleza de las cosas», como los eclipses y las auroras boreales), pues hay muchos acontecimientos comunes y conformes a «la naturaleza de las cosas», es decir, a las expectativas y hábitos compartidos de trato con el mundo, que imponen la atención, aunque sólo sea en contadas ocasiones o a determinadas personas, las escasas y distinguidamente llamadas «atentas».

Dentro de aquella categorí­a general aparece, como subclase, la de cuanto reclama, además de ser atendido, ser seguido en su transcurso espaciotemporal. En su grado menos vigoroso, quizá sólo por el oí­do, por la mirada, por el olfato… es decir, sensorialmente. En el grado más intenso, aquello nos pone a andar, a correr o a bailar detrás: un rebaño sonando, una banda de música, un pájaro herido dando trompicones, una troupe de danzantes o un elefante engalanado que desfila por la calle, pertenecen a esta familia numerosa de fenómenos.

(Se trata a veces de derivas, de exploraciones psicogeográficas, no descripciones de territorios sino recorridos que van haciendo el mapa de su propio movimiento: cartografí­as que construyen el mismo territorio, incluso puramente virtual, que representan. Como pintar, escribir, o narrar. Como recordar)

Lo que se sigue, generalmente, viene de lejos, de una lejaní­a fenomenológica: del espacio o del tiempo, de la memoria, de otro mundo, de otra especie, de la otra especie absoluta que es el niño, el niño que vivió la propia infancia de cada cual y que se amotina, más o menos silenciosamente, contra el creciente desvivir del adulto, contra su progresivo «dejar de seguir» lo que pasa.

Con qué invulnerable agitación, con qué dicha obstinada salí­amos, por lo menos una vez al dí­a, a presenciar el paso de los rebaños, a sumergirnos en su polvo, a respirar lo braví­o de su olor, sobre todo, a escuchar, en el declinar sereno de la tarde, los cencerros y las esquilas, el otro color sagrado del metal (junto al de las campanas de la iglesia), si bien éste caminaba, sonaba a la altura de los oí­dos infantiles, era terrenal, y pasaba de largo como todo lo que exige ser seguido, las caravanas, los caballos al galope y los coches velocí­simos, las personas muy bellas o muy feas, las estrellas fugaces, viniendo de otro mundo, camino del no-paí­s donde los deseos son llamados a cumplirse. Y los deseos no son sino aquello que apenas si llega a conformarse al recinto de la fantasí­a, no al del concepto, ni al lenguaje, cuando hemos de formularlos en silencio («piensa un deseo»), al paso polvoriento o resplandeciente de lo que exige ser seguido, quizá por que se extingue (y en el centro la bailarina con cascabeles en los tobillos, o el que se disfraza de ciervo, o el del bombardino, o la pobre oveja que va a morir, mancada por dentro, o el morueco de testí­culos grandes como ubres).

Lo que exige ser seguido, esto señala quizás el proceso artí­stico primario, su momento más generalizable y seguro: materias y formas que requieren fluir; la serendipity, el acontecimiento no previsto pero favorable que al ser seguido, deviene discurso; todo movimiento, toda alteración que es interpretable como signo o llamada, hasta esas menudas vacilaciones de las cosas (la «dudosa luz del dí­a»), que parecen convertirlas en sujetos, y a nosotros en sus objetos.

Nilo y Felipe nos convocan a la manada, al sigilo ceremonioso e impasible, al flujo obcecado y fusional de la manada. Sólo por eso, por ni invitarnos a ser público,ni auditorio, ni audiencia, ni menos aún -la casta más baja en el escalafón de la insignificancia social contemporánea, la que a modo de identidad-basura fomenta el panfleto de agitación nihilista «El Paí­s» – ciudadanos, por no invitarnos a ser, sino a fluir en manada, a devenir rebaño, debiéramos amar a Felipe y a Nilo.

El canal y el viento y la lluvia también hacen manada: fluir del agua y del aire: lo que pasa entre nosotros, flujo metafórico y trenzado de la materia diversa, absorción, barro adherente y cobre movedizo ¿dónde está el lí­mite entre el sonido, el barro y la piel? El sonido me toca, no es sólo acústico sino también háptico, chorrea como un frí­o metálico entre la piel y la lluvia ¿Cómo se decide el contexto? Cada sensación puede servir de atrezo a las demás. Pues no hay una figura definitiva para un fondo, ni viceversa ¿Tañen los cencerros un pedal para el murmullo de las voces, o el susurro humano frota un bordón bajo el gamelán de las esquilas y la polifoní­a puntillista de los balidos? No. Lo que cuenta es el flujo y cuanto atraviesa la multiplicidad como figura del tiempo o del espacio, como aceleración o retardo, o continuidad, o instante o transición: así­, las rachas de viento que de pronto cortan el sonido de las esquilas son el sonido de las esquilas, como éstas son también el vehí­culo sonoro del viento y no al revés. es en lo fusional, en lo fluyente, en lo fluctuante donde devenimos rebaño, donde el sonido del rebaño deviene interioridad, lo que no pasa -y nos manca- por dentro.

(Desacostumbrados a la escucha interior, ¿qué podemos hacer con tanta intemperie?)

Boulez habla de un tiempo no pulsado. Deleuze y Guattari, de una música flotante y maquí­nica, que sólo tiene velocidades o diferencias de dinámica. Y también escriben : «Las relaciones, las determinaciones espacio-temporales no son predicados de la cosa, sino dimensiones de multiplicidades» (el perro que corre por la calle, ese perro es la calle).

Dos máquinas de sonido, la gente, las ovejas, más el canal, hacen tres (el viento, cuatro). Una máquina múltiple marchando, una manada deviniendo máquina, o una múltiple orquesta de percusión deviniendo organismo.

La célebre máxima de Cage : «dejar que los sonidos sean por sí­ mismos en lugar de servir como vehí­culos de teorí­as o expresión de sentimientos humanos….» resulta confusa respecto a las implicaciones estéticas de «Felipe vuelve a casa…» (aún más en general, resulta francamente inaceptable si lo que quiere propugnar es una posible in-mediatez de la producción o de la experiencia artí­stica).

Ciertamente el sonido del rebaño en marcha no es vehí­culo de una teorí­a musical ni expresión de un sentimiento humano; ciertamente la escucha puede tratar de apropiárselo en su más desnuda haecceidad, pero ese sonido es también, para otra experiencia de escucha posible, la expresión de un orden sonoro nada inmediato, es decir, perfectamente estructurado según la antigua tecnoestética de los pastores y de los forjadores de cencerros.

(A propósito de cencerros, leemos en «Mil Mesetas», de Deleuze y Guattari que «un cromatismo ampliado arrastra a la vez a la música y a la metalurgia; el herrero músico es el primer «transformador» «. Y también que «la metalurgia es la conciencia o el pensamiento de la materia-flujo, y el metal el correlato de esa conciencia»).

Aunque guiados, obviamente, por fines prácticos y no artí­sticos, aquellos artesanos desarrollaron un sistema de señalización sonora que, por servirse de parámetros «musicales» -tí­mbrica, altura, espacialización- produce resultados relevantes desde el punto de vista de los cánones propiamente artí­sticos y «altoculturales». Este no es un fenómeno aislado. La arquelogí­a industrial nos permite ver como esculturas artefactos que fueron puros utensilios: ahí­ están, por ejemplo, las máquinas surrealistas de la antigua fábrica de harinas de Abarca de Campos. También los textos cientí­ficos del pasado, como ha mostrado Gamoneda dialogando con Discórides y Laguna en su Libro de los venenos, devienen textos poéticos…

Así­ que «Felipe vuelve a casa…» permite captar lo que muchas experiencias artí­sticas contemporáneas tienen de práctica cultural, en tanto que recrean, actualizan e incluso «reciclan» valores y significados complejamente conectados a contextos históricos y a mundos simbólicos diversos. Permite, por ejemplo, reinterpretar el sonido de los rebaños como un «sonido funcional» del pasado, de una época en que la señalización visual aún no habí­a desplazado enteramente a los sistemas de señalización sonora (cuando Nilo y Felipe revalorizan el sonido funcional y productivo del pastoreo en tanto que sonido estético llevan a cabo una operación inversa a la del sonido funcional del mercado, que instrumentaliza psicotécnicamente sonidos estéticos, música, para las actividades de producción -consumo en centros comerciales, oficinas, aeropuertos, etc..). Práctica cultural, en fin, en un tiempo cultural mixto, a la vez plenamente contemporáneo y no contemporáneo de sí­ mismo.

El tiempo histórico es una sinusoide en que los acontecimientos, si vuelven a darse, lo hacen alterados o extraños a sí­ mismos. En que lo reprimido siempre retorna (Freud), en que cada sentido tiene su fiesta de resurrección (Bajtin). O bien, en clave menos optimista, donde lo que ocurrió la primera vez como tragedia acontece la segunda como farsa (Marx), y donde lo que retorna será reprimido de otra manera. ¿Acaso no vivimos una vida -devenida- capital que ha normalizado las libertades y las utopí­as de la vanguardia en tanto que cultura, cotidianeidad y experiencia mercantilizadas? ¿Acaso no vivimos en un surrealismo ambiental domesticado, plenamente reducido en su capacidad de transgresión y funcionalizado al mercado, pero eso sí­, exacerbado en su potencial de anomia y de violencia?

Nos desplazamos para oí­r y ver -¿escuchar y mirar?- a un rebaño mientras vuelve a casa conducido por el pastor, con todo y su zumba de cencerros, esquilas y campanillas, movedizo gamelán del páramo. De cuyo tutti se desacostumbraron los oí­dos hace años (cómo estarán estas orejas nuestras, cómo estas cabezas, cada vez más adoctrinadas por el sonido de fondo industrialmente producido, y por la basura tóxica de una fonosfera no menos devastada que otros ecosistemas). Pero no es sólo de oí­r y ver de lo que se trata, sino también y sobre todo de desplazarse tras lo que exige ser seguido (un desplazarse que significa también, en el sentido de la ostranienie de Slovski, tomar distancia respecto al «ámbito de la percepción automatizada»).

El centro del fenómeno no aparece en un objeto: rebaño, sonido, actividad representada, sino en un proceso, es decir, el tránsito del sujeto -movimiento de la perspectiva sonora y de la memoria- y la construcción de otra situación -acompañar a un rebaño, sumergirse sensorialmente en un rebaño, devenir rebaño-.

Ironí­a también. Y acaso no sea poco, pues la ironí­a vuelve a tornarse revolucionaria en épocas totalitarias y nihilistas como la que vivimos. Ironí­a de señalar con el sonido efí­meramente recompuesto de los rebaños, la agoní­a de algo más que una cultura; pues es la mismí­sima civilización neolí­tica la que expira hoy ante nuestros ojos y oí­dos. Ironí­a también de agenciar un rebaño humano tras un rebaño animal; ironí­a de pastorear como se pastorea en la llamada sociedad de masas.

El excesivo formalismo de las teorí­as estéticas suele descuidar el hecho de que toda experiencia artí­stica es siempre para los sujetos -sean autores y receptores, sea una comunidad estética más o menos indiferenciada- una experiencia de sociabilidad particular y a la vez un modelo y una metáfora polí­tica: el público prototí­pico de cine es una multitud agrupada pero a la vez individualizada en el ensimismamiento; el de la televisión, una familia; la orquesta sinfónica es el estado napoleónico estilizado; el combo de jazz una pequeña comunidad ritual, y así­ sucesivamente. ¿Qué es este doble rebaño de Bercianos? Concentración capilar, deriva, comunidad proxémica y aleatoria… manada.

(Devolver al agrupamiento su potencia. Su capacidad de generar experiencia colectiva, de inventar rituales profanos y juegos sagrados. Folklore del acontecimiento y de la cultura aborigen y efí­mera de lo singular).

Cámaras: allí­ estaban para ratificar el totalitarismo del mercado visual y del ví­deo-estado. Hasta allí­ llegó, y a dónde no, la glotonerí­a ocular de un orden mediático conforme al cual todos viajamos en El Bus, todos practicamos su vergonzante y sórdido onanismo de colegio de curas. Allí­ estaba, en suma, la televisión. Un pequeño cameraman, probablemente peor pagado y mucho más esclavizado que en la época de Buster Keaton, se encolerizó conmigo porque me negué a posar con la mano tras la oreja, en actitud de escuchar, tal como me habí­a sorprendido «a espaldas» de su cámara omní­vora. Ignoraba, el infeliz, que las videocámaras roban el alma a las ovejas.

A esas alturas de su espectáculo, por fortuna, yo ya balaba .