REGRESO DEL PASTOR (Jose Luis Puerto)

Que una acción realizada un atardecer lluvioso de otoño, a lo largo de sendas márgenes de un arroyuelo, en el trayecto que va desde una loma a la población de Bercianos del Real Camino, se constituya en un hecho artí­stico, nos está hablando de una dirección que ha tomado el arte al menos desde la segunda guerra mundial hasta hoy mismo: su voluntad de cercaní­a con la vida y con el mundo.

Una voluntad de cercaní­a que explica la utilización de determinados materiales, la realización de muy meditados gestos, la vuelta de la mirada ante espacios y objetos hasta ese momento opacos para el arte, la atención al cuerpo como ámbito en y con el que se puede intervenir de modo artí­stico, el cuidado hacia lo pequeño y lo mí­nimo, etc.

Surgen, así­, lo matérico, esa creación a partir de la observación de texturas de muros, de maderas, de oxidaciones en las superficies ferruginosas; las rí­tmicas de arpilleras y otras telas y de alambres intervenidos; las acciones e instalaciones con lo cotidiano, con materiales de comercio y de consumo, de desecho, fabricados en serie, e incluso con y en la naturaleza; la utilización del cuerpo como recipiente y como vehí­culo de lo que somos, para alcanzar algún modo de belleza nuevo…

En definitiva, todo esto nos está hablando de un nuevo diálogo, aún muy vivo y de consecuencias todaví­a no extraí­das del todo en los ámbitos estético y plástico, entre el arte y la antropologí­a. El arte  del último medio siglo, ya largo, está sobre todo marcado por el signo de lo antropológico.

¿Y qué quiere esto decir? Que no nos podemos sustraer a la belleza, que ésta no queda agotada en toda la tipologí­a de los moldes clásicos y que se halla y se configura -y se renueva, claro- a partir de lo que vivimos, de los objetos que usamos y que desechamos, de la tierra qué pisamos y del cielo al que miramos (si es que esto lo seguimos haciendo), del propio cuerpo como materialidad en y desde la que nos expresamos y sentimos… Todo lo cual nos está a la vez indicando que no hay perspectivas únicas, ni miradas únicas, ni civilizaciones únicas (ni superiores, como Europa se ha visto a sí­ misma y se sigue viendo), y aquellas manifestaciones de lo que sea el ser humano se plasman en lo pequeño, en lo diverso, en lo gregario pero también en lo que a ello escapa…, y tal perspectiva se produce en todos los ámbitos, en el religioso, en el polí­tico, en el social y, por supuesto, en el creativo y, particularmente, en el artí­stico.

En definitiva, con las orientaciones indicadas, el arte está también contribuyendo a configurar ese nuevo humanismo, del que hablan, entre otros, George Steiner o Claudio Magris; un nuevo humanismo necesario frente a tantas barbaries y devastaciones como nos tocan sufrir y soportar en los albores de este nuevo ciclo histórico, tan incierto, que parece haberse echado a andar.

Y acaso pueda ser éste uno de los preámbulos para entender la acción artí­stica, utilizando como soporte el elemento pastoril dentro de su marco natural, ocurrida en el término de Bercianos del Real Camino durante un atardecer del otoño de 1999.

Un final de jornada

¿Qué fue lo que ocurrió? A media tarde, comenzaron a arremolinarse coches, llegados de la ciudad, a las afueras del pueblo. Surgida de los mismos, se fue formando una caravana de gentes, con indumentarias multicolores de tejidos industriales (trencas, chubasqueros, abrigos…), que se dirigí­a hacia el lugar del acontecimiento. ¡Dónde será lo que va a ocurrir? Los pasos de los demás conducí­an los nuestros. Las botas se iban embarrando y la tierra, pura lama, iba tirando de ellas, dificultando el caminar. Todaví­a escasas gotas iban haciendo abrir algunos paraguas.

Toda la masa grupal se detení­a en una ladera que daba al arroyo. Enfrente, una loma de lí­nea suave cerraba cualquier visión que no fuera la del cielo. En aquella espera, nos í­bamos encontrando con amigos y conocidos a los que saludábamos y con los que intercambiábamos palabras.

La perspectiva celeste se cerraba y se ensombrecí­a. Los cielos bajos ofrecí­an sus luces matizadas por inquietantes tonalidades grises portadoras de humedad y de inciertos presagios. Y el agua iba, en ascenso lento y continuo, manifestando su presencia.

La espera se volví­a compañí­a. Primero, la de la lluvia. Y, enseguida, la del pastor con su rebaño que aparecieron por la lí­nea de la loma frente a la que nos hallábamos. Fue descendiendo poco a poco, hasta ganar la lí­nea del arroyuelo. Ante la lentitud de su caminar, ante los sonidos acompasados, cansinos y monótonos de las cencerras, ahogados en parte por la lluvia, nos mantuvimos, como buenos espectadores, parados y en relativo silencio.

El pastor y el rebaño ganaron la vereda junto al arroyo, alcanzaron respecto a nosotros una muy próxima cercaní­a y entonces, separada por la lí­nea del curso del agua, se formó y comenzó a manifestarse una doble rí­tmica, constituida por dos conjuntos gregarios: en una margen, las ovejas con su concierto de cencerras, cada cual con la suya, guiadas por la figura enigmática, y acaso para sus adentros algo perpleja y burlona, del pastor; y, en la otra, la grey urbana, contemplando, al par que lo seguí­a, en su caminar aquel concierto, aquel regreso arquetí­pico que resumí­a y cifraba todos los regresos de todos los rebaños de todos los atardeceres del mundo. Y encima la lluvia, la perspectiva celeste, la perspectiva cósmica (tierra y cielo), contribuyendo a completar aquella escenografí­a en la que se estaba representando uno de los posibles modos de belleza (a partir del arquetipo del regreso), en la que ésta se estaba articulando a través de dos lí­neas gregarias paralelas que hacia la noche iban a recogerse.

Lí­neas gregarias llenas de paralelismos, de correspondencias, de contraposiciones : lo terrestre frente a lo celeste, los pasos animales frente a los pasos humanos, la presencia del pastor en un grupo frente a la ausencia del mismo en otro, el sonido frente al silencio, el instinto frente a la conciencia, la repetición frente a lo desacostumbrado, la posición postrada frente a la posición erguida… Y todo hacia el espacio de la noche.

La perspectiva antropológica

Lo que estaba latiendo allí­, en aquel regreso de recogida del ganado al morir el dí­a, idéntico al de todos los dí­as, salvando las diferencias estacionales y meteorológicas, era una manifestación -dentro, es verdad, de un contexto desacostumbrado- de la cultura pastoril, una de las más ancestrales y universales desde que el ser humano habita la tierra.

Pero las señales de tal manifestación, algunas allí­ presentes, quedaban ocultas, veladas, para la grey urbana y espectadora que aquella tarde acompañaba la recogida del pastor y de su rebaño tras un dí­a más por los montes y tierras en busca del alimento.

Era aquello -entre otras cosas- un concierto de cencerras. Pero ¡conocí­an los allí­ presentes que hay varios tipos de cencerras o que éstas han de pasar por una intervención humana para su afinado ideal? ¿Conocí­an la indumentaria del pastor y los nombres de la misma? ¿Las marcas que lleva el ganado en las orejas para distinguir su pertenencia a uno u otro dueño?¿Los ritmos estacionales de los pastos y del descanso nocturno del rebaño en uno u otro lugar? ¿La existencia de cortes o corra les del ganado y su tipologí­a en determinados lugares del monte? ¿La costumbre vecinal de establecer turnos -veceras- para acompañar al pastor, si el rebaño es del común? ¿Los componentes de la dieta tradicional del pastor? ¿La realización de objetos artesanos labrados, en asta o en madera sobre todo, realizados con la única ayuda de la punta de la navaja?

La acción, la intervención artí­stica en plena naturaleza, a través del pastor con su rebaño y con las cencerras, estaba cargada de interrogantes y habí­a en ella una invitación implí­cita a un conocimiento a partir de la respuesta de los mismos, para completar así­ todas las piezas de un todo que aquella acción artí­stica estaba proponiendo.

Para que aquella intervención artí­stica tuviera sentido y la belleza encerrada en ella pudiera tener lugar era necesaria del todo la perspectiva antropológica, como prolongación o resonancia de lo que allí­ se proponí­a. El desconocimiento de la misma invalidaba, en buena medida, su eficacia y su plena expresión.

¿Qué modo de música?

Tal y como se planteaba en la tarjeta de invitación, asistí­amos a un Concierto de ovejas, que se definí­a con el rótulo de Felipe vuelve a casa con las ovejas sonando, del que eran sus responsables el músico Nilo Gallego Rodrí­guez y el pastor Felipe Quintana Pastrana. Tal concierto estaba interpretado por 300 ovejas churras y sus instrumentos eran 60 esquilines, 43 esquilas, 37 piquetas, 31 cencerras cortas, 25 cencerras largas, 24 cencerras(pedreras), 8 zumbos y 16 zumbas apucherados.

En tal enumeración de los diferentes tipos de cencerras, aparece ya respondido uno de los interrogantes que nos hací­amos sobre un área de la cultura pastoril. Ocho tipos de instrumentos de percusión eran los responsables de tal concierto. Y la rí­tmica de tal percusión era la alternancia continua de sonido-silencio-sonido-silencio-sonido- silencio…, provocada por el ritmo del caminar, dependiendo de la mayor o menor lentitud de los pasos la variación en la viveza de tal música.

Pero esta rí­tmica binaria de sonido-silencio, marcada por la sucesión de los pasos, tiene idéntica estructura que el ritmo de las pulsaciones del corazón. Es, por tanto, la misma en la que se halla de continuo el ser vivo mientras lo es . Se trata de una música sin conciencia de tal; está provocada por un ser sin conciencia, y de un modo además no querido, en tal acto sonoro no interviene la voluntad para nada, sino una mera mecánica, provocada por un agente externo: si a la oveja se le coloca una cencerra atada al cuello, ésta producirá sonido siempre que aquélla se mueva. Resultando de tal hecho una asociación mecánica: quietud es igual a silencio, mientras que movimiento lo es a sonido.

Volvamos a las cencerras. Tal término, se toma en el Diccionario de Autoridades como sinónimo de cencerro, del que se nos dice:
«Instrumento fabricado de plancha de hierro, soldado con cobre, a modo de cañón, por un lado abierto, y por otro cerrado, donde por la parte exterior tiene una asa, y por la interior una hembrilla o asidero, del qual pende un badajo, que ordinariamente es de cuerno, hueso, raí­z de xara, u de lo í­ntimo del corazón del pino, que llaman rayuto, atado con una corregüela, llamada castigadera, mediando el trebejo, que es un palillo, que holgadamente le cruza por un agujero. Hiriendo con él y tocando en la circunferencia del hueco del cañón, o plancha así­ encañonada, forma un ruido áspero y bronco, más o menos recio, según sea mayor o menor el cañón, y este más o menos bien labrado. Formóse esta voz por la figura onomatopeya cen cen, que hace este instrumento, cuyo uso es común en la crí­a, y orden de todo género de ganado, especialmente en hatos, y en las recuas de arrieros.»

Instrumento, por tanto, que produce música a partir de La materialidad, es decir, de la conjunción de una serie de elementos materiales (hierro, cobre, cuerno, hueso, madera…) que lo conforman, para lograr una finalidad: producir «un ruido áspero y bronco, más o menos recio». Fijémonos en la sinestesia que nombra el tipo de música: «ruido áspero», mediante la conjunción verbal de lo sonoro y lo táctil, utilizada para definir el tipo y la calidad del sonido. Sinestesia para sugerir lo sonoro, que nos lleva a aquella otra sonoridad del toque del ángelus expresada por Mallarmé con el sintagma poético «ángelus azul».

Pero, ¿era en aquel atardecer la música de las cencerras de nuestro rebaño un ruido áspero, bronco y recio? No lo parecí­a. Más bien semejaba una compañí­a, una rí­tmica que acompañaba y se acompasaba con el caer de las gotas celestes, que formaba otra rí­tmica, así­ como con las patas de las ovejas y los pies de las personas, que trazaban la suya, a base de una inconsciente y continua percusión en la tierra. Rí­tmicas duales todas ellas: La de las cencerras, tejida en la urdimbre sonido/silencio. La de las gotas de lluvia, en el binomio descenso/contacto. y la de las patas animales y pies humanos, en la alternancia aire/tierra o, lo que es lo mismo, elevación/contacto.

Se estaban produciendo en ese atardecer varios modos de música. (No olvidemos la de los latidos de tantos corazones, ese modo incesante de acordar vida y tiempo). Marcados todos ellos por la lógica del regreso, de la recogida en el seno de la noche.

Una belleza nueva

Todo lo esencial se hallaba en la acción de aquella tarde, en una convocatoria que parecí­a no buscada, no provocada ni pretendida. El mundo más los seres y las criaturas. La tierra, el agua y el aire, más el fuego de los latidos del corazón de cada uno. La música y el silencio. El movimiento y la quietud. El tiempo con sus secuencias de luz y oscuridad. La conciencia y la inconsciencia. La gradación de los distintos reinos en los que la realidad se asienta: mineral, vegetal, animal y humano…

Todo lo esencial se hallaba allí­ para escenificar el arquetipo del regreso, de la vuelta, de la recogida. En un espacio como es el del Camino de Santiago, en el que llevan resonando pasos humanos, pasos europeos, desde casi el umbral de la Edad Media, persiguiendo la fuga de la luz. Pasos todos -los de la acción, los del camino- que suponen una búsqueda incesante. Porque tanto al arte como a la vida nadie les puede poner lí­mites, nadie los puede detener en sus estrechos cánones. Porque hay una belleza siempre nueva que surge de esa relación imaginativa y respetuosa del ser humano con la naturaleza, que subraya la sacralizad que se alberga tanto en ésta como en aquél.

Y, así­, la acción artí­stica que tomaba como motivo para su expresión el regreso del rebaño en un atardecer cualquiera del otoño no era sino una celebración del cosmos, de los seres y de las criaturas, de los distintos reinos que configuran el mundo, todos en un concierto que sólo es posible mediante la concordancia de todos ellos, ya que, de lo contrario, la música se convierte en «ruido áspero y bronco» .

Joseph Beuys convivió, en 1965, en un espacio cerrado con una liebre muerta, a la que trató de explicar los cuadros, en busca de señales de otro modo distinto de creación. Un grupo nada escaso de personas acompañó un atardecer de otoño de finales del siglo XX, en Bercianos del Real Camino, en un ámbito abierto, el regreso del pastor con su rebaño a casa. Se trate de lo que se trate, siempre es la búsqueda de una belleza nueva, de otra vida más alta, como pidiera Holderlin.