UNA RAZA SEPTENTRIONAL Y PENINSULAR (Crónica de Pablo Caruana)

Hacia el rio
La noche está hecha, cuántas veces ni la miramos. Ahí­ empieza, con un camino entre huerta y maizales oscuros, “Pigmeos do Mondego”. Un comienzo caminado por estas tierras de chopos, brisa atlántica, arrozales y un rí­o, el Mondego, amansado por canalizaciones. Un rí­o pausado que refleja como un espejo ní­tido, donde las ranas se apostan en sus remansos y los peces de vez en cuando boquean y suenan.
Ya antes de llegar al rí­o esta tribu paralela, septentrional y peninsular de pigmeos, de cazadores recolectores, nos avisan que entramos en un mundo de sonido y naturaleza. Diversos altavoces repartidos, escondidos por la vereda del camino nos hablan a los pies, como los grillos, con un sonido también entrecortado de armónica.
Comunicarse con la naturaleza a través del sonido. Imitarla en sus reverberaciones, en su ruido que es el reflejo de su vida. Estos pigmeos cazan sonidos y recolectan ecos. Escuchar lo de fuera, hablarle con su mismo lenguaje. Escuchar para situarse en el mundo.
Ya en la vereda del rí­o nos encontramos con el grillo transformado en hombre armónica. Que rodea al público y lo llena de ese frotar de alas de macho que quiere atraer a la hembra a través de sus órganos timpánicos. Invitación a la calma y la escucha.
De Pesca:
Llegamos al rí­o, el público mira el cielo estrellado y recortado de chopos en sus aguas. Chopos de llamas apagadas esperando que las enciendan (Miguel Torga). Vemos a un pescador que atrapa pieza. La caña se dobla, el hombre tira e impreca: “Ha caí­do uno gordo, uno gordo”. El pez es una barcaza, primer habitante del rí­o, habitante de otro mundo, en un barco de percusión lleno de objetos imposibles, Katsunori Nishimura en kimono canta una nana de madre ida, de tristeza de muerte que se va acercando y surge de la oscuridad ante el ojo del público. Nana fúnebre ante un hijo muerto… Este percusionista imposible, de tres ritmos coincidentes y simultáneos en cada golpe, va resucitando al rí­o, llenándolo de imprecaciones y ecos. La barcaza mecida por buzos va siguiendo una corriente inexistente. Asistimos a un encuentro, otra barcaza aparece. Vestido de mago, Markus Breuss, responde con viento. Con juguetes, trompetas, carracas de plástico y miles de aparatos, estos dos seres imaginarios del Mondego reproducen y se inventan frenéticos los miles de sonidos del entorno. El encuentro está hecho. Desde ahí­, y en un bajar pausado, un experimental y pequeño concierto se dará hasta que lleguen al anfiteatro natural de esta obra: un puente de cemento en el que sus bajos oficiarán de anfiteatro.
7 Acciones y un silencio
Ya hemos bajado y el público se asienta y mira. La contemplación es acción reflexiva. Las acciones que seguirán tendrán ese ritmo, esa tranquilidad donde la lentitud buscará la limpieza y abrirá la escucha del detalle. La primera acción es declaración de principios. Ana Cortés, con una resolución de claridad concentrada, rema en su barcaza con un trombón como herramienta, hundiéndolo parsimoniosamente en el rí­o. Lenta avanza y lenta se para. Introduce el trombón en el agua y le canta al fondo. Fuera se nos devuelven sonidos hechos burbuja, algún gemido.
Las acciones son sonoras, no hay en ellas más que la búsqueda de sonidos que, esos sí­, generan encuentro unas veces, contemplación otras, emoción contenida, emoción disparada… Acciones donde la disposición y energí­a del actuante las van marcando y dando sentido. Aunque también las acciones están cargadas, como la del trombón, de un poder de metáfora, de simbologí­a ritual y significante.
Noemí­ Fidalgo sale detrás de una de las patas (hasta el nombre es teatral) del puente. La barcaza da una primera vuelta a la pata en silencio. Vuelve a aparecer con un sonido de gaita sostenido y monocorde. El puente resuena y rebota en el rí­o y la noche. Los coches rompen con luces y motor al cruzar el puente. En una tercera vuelta se superponen dos sonidos, la resonancia crece. La contemplación, en este caso un estado de alma y oí­do, está hecha.
No hay melodí­as reconocibles. Como si componer fuese en contra de la relación contraí­da con el rí­o y sus habitantes. Pero el rí­o está para habitarlo, los Pigmeos también son sociedad. Llegan 9 canoas con remeros y gaiteros por la parte superior del rí­o. Se encienden dos grandes focos cruzados, se ilumina en vaho el rí­o, los chopos se encienden en blanco. Movimiento y un sin fin de gaitas se confunden, la escena va increschendo en viento y movimiento hasta llegar al sonido distorsionado y el choque de piraguas… Se juega al contraste.
La vida social continúa en el puente con un video donde se juega a la relación de la imagen proyectada a ras de agua en la pata del puente. Desde ahí­, vemos (como antiguamente antes de que se canalizase este Mondego) un Montemor inundado, sus calles, sus plazas. Desde ellas se tiran pigmeos al rí­o, con despreocupación. Desde tejados, ventanas, toboganes, estos habitantes parecen admitir de buen grado lo que pudiera ser una tragedia. Se lavan el pelo en sus calles inundadas, nadan, descansan… Al mismo tiempo, tres intérpretes se tiran al rí­o e imitando la percusión en el agua que practican los otros pigmeos, los africanos, acompañan con ritmos y sonido.
En el final se vuelve a la calma. Surge otra vez la barcaza del mago, que sigue y continúa buscando y encontrando sonoridades en el paraje. El agua se calma y parece que el espacio se ensanchara. Para acabar, aparece una maquina “duchamptiana”, sí­ntesis del quehacer y lenguaje del creador de esta pieza, Nilo Gallego. Interés por la tradición folk (la máquina, una barcaza flotante, es un circuito con motor que mueve un sistema de cuerdas donde cuelgan cencerros leoneses de diferente tamaño), mirada –no exenta de humor- a la tradición del arte contemporáneo con este readymade flotante; y final objetual y teatral con esta barcaza iluminada en el centro del rí­o, solitaria y reflexiva.
Un aspecto destaca entre los muchos buenos haceres en este trabajo. La sensación de que el proyecto, dirigido por Nilo Gallego, le ha supuesto a este creador leonés poder estructurar y desarrollar un trabajo propio, de muchas cosas que tení­a metidas dentro y que entre tanto trabajo con otros, por generosidad propia de su carácter y por la idiosincrasia del arte sonoro en España, no habí­a podido trabajar. Ahí­ queda una manera de hacer y entender la acción sonora, la relación con la composición en escena, el tiempo con el que establecer ví­nculos con el público, la capacidad poética…
Esta raza pigmeniana, fruto del cruce ibérico entre el Reino de León y el de Mondego, es raza que se quiere aparte y reinventada. Es respuesta a los hombres sin cara y apretados. Es una vuelta, sin edad de oro en la cabeza, a disfrutar de la relación perdida del hombre con lo que le rodea. Nunca dicho a lo largo de toda la obra, nunca remarcado en significaciones, sino a través de la acción, de la investigación y de la búsqueda de entendimiento con el rí­o y su espacio, toda esa mirada está ahí­: muda y presente. Sin desdeñar quienes somos, con toda la tecnologí­a posible al frente, mezclada con la percusión y el viento, “Pigmeos do Mondego”, en el fondo, está abogando por otro tipo de vida. Mejor, donde la raí­z existe y no es opuesto de modernidad. Un mundo no explicitado pero en el que uno intuye que las enfermedades contemporáneas tienen quizá cura.
Pablo Caruana Húder