EL REBAÑO MUSICAL (Ildefonso Rodrí­guez)

Iberos o Tucsis, son los pastores, pastores contra labradores (aquel Casimiro de mi cocina estival, sus orejas reducidas, el pensar lento; siempre era un extraño, con sus palabras empastadas por una risa que vení­a de los dientes, ahogadas en saliva; nos contaba su fantasí­a, marchar allá, a las grandes praderas, paí­ses que cubren los rebaños, Canadá, Australia, nos iba diciendo).

Ahora es Felipe, que vuelve a casa con las ovejas sonando. Un verdadero improvisador, porque admite un tiempo que renueva el otro tiempo pastoreado por la costumbre. Desde que se le apareció Nilo, el espí­ritu de la improvisación, el exacto, porque sabe poner las condiciones reales para que aquella se dé: condiciones materiales (un par de horas hozando en el estiércol, para colgar de doscientos setenta pescuezos las esquilas) y salladas, a la vez. Después, el hecho mismo es fácil, es alivio.

La música del rebaño es de campanas reducidas, esquilas, cada una tiene su nombre. Se corresponde por naturaleza con la música de los campanarios, de los campaneros que saben voltear las campanas y dar toques comunales. Pero antes de entrar en ese espacio musical, hay que pensar en términos de rebaño: la imagen de la docilidad, de las churras aborregadas, modorras, de la masa conducida (por los pastores de hombres, de almas: Jesucristo, el Fhürer: así­ comenzaba la pelí­cula de Buñuel, El íngel Exterminador; y vimos la metonimia de un rebaño en Tiempos Modernos, de Chaplin). El pastor nos contó otra historia muy distinta: que el rebaño es un conjunto de individuos, diversos entre sí­, a pesar de su miedo, sus patas quebradizas, sus miradas ovales. Las conoce a todas, sabe de su carácter particular; eso le permitió comportarse como un director de orquesta. Pudimos tocar con el rebaño porque el pastor acordó con las ovejas (eran unos doscientos setenta individuos) movimientos musicales: la densidad, el vací­o, la proximidad y la lejaní­a; y así­ entramos juntos (bombo de titiritero, clarinete inventado) en un espacio que se iba pactando sobre la marcha: así­ fue posible cerrar la pieza en el silencio: doscientos setenta individuos se fueron detuviendo hasta que enmudeció la esquila que cada uno llevaba colgada del pescuezo, para que nosotros callásemos también. De común acuerdo. (En Villafruela, las ovejas de cada vecino se desprendí­an del rebaño comunal, se quedaban paradas ante el portón de su casa, esperando que les abriesen).

El pastor sin honda: lanza piedrecitas (parece que las saca del cuenco de la mano), saltan los perros, aquello se mueve, todo aquello suena: era posible, entonces, tocar dentro del conjunto, sin romper el orden del rebaño, sin estampida.

Al entrar en la música del rebaño, ésta se hace diversa, y la imaginación del oí­do es capaz de organizar muchos movimientos rí­tmicos, pura polirrí­tmia; es como encontrar ritmos dentro de la lluvia, adivinar la forma de las nubes. Entrar significa acercarse, poner los oí­dos en una proximidad. Los movimientos vienen determinados por la distancia, que crea dinámica: pasaba el rebaño frente a nosotros dos, y era un tropel, una cencerrada brillante; con que sólo se alejase diez metros, aquello parecí­a sonar en una gran distancia, ya era un puro eco venido del monte.

Esa dinámica se relacionaba con el número. El número era un problema incesante; cuando las ovejas se agrupaban, sólo veí­amos lana, las vedijas de un gran colchón de lana que unas mujeres podrí­an ponerse a varear. No era posible contar cabezas, no nos podí­amos creer que en aquel montón recogido hubiese doscientos setenta individuos. Así­ que el número era un espejismo.

Pero una vez dentro de la música, empezaban las diferencias; vení­an de las miradas, de las actitudes, tan diversas. Las ovejas judí­as, las israelitas, miran con gran curiosidad, hasta son insolentes con su mirada oval (como dromedarios reducidos). Las churras son más tí­midas, se asustan antes. Así­ que unas se acercaban a mirar, otras mordisqueaban los platillos, olfateaban el estuche del clarinete. Los perros ni se acercaron, estaban trabajando, no son musicales.

Desde el momento en que el rebaño entraba en la música, no se escuchaba ni un solo balido. Los balidos quedaron en la majada.

La familia del pastor es su aliada. La mujer, con la delicadeza de la timidez, nos abrí­a la casa. La hija fuma Ducados, como su padre.

Dentro del sol de la mañana, habí­a un hombre ya casi transparente, un viejo pastor condenado por la enfermedad; sonreí­a con dulzura, se admiraba de que aquello diese para tanto, que hubieran llegado los artistas. Nos acompañó hasta el valle, siguió desde lejos la música. Nilo le habí­a hecho tocar las nuevas esquilas, habí­a filmado sus manos cuando las acariciaba, repasaba el brillo sin estrenar. Así­ la mañana del sol quedó tocada por la pena.

«Era Nochevieja, lo recuerdo muy bien. Hací­a un frí­o intenso y paramos en ívila, donde nació Santa Teresa. Habí­a un tren largo con muchos vagones cargados con ovejas que balaban de frí­o. Era espantoso. Los españoles pueden ser atroces con los animales. Recordaré aquellas ovejas sufriendo hasta el dí­a que me muera. Era como el infierno. Estuvimos detenidos, no sé por qué, horas enteras, escuchando aquel lamento infernal» .
(Leonora Carrington. Memorias de abajo)

Después de comer, el grupo se redujo (Chus con su cámara enamorada, Nilo, yo, Felipe y el rebaño); y fue entrar en el sueño de las ovejas. Nos citamos con el pastor en lo alto del camino y fuimos a través del encinar arcaico, hasta la majada del monte, que es ya el corral de los aparecidos. Tan antiguo como un castro, el corral (Aquí­ durmieron muchos pastores de los de antes, nos dijo Felipe; y pudimos ver marcas de humo en la tapia) cerraba un espacio ensimismado; habí­a esparcidas palanganas desportilladas, cuencos de loza –alguna flor pintada entre el óxido-. botellas de formas ya en desuso. y una yerba de un verde tan brillante que parecí­a ser golosina para las ovejas. Entrar en el corral, en el sueño, fue uno y lo mismo. Primero hicimos la parodia del camino : tocar tumbado en el suelo: el agua del canal; que Nilo cantara su tí­tulo (Felipe vuelve a casa con las ovejas sonando) y saltase sobre aquel agua que yo tocaba. Que cruzase por debajo de mi pierna alzada contra el tapial, y era el tunel que pasa por debajo de la ví­a férrea. Que brincara sobre mí­, inclinado en la postura de los que juegan al toro, y fue cruzar la autoví­a. Y la música no se interrumpió, la voz del clarinete bajo , los melismas de Nilo, achinados, todo iba creciendo más.

Entonces nos inundó el rebaño. Al otro lado del corral, bajo una encina, el pastor miraba. Pero Nilo puso en sus manos la gran esquila dorada y él sólo dudó un instante. Luego se puso a repicar, saltó directo al ritmo, hicimos dúo; se sumó Nilo, cambió el tiempo, lo remansó, y Felipe siempre de acuerdo, firme en su pulso. Me alejé, nació otro dúo de percusiones; volví­ con ellos, nos juntamos los tres con el rebaño, salimos del corral. Desde el otro lado de la tapia (de muy poca altura, tan erosionada está), sentimos al uní­sono la ley de la música real : el tiempo se habí­a agotado, ya estábamos fuera. Felipe nos pasó la botella de vino, echamos un trago, encendimos los pitillos. Las ovejas ya estaban paciendo en la calma de su lejaní­a.

IIdefonso Rodrí­guez. Músico y escritor.