Lolita

¡Sin embargo, qué hermosa estaba cuando realizaba aquellos delicados sortilegios, cuando ejecutaba, soñadora, aquellos encantamientos en el cumplimiento de sus deberes! Durante más de una alocada noche, en Beardsley, le había pedido, asimismo, que bailara para mí, a cambio de algún regalo o una pequeña retribución, y, aunque sus saltos, mecánicos y todos iguales, con las piernas abiertas, recordaban más las bruscas contorsiones de una animadora de equipo de fútbol americano que los lánguidos movimientos de una petit rat parisiense, el ritmo de sus miembros aún no del todo núbiles me causaba un profundo placer. Pero todo eso no era nada, absolutamente nada, comparado con el indescriptible paroxismo de gozo que me producían sus partidos de tenis, una sensación deliciosa y delirante de asomarse tembloroso al mismísimo borde de una harmonía y un esplendor sobrenaturales.

A pesar de lo que había crecido, para mí era más nínfula que nunca, con aquellas piernas y brazos color melocotón y aquel equipo de tenis para adolescente. ¡Me recordaba los ángeles del cielo! Después de aquella inefable visión, ninguna de las imágenes de Lolita que acuden a mi mente me resulta aceptable si no es capaz de presentármela como era entonces, en aquel lugar de Colorado, entre Snow y Elphinstone, con todos los detalles: los amplios pantalones cortos de niño, la levedad de su cintura, su abdomen de color melocotón, el pañuelo pasado por la espalda que tapaba sus pechos y cuyas puntas ataba en la nuca de modo que formaban un nudo colgante, sus adorables omóplatos suavemente bronceados, cubiertos de fino vello, sus bellos hombros, la encantadora curva de su espalda. Su gorra tenía la visera blanca. Su raqueta me había costado una pequeña fortuna. ¡Idiota, más que idiota! ¡Pude haberla filmado! ¡Ahora estaría conmigo, ante mis ojos, en la sala de proyecciones de mi dolor y mi desesperación!

Antes de servir sabía esperar y relajarse durante unos instantes de un tiempo que me parecía envuelto en blanco lino, y a menudo botaba la pelota un par de veces o pisoteaba el suelo, siempre tranquila, siempre despreocupada en cuanto a la puntuación, siempre alegre, sentimiento que pocas veces manifestaba en la vida desangelada que llevaba en nuestro hogar. Su tenis era el punto más alto al que puedo imaginar que una joven criatura lleve el arte de representar teatralmente aquello que ha visto, aunque me atrevería a decir que, para ella, constituía la mismísima geometría de la realidad básica.

La exquisita claridad de todos sus movimientos tenía su equivalente audible en el puro sonido de cada uno de sus golpes. Cuando entraba en el aura de su dominio, la pelota se volvía más blanca, y su elasticidad era más viva, y el instrumento de precisión que Lo empleaba sobre ella parecía desmedidamente prensil y deliberado en el momento de establecer contacto. Su estilo era, sin lugar a dudas, imitación perfecta del de la más perfecta campeona, pero si ningún resultado útil. Como me dijo en cierta ocasión Electra Gold -hermana de Edusa, y una entrenadora maravillosamente joven-, mientras yo, sentado en un duro banco que parecía latir debajo de mi cuerpo, miraba jugar a Dolores Haze contra Linda Hall (que le ganaba): «Dolly tiene un imán en el centro de su raqueta, pero ¿por qué diablos es tan cortés?». ¡Ah, Electra, qué importaba eso, con semejante gracia! Recuerdo que ya en el primer partido suyo que contemplé me sentí agitado por una serie de convulsiones casi dolorosas a medida que iba asimilando tanta belleza. Mi Lolita tenía un modo peculiar de levantar la rodilla izquierda, que hasta entonces mantenía doblada, al iniciar el amplio y elástico servicio, durante el cual se desarrollaría y se recortaría contra el sol, a lo largo de unos segundos, una concatenación fundamental de equilibrio entre el pie de puntillas, el virginal sobaco, el bronceado brazo y la raqueta lanzada hacia atrás, mientras ella sonreía con dientes centelleantes al globo minúsculo, suspendido en lo alto, en el cenit del cosmos poderoso y lleno de gracia que había creado con el expreso fin de caer sobre él con un límpido zumbido de su látigo dorado.

Aquel servicio tenía belleza, juventud y precisión, así como una trayectoria de pureza clásica y, a pesar de su tremenda velocidad, era muy fácil devolverlo, ya que en su vuelo largo y elegante no había el menor desvío.

Gimo de frustración cuando pienso que hoy podría tener inmortalizados en cintas de celuloide cada uno de sus reveses, cada uno de sus hechizos. ¡Serían muchísimo más que las instantáneas que quemé! Su volea se relacionaba con el servicio tan estrechamente como el envío con la balada, pues habían enseñado a mi cachorrillo a dar unos rápidos pasos hacia la red con sus pies ágiles, vivaces, calzados de blanco. Nada diferenciaba su golpe directo de su revés: ambos parecían la imagen reflejada en un espejo del otro. Mis entrañas aún se estremecen al recordar aquellos golpes secos como disparos de pistola, repetidos por el eco y subrayados por los gripos de entusiasmo de Electra. Una de las perlas del estilo de Dolly era una media volea que Ned Litman le había enseñado en California.

Prefería actuar a nadar, y nadar a jugar al tenis; pero insito en que si algo no se hubiera roto en su interior, por su relación conmigo -¡cómo no lo advertí entonces!-, la voluntad de ganar habría coronado su forma perfecta y habría sido una verdadera campeona. Dolores con dos raquetas bajo el brazo en Wimblendon. Dolores promocionando los cigarrillos de la marca Dromedario. Dolores pasándose al profesionalismo. Dolores actuando como joven campeona en una película. Dolores y su marido y entrenador, el viejo, gris, humilde y silencioso Humbert.

No había en el espíritu de su juego nada avieso o torcido, a menos que consideráramos una finta de nínfula su alegre indiferencia por los resultados. Ella, tan cruel y astuta en la vida cotidiana, mostraba en sus servicios una inocencia, una franqueza y una amabilidad que permitían a un jugador de tres al cuarto, pero resuelto, abrirse paso hacia la victoria por inepto que fuera. A pesar de su estatura baja, cubría con maravillosa facilidad toda la extensión de su mitad de la pista cuando adquiría el ritmo del partido, y en la medida en que podía gobernarlo. Pero cualquier ataque repentino y cualquier súbito cambio de táctica por parte de su adversario la dejaban indefensa. Al llegar a la pelota de partido, su segundo servicio, que, por lo general, era más fuerte y de estilo más firme que el primero (pues carecía de las inhibiciones características en los ganadores cautelosos), hacía vibrar las cuerdas de la red y botaba fuera de la pista. La pulida gema de su envío era rechazada por un adversario que parecía tener cuatro piernas y blandir un canalete en vez de una raqueta. Sus espectaculares reveses y encantadoras voleas caían candorosamente a los pies de aquel contrario. Una y otra vez enviaba la pelota a la red, y fingía una alegre desesperación adoptando posturitas de bailarina de ballet y sacudiendo sus mechones. Tan estériles eran su elegancia y su revés, que ni siquiera habría ganado a un jugador como yo, anticuado y jadeante, que practicaba aún el tiro rasante.

Supongo que soy especialmente susceptible a la magia de los juegos. En mis partidas de ajedrez con Gaston veía el tablero como un estanque cuadrado de agua limpia, lleno de conchas extrañas y estratagemas rosadamente visibles en el fondo teselado que para mi ofuscado adversario era todo fango y tinta de calamar. De manera semejante, las lecciones iniciales de tenis que obligué a soportar a Lolita -anteriores a las revelaciones que fueron para ella las grandes lecciones de California- subsistieron en mí como recuerdos opresivos y angustiosos, no sólo porque Lo se mostraba irremediable, exasperadamente exasperada ante cada una de mis sugerencias, sino, también, porque la preciosa simetría de la pista, en vez de reflejar las armonías latentes en mi cachorrillo, se mezclaba de manera inextricable con la torpeza y lasitud de la reacia niña a la que no lograba adiestrar. Ahora las cosas eran diferentes, y aquel día especial, en el puro aire de Champion, Colorado, en aquella pista admirable al pie de las escaleras de piedra que llevaban al hotel Champion, donde habíamos pasado la noche, sentí que podía descansar de la pesadilla de traiciones ignoradas gracias a la inocencia de su estilo, de su alma, de su innata elegancia.

Golpeaba con fuerza y limpieza, empleando aquel habitual amplio movimiento del brazo que no parecía requerir esfuerzo, y me enviaba pelotas zumbantes, con un ritmo tan inalterable, que reducía el movimiento de mis pies a un balanceo oscilante (los buenos jugadores entenderán muy bien esto). Mis servicios, más bien efectistas -aprendidos de mi padre, que a su vez los había aprendido de Decugis o Borman, viejos amigos suyos y grandes campeones-, habrían desconcertado por completo a mi Lo, de habérmelo propuesto. Pero ¿quién podía burlar a alguien tan entrañablemente conmovedor? ¿He dicho ya que su brazo llevaba la señal de la vacuna? ¿Que la amaba con desesperación? ¿Que tenía sólo catorce años?

Extracto del capítulo 20 de la segunda parte de Lolita, de Vladimir Nabokov, traducción de Francesc Roca

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Una Respuesta a Lolita

  1. mc enroe dijo:

    alguna gente me comento q molaria que metieramos mas acciones teatrales… q os parece si uno lee este texto en el micro, mientras los demas nos enjabonamos y pajeamos en las duchas del pompeia? (la voz ideal seria la del altet) viva la pedofilia

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