Master 4×16

Master sacó del congelador la botella de aguardiente gallego que yo mismo le había suministrado un par de semanas antes. Era costumbre desde que Master probó el aguardiente que traen mis padres del pueblo, cuando aún no éramos ni mayores de edad y los dos vivíamos en Santa Coloma. Yo creo que por eso se mantiene tan joven como un vampiro. Se sirvió un chupito y se lo bebió de un trago. Bajó las escaleras a pata y salió a las Ramblas. A pesar de los años que Master llevaba viviendo por el barrio, o precisamente por eso, porque había vivido otras épocas muy diferentes, Master no acababa de acostumbrarse a lo de los guiris. Atravesó la marabunta ignorándoles por completo, como si fuesen zombis. ¿No se suponía que por aquí, por el sur de Europa, vivíamos en países medio retrasados que tenían mucho que aprender de supuestos países más civilizados? ¿Concretamente de qué países hablamos? ¿De los países en los que viven estos zombis? Penetró en la plaça Reial sin devolver ninguna mirada ni contestar a ninguno de la media docena de pakis que le ofrecieron cerveza-beer cruzándose en su camino hasta un poco antes del límite del contacto físico. Pese a las opiniones de algunos de sus amigos, que los veían algo así como víctimas de la sociedad, Master consideraba a los lateros más bien unos colaboracionistas. No se imaginaba a ninguno de esos amigos con presunta conciencia social ejerciendo de lateros en Pakistán. Ni en Londres. La mirada de Master atravesaba a los guiris y a los lateros como si fuesen invisibles, como si no existieran. Mirada Garbajosa. De hecho, para Master, todos eran zombis que vivían en una realidad paralela. Para llegar a la Plaça de Sant Just i Pastor, podía escoger entre seguir el río de zombis por Ferran o pillar cualquier calle paralela del Gótico, estrecha, lóbrega y sin comercios. Y sin un puto guiri. Se metió por el carrer de la Lleona, ilustre prostituta del siglo XV, aunque las fuentes no se ponen de acuerdo. Olía un poco a meado pero la soledad de esa calle era gloria. Atravesó Avinyó y siguiendo en línea recta, casi sin desviarse, apareció en el carrer d’Hèrcules, mítico fundador de la ciudad. Master había leído que esa es la calle más antigua de Barcelona. La calle bordea la iglesia de Sant Just i Pastor, cuyos orígenes conocidos se remontan al siglo IV. Siempre que pasaba por ahí Master sentía una necesidad imperiosa de recordar toda esa diarrea de datos. A mitad de la calle, desierta mientras en la calle de al lado, en Jaume I, se apelotonaban los zombis, aunque con una densidad algo menor que de donde venía, Master se paró para tocar con la palma de la mano la pared de piedra de la iglesia. Y cerró los ojos. Como si pudiese sentir el rastro de las energías acumuladas durante toda la larga historia de esa piedra. Energías encontradas. Alegría y horror. Vida y muerte. Violencia y amor. Asesinatos, enamoramientos, nacimientos, gritos y música. Demasiada información entre la que escoger. Siguió caminando. En la plaza, sentada en las escaleras de la iglesia, vio a Lucía. Ella también le vio y se puso de pie. Bajó las escaleras mientras él se acercaba. Se dieron un largo abrazo. Se besaron. ¿Cómo estás? Bien, estoy bien. ¿Dónde quieres ir? Al mar. Vamos, me tienes que contar muchas cosas. Tú también.

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