Notas que patinan #87 | El poder de la imagen

Este último mes ha sido terrible. No solo por las navidades, el solsticio de invierno, las elecciones catalanas y el punto culminante anual de la actividad del ejecutivo underground (la contabilidad del trimestre, el cierre anual, las memorias, los dossieres, la interminable burocracia administrativa) sino también por la depresión a la que el balance anual y los sinsabores e injusticias acumulados durante el año me conducen siempre inevitablemente. Reconozcámoslo: esta situación no tiene salida. Y vamos a morir. Esto último siempre me alivia, la verdad, al mismo tiempo que me da ganas de vivir, por aprovechar un poco el poco tiempo que me queda. Pero, como desgraciadamente no estoy todo el rato pensando en la muerte, necesito de vez en cuando entrar en contacto con algo que me levante un poco el alma porque si no me muero, pero en vida. A parte de las personas en las que confío porque me hacen feliz y en los excelentes resultados que me da, cuando me acuerdo, esforzarme en conservar la alegría de vivir, esta elevación y sostén del alma las encuentro de vez en cuando en algún destello de lo que algunos han dado en llamar arte o, peor, cultura. Este es un recuento de un puñado de cosas que me han dado fuerza para seguir disfrutando y peleando en los momentos más oscuros del año.

El ciclo de películas de Jean-Pierre Melville en la Filmoteca de Catalunya, sin duda, creo que me ha salvado de caer en la depresión. Fui a ver Bob, le flambeur porque, aunque no conocía a Melville más que de nombre, había leído a los de la Nouvelle Vague hablando muy bien de él y, en concreto esa película, los de la Filmo la presentaban como la mejor película de ladrones jamás rodada, según la opinión de Tarantino, Kubrick, Truffaut y no sé cuántos cineastas más. Que sea la mejor película de su género no lo discuto pero para mí casi es lo de menos. La alegría de vivir (de noche) que transmite no tiene precio. No se trata solo de vivir, se trata de hacerlo de algún modo vibrante y buscarle alguna especie de sentido o, al menos, de hacerlo con mucho estilo, que es lo que tienen las pelis de Melville. Ama y haz lo que quieras, como dice Belmondo en Léon Morin prêtre, otra de las pelis del ciclo, citando a San Agustín, en una peli que no tiene nada que ver con gángsters ni cine negro, sino con un cura en un pueblecito francés durante la ocupación nazi, todo el día hablando de teología y filosofía con su amiga atea, Emmanuelle Riva. Sorprendente Belmondo y sorprendente ese giro de Melville, capaz de pasar del cine negro a la más elevada espiritualidad con apabullante desparpajo. Como en Le Samouraï, con Alain Delon de protagonista, haciendo de asesino a sueldo en una película que es una metáfora conceptual de aún no sé qué porque, muchos días después, todavía sigo preguntándome qué hay ahí detrás para que esa película, y sobre todo su final, se haya quedado en el interior de mi cerebro y no pare de arrasar con todo lo que encuentra a su paso. Estimar-se i subvertir el poder, no se’m acut altra missió a la vida, dice Roger Pelàez, citando a alguien que no recuerdo. Me quedo con la imagen de Belmondo en otra de las películas del ciclo, arrastrándose para llamar por teléfono después de recibir un disparo de muerte, solo para avisar a su amante de que no va a poder llegar a cenar. Y luego se mira en el espejo, se peina, se coloca bien el sombrero y muere. Así, sí.

Pero en la Filmo también había estos días otro ciclo muy interesante y variopinto, La quadratura del Cercle A, con pelis de Dreyer, Godard, Buñuel, Leconte… El ciclo, y la exposición que lo acompaña hasta el 11 de febrero, rinde tributo a las salas del Cercle A barcelonés (Casablanca, Alexis, Arkadin, Capsa, Maldà…), una iniciativa de Pere Fages, Jaume Figueras y Antoni Kirchner, que hace cincuenta años, en plena dictadura, decidieron proyectar por primera vez películas en versión original en salas comerciales de Barcelona. A partir de los noventa yo fui asiduo de algunas de esas salas pero no es hasta hoy que he entendido que estaban conectadas por esta historia del Cercle A. Ahora sé a quién le tengo que dar las gracias. Siempre hay alguien, a quienes suelen llamar locos, que son los primeros en empezar las cosas. Pero las cosas no existen porque sí, no salen de la nada. Unos tipos tienen que volverse locos para que las cosas ocurran, para que muchos años después otros lo disfrutemos como algo normal.

Sobre el poder de la imagen, me llamó la atención un paseo rápido por el LAB de La Virreina. Allí había una presentación en forma de pequeña expo del resultado de un proyecto de investigación coordinado por Jorge Luis Marzo. El experimento que me llamó poderosamente la atención era el siguiente: unos estudiantes se encontraban con algún familiar suyo y rompían la foto de ese familiar en su presencia sin decir ni pío. Había videos que documentaban esas acciones. Lo interesante era que, según el resultado del experimento, había un gran porcentaje de esas personas que reaccionaban con enorme tristeza o incluso violencia, muchas más que las que se reían, por ejemplo. Muchas preguntaban por qué las querían mal, por qué esa agresión. Normal. Bueno, normal… Podríamos pensar que relacionar lo que le pase a una imagen representación de tu persona con tu persona real podría ser algo propio de supersticiones de sociedades primitivas. Lo que el experimento viene a poner sobre la mesa es que esa creencia está profundamente arraigada en una sociedad moderna del siglo XXI. ¿Normal? A mí me parece, como mínimo, curioso. Y me lleva a pensar en el punto álgido que vive la censura entre nosotros últimamente. Lo que sucede en el terreno simbólico del arte para mucha gente es tan real como lo que ellos llaman realidad. Por eso seguramente les parecerá que es tan peligroso y que hay que controlarlo. Es el poder de la imagen.

Sobre la censura y el poder de la imagen, también he tenido tiempo de reflexionar acompañado del emocionante cómic francés Un homme est mort. De Kris y Étienne Davodeau, que cuenta la historia real del homicidio de un manifestante en Brest por disparos de la policía, en el año 1950, a través de la realización de una película propagandística de René Vautier sobre ese lamentable episodio, con la ayuda de dos desconocidos, Désiré y P’tit Zef. Tanto la historia de ese suceso silenciado, como la de la realización de la película, como la del proceso de creación del cómic, que recrea esa película desaparecida, son conmovedoras y me han hecho pensar en varias cosas. Una es en el poder de la imagen, una vez más. También he pensado en la censura. Desde el minuto uno los informes policiales demuestran que se sabía cómo habían sucedido las cosas pero durante cincuenta años el estado francés los mantuvo clasificados para evitar que saliera a la luz la verdad. También he pensado en que, a veces, nos hacen creer que durante la dictadura franquista en España vivíamos bajo el terror y la oscuridad mientras en el resto de Europa reinaba la democracia y la justicia. Bueno, lo primero tiene pinta de ser cierto pero lo segundo no es exactamente así, por supuesto. Por último he pensado en gente como René Vautier, que se ha pasado media vida acosado por la censura desde que en su primer encargo un organismo oficial francés le envió a una colonia africana para realizar un documental que debería haber servido como propaganda oficial, supuestamente, y él se dedicó a grabar la miserable situación que padecían los habitantes de la colonia africana. Bueno, nada que me suene muy ajeno. La libertad de expresión actual, suponiendo que exista, no es para echar cohetes.

La semana después de navidad tuve otra grata sorpresa durante una sesión presentada por Eduard Escoffet alrededor de la exposición Arthur Cravan. Maintenant? que se puede ver en el Museu Picasso de Barcelona hasta el 28 de enero. La sesión pretendía explorar la constel·lació creativa i personal de Cravan a través de propostes pensades expressament per joves artistes i poetes que estan repensant el text i la performance amb una mirada molt personal. En concreto, Anna Dot consiguió sacudirme en mi silla con su Siskin o un estudi especulatiu sobre el llenguatge de les plantes. En su web podéis leer el texto de su intervención completo y el vídeo de fondo con el que Anna Dot acompañó la intervención. El texto comienza así:

Algunes investigadores en traducció utilitzem l’acadèmia com a pretext per vehicular un problema personal amb una mena de fets: les separacions. El llenguatge científic és una disfressa de novel·les d’amor. Després d’aquesta revelació que em pot costar el lloc de treball, si us plau, permeteu-me un primer comentari a tall d’anècdota per introduir aquesta investigació acadèmica sobre la traducció de les plantes, i disculpeu-me per la possible poca pertinència d’aquestes paraules en un entorn de formalitat i distanciament com el que ens trobem.

No fue solo el texto, fue la presencia, cómo lo leyó, porque lo leyó, como muchas de las participantes en la sesión. Leer a veces me parece un problema. El texto no llega de la misma manera escrito que leído apresuradamente o con esa entonación de recital, de teatro o de locutor de radio. Pero no tiene por qué ser así. Como me pareció que demostró Anna Dot en su intervención, hay muchas maneras de leer en voz alta y algunas pueden ser realmente efectivas. Anna Dot marcó un tempo andante maestoso, lo mantuvo con determinación, lo dejó respirar y lo combinó con un lenguaje corporal que me pareció admirable, mostrándonos de vez en cuando las fotografías de un libro o con sus miraditas a la pantalla, donde nos enseñó el resultado de aplicar una traducción automática del ruso al inglés a partir de fotografías de plantas de interior. Y sobre todo aguantó su pose de seriedad sobria y distanciada desde el inicio y hasta el final, sin desfallecer. Una performance redonda, irónica, divertida y me atrevo a decir que profunda a la vez, que me devolvió la vida una tarde oscura y gris.

No puedo acabar este recuento sin acordarme de la integral de las Cantatas de Bach dirigidas por Harnoncourt y Leonhardt, un magnífico analgésico de 62 horas y 46 minutos sin el cual no hubiese conseguido llegar vivo al final del tedioso trabajo burocrático que sufro como condena cada final de año.

También me gustaría dedicarle un recuerdo al magnífico libro Ningún lugar a donde ir de Jonas Mekas, al que llegué por la maravillosa pieza escénica Ningún lugar de Orquestina de Pigmeos, un diario sostenido en el tiempo en el que Mekas retrata unos años de asco huyendo de la Segunda Guerra Mundial desde Lituania hasta llegar a Nueva York, muy enfadado con todo el mundo, incluso con sus propios compañeros refugiados, a los que no soporta, un detalle que me parece entrañable, real y sincero entre tanta hipocresía. Además, me gusta, porque se puede leer como una novela pero no tiene ningún tipo de estructura planificada, algo que a muchos escritores les parece absolutamente imprescindible. Pues, oiga, no sé yo qué decirles. Levanten la vista.

Y por último, Mi oído en su corazón, otro libro de Hanif Kureishi que tampoco tiene mucha estructura ni planificación en el que Kureishi comienza comentando un manuscrito de una novela que su padre jamás llegó a publicar y acaba haciendo un repaso de la historia de su familia, de su propia vida, del Londres de los 80 y los 90, y del actual, del racismo, de los artistas, del oficio de escritor, de las drogas, del sexo, de la depresión y de la vida. No está mal para otro defensor de las novelas estructuradas. Tenía miedo a leer este libro, que lleva en la estantería por lo menos diez años, paradójicamente porque a los dieciocho años leí su primera novela, El buda del suburbio, y me fascinó por completo. Hace unos días, en la Filmoteca, vi My Beautiful Laundrette, una peli de mediados de los ochenta dirigida por Stephen Frears con guión de Kureishi que hacía mil años que quería ver. Me volvió a fascinar la historia y la libertad con la que se cuenta. Y me acordé de que tenía un libro suyo en casa, que no era para nada lo que yo me esperaba: un libro de un escritor ya maduro hablando de su padre que me iba a defraudar porque no iba a resistir la comparación con la primera obra de un joven escritor descarado. Me equivoqué otra vez, por supuesto. La Filmoteca me volvió a salvar.

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