Notas que patinan #136: De los reproches

Las Huecas presentaron en La Infinita un adelanto de su nueva pieza, De l’amistat, que podrá verse en la Sala Beckett del 25 de enero al 18 de febrero. Antes de comenzar, con el público ya sentado, Núria Corominas, Júlia Barbany y Esmeralda Colette presentaron lo que íbamos a ver como una oportunidad para realizar un ejercicio experimental, recordando que esa es la costumbre porque así lo han venido haciendo en La Infinita, cada vez, antes del estreno de cualquiera de sus anteriores piezas escénicas. De l’amistat se presenta en la página web de la Beckett como una autoficción delirante que habla de la amistad. En la publicidad de La Infinita, en cambio, Las Huecas se preguntaban de qué va la amistad hoy en día y decían que habían intentado responder y que les había salido una comedia: la comedia de Las Huecas.

La autoficción comenzó seguramente antes de que diese comienzo la función. En la entrada saludé a Núria Coromines. Me dijo que creía que iban a fracasar por fin sobre un escenario (con este ejercicio) y que se sentía un poco disociada, por utilizar una palabra de moda (así se refirió a ella). Yo le dije que eso que me contaba sobre el fracaso ya lo había escuchado en otras ocasiones y que además diría que ese fracaso ya se había producido en alguna otra ocasión, sin demasiadas consecuencias, así que por qué temerlo. De paso me avisó de que iban a pedir la participación del público y que sabía que eso no era muy de mi gusto. La verdad es que no me gusta que me hagan trabajar cuando soy yo quien pago, le dije. ¿Cuánto ha costado la entrada?, me preguntó. Cinco euros, le contesté. ¡Qué caro!, me dijo. Noooo, le contestamos mi acompañante y yo al unísono. Es baratísimo. Una entrada en el Lliure cuesta cinco veces más.

Durante la performance, después de la larga introducción inicial en la que parecía que Las Huecas nos estuviesen diciendo que las componentes de Las Huecas que no estaban allí ese día se habían ido para siempre y que quizá ya no eran ni amigas suyas (lo cual daba un poco de mal rollo aunque la gente reaccionase riendo), pidieron al público que se levantase y caminase en círculo por el espacio saludando a quienes nos encontrásemos a nuestro paso, primero con un hola y más tarde con un adiós. La gente lo hizo. Yo también. Luego nos pidieron que nos agrupásemos en tres grupos, según nos identificáramos más o menos con la descripción de cada grupo: 1) gente provinciana con inquietudes (o algo así, no recuerdo exactamente la expresión), 2) gente que se apuntaría a un curso de clown y 3) gente que se vería capaz de robar un coche. Sin mucha convicción, me coloqué en este último grupo. De cada grupo pidieron un par de voluntarias. Las vistieron exactamente como ellas. Las del primer grupo las vistieron como Núria, las del segundo grupo las vistieron como Júlia y las del tercer grupo como Esmeralda.

Antes de eso, Núria se volvió a acercar a mí y me preguntó qué me estaba pareciendo esta mierda. Por cómo me lo dijo, me hizo dudar. Yo le pregunté a mi vez si estaba ya juzgándose antes de que acabara la performance. Pero también le pregunté si lo que me estaba diciendo formaba parte de la performance. ¿Quizá algo me hizo sospechar que me estaba intentando condicionar desde el momento en que la saludé por primera vez? El caso es que si sospeché algo en algún momento me olvidé rápidamente de mis sospechas porque las tres componentes de Las Huecas interpretaron muy bien sus papeles de amigas compañeras que ya no se soportan metiendo una tensión en escena que daba miedo contemplar: reproches constantes, pornografía sentimental a base de discusiones, gritos, dardos envenenados y hasta lloros (los de Júlia Barbany admirablemente interpretados, como si acabase de tener un ataque de ansiedad ahí mismo) seguidos de calurosos abrazos. Todo eso presenciamos en escena.

Las tres voluntarias (que tenían también a tres sustitutas preparadas) fueron invitadas a sentarse alrededor de una mesa para interpretar unos papeles que les invitaron a leer. Las Huecas las iban dirigiendo con bastante dureza. Les hacían repetir lo que no les gustaba o les exigían que pusiesen en su interpretación mayores dosis de mal rollo. Alguna gente reía pero había momentos de tensión en los que yo creo que buena parte del público comenzó a sentirse incómodo. Al menos esa era mi sensación. Pero la cosa se fue de madre. Las tres componentes de Las Huecas acabaron fuera de escena, gritándose e insultándose. Antes de desaparecer de escena definitivamente volvieron a entrar para pedirnos que gritásemos “pochocho” con ellas. Ese era el procedimiento que dijeron utilizar cuando se producía entre ellas una tensión muy fuerte que no sabían cómo superar. El público gritó “pochocho” a todo pulmón.

En mi sillita de parvulitos (las sillas de La Infinita son así) me pregunté qué anda mal últimamente entre tanta gente afectada de esta ansiedad galopante que tumba a más gente que la propia gripe invernal. Una persona que ha sido jurado de una convocatoria de proyectos escénicos para jóvenes me dijo hace poco que el 80% de los proyectos que había leído iban sobre la ansiedad.

Cuando acabó todo, después de los aplausos (por supuesto, no dio la impresión de que el público considerase que lo que acababa de presenciar hubiese sido un fracaso, más bien diría que todo lo contrario), nos invitaron a un dahl de lentejas. Ya me iba a ir cuando me interceptó Núria y me preguntó si me lo había creído, riéndose. Sí, claro, sois muy buenas actrices, ¿por qué no me lo iba a creer? Júlia se sumó a la mofa. No te creas todo lo que pasa en escena, que nosotras hacemos teatro, me dijeron. Antes de abandonar La Infinita, la anfitriona, Carolina Olivares, me preguntó si lo había pasado bien. Le contesté que la verdad es que lo había pasado mal porque me había creído el mal rollo. Recordé que hace tiempo que pienso en cuál será la razón por la que nos gusta ir a ver películas admirablemente interpretadas que nos hacen sentir un mal rollo que te cagas. Lo pensé viendo As Bestas, por ejemplo.

De La Infinita me fui con mi amigo a la sesión de DJ Frau Travesti en el Thursday I am not in love del bar Manchester del Gótico. Mi amigo me estuvo hablando sobre el mal moderno, según él, de los reproches. Quizá escriba sobre cómo la amistad también se puede pudrir, sobre el reproche y sobre la pornografía sentimental en la que vivimos inmersos, pensé. Él decía que una cosa que le gusta de mí es que no hago reproches. Yo no estaba tan seguro de no hacer reproches. Quizá no haga tantos como otros, pensé, o no los emita frontalmente como parece que dicta la moda actual, pero soy mucho más criticón de lo que querría, pensé mientras escuchaba la música melancólica que pinchaba Frau Travesti.

Cuando salíamos del Manchester pasamos por el carrer de l’Arc del Teatre (vaya, qué coincidencia o, como diría Jung, qué sincronicidad) y remontamos una de sus estrechas calles perpendiculares. A mitad de calle nos encontramos a una gente que se estaba peleando. Pero parecía una pantomima, como así era. La dirigía un director al que conocí hace unos días en un bar. Mi amigo, que estaba ese día en el bar conmigo, se dio cuenta y me lo señaló. Yo pasé a su lado mientras de refilón me parecía reconocer a uno de los actores que simulaba una caída al suelo. Saludé al director con un hola (y dije su nombre). Se me quedó mirando con los ojos muy abiertos. Era evidente que no me reconocía. Me quité mi gorro para ver si reaccionaba, pero sin ningún éxito. Pasé de insistir más porque él pasó de mí y siguió con lo suyo, sin dirigirme la palabra, con una mirada que me pareció un poco psicópata pero que seguramente sería simplemente de máxima y absoluta concentración en su trabajo de dirección de actores. Seguimos caminando y uno de la banda, inquieto por si me había creído que la pelea iba en serio, me dijo que no me preocupase, que no era más que… Están ensayando, le decía yo al mismo tiempo a mi amigo. Eso es, me dijo una chica del grupo. Sin dejar de caminar, le dije al tipo que me había intentado tranquilizar que no estaba preocupado por la escena que acabábamos de presenciar, que sólo había intentado saludar a quien la dirigía pero que era evidente que no se acordaba de mí. Seguí caminando echando pestes de ciertos comportamientos un tanto psicópatas que me temo que forman parte del mundo de los artistas, del mundo de los artistas pijos, para más señas (el mundo del arte es un mundo de pijos y pijas, esto es así y me da la impresión de que no se habla lo suficiente sobre ello, seguramente porque los pijos y las pijas prefieren hablar de otros temas que seguramente les interesarán más). Y entonces le pregunté a mi amigo: ¿acaso esto que acabo de decir no es un reproche?

Al día siguiente me levanté pensando en qué será en realidad lo que entendemos por reproche y si será verdad que es el mal moderno que amenaza a la amistad y sus derivados. Y ya no estoy seguro de la respuesta. La vida me parece cada vez más misteriosa.

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