

















Fotografía: Jesús Ubera

Escribo estos recuerdos cuando han pasado ya tres semanas de lo que vimos. Formaba parte del festival Free Tour, celebrado en Madrid e inspirado en parte en los Free Flux Tours promovidos por George Maciunas en Nueva York a mediados de la década de 1970, en los que grupos de gente se reunían para pasear por la ciudad o visitar algunos de sus rincones con otra conciencia que la habitual, una conciencia quizá despertada por el sencillo hecho de haberse puesto toda esa gente de acuerdo para hacerlo.
Estábamos citados en una parada de autobús de una avenida. Habían tardado muchos días en decirnos dónde y a qué hora se nos citaba, aunque el día lo sabíamos. Cuando por fin se dieron las coordenadas las entradas, recién puestas a la venta, volaron. Es porque la Orquestina de Pigmeos, responsable de lo que íbamos a ver, o a recorrer, es muy admirada y muchas personas desearían que se prodigase más. Otras tienen de sus piezas lo que se llama un recuerdo imborrable, que es algo que nace por la conmoción que nos ha producido un acontecimiento, y no quiere decir necesariamente que lo recordemos detalle a detalle, sino que se parece más bien a una planta sorprendente que sigue dando flores contra todo pronóstico. Pido disculpas por los desvíos: todo esto lo escribo para explicármelo a mí misma, y agradezco entonces a quien lo lea que me tienda un espacio para que asimile las cosas, como se doblan las sábanas limpias entre dos.
Éramos bastante gente, ¿quizá unos treinta? Mientras llegábamos se fueron formando los clásicos grupillos detrás de la parada, donde hay una especie de parque sobrevenido con un edificio institucional en el que entre otras oficinas está la comisaria de Usera. Es una zona con cierto tránsito, un descampado algo domesticado por donde pasa gente con perros o que toma un atajo en su trayectoria.
Los dos miembros de la Orquestina se acercaron. Llevaban cada uno un amplificador que reproducía lo mismo, duplicación que serviría para que el sonido llegase a todos los asistentes mientras el grupo se iba desplazando. Pero aquí me patina un poco el recuerdo, o bien es que la cosa comenzaba un poco así, no tajante, de manera que la atención de cada cual se iba centrando a su ritmo. Nos habíamos colocado un poco más ordenados en la acera, y mientras seguíamos esperando algún chasquido o señal que nos avisase del arranque, comenzamos a distinguir una música que venía de otra parte. De la acera de enfrente. Ahí había una casa de dos o tres plantas, con una azotea en lo alto, y en el poyete de la azotea estaba el amplificador desde el que salía la música, que era de aire árabe. Entonces vimos a una mujer tendiendo la ropa en la cuerda. El bajo comercial, que estaba cerrado, tenía una cortina metálica donde había pintado un animal. Me pregunté si también debía fijarme en eso, acechante al sentido, porque la calle entera se había transformado ahora en susceptible de atención, y eso solamente por la canción y la mujer en la azotea. También me fijé en la gente que iba por la calle y se nos quedaba mirando unos segundos, por lo llamativo que es ver a varias decenas de personas detenidas mirando a un mismo punto.
Entonces la mujer bajó a la calle y se dirigió al paso de cebra que teníamos enfrente. Cuando se puso verde y pudo cruzar, lo hizo lentamente, porque a medida que avanzaba iba trazando sobre la calzada una línea con una tiza blanca. Iba marcando el suelo pero no se detenía. Su actitud era resuelta, algo desafiante. La captaban tanto los conductores de los coches parados como nosotros que la esperábamos. Cuando llegó a nuestro lado de la acera y siguió caminando como alejándose de las casas e internándose en el descampado, todos la seguimos. Iban dirigiendo la comitiva los dos miembros de la Orquestina, uno el primero y otro el último, cada cual como he dicho con un amplificador desde el que salía el audio, ahora la voz de un hombre que hablaba en árabe. La mujer seguía marcando las losas del suelo, y cuando dejó de haber losas y ya el suelo era de arena, se desplazó hasta el muro que limitaba el terreno y seguía dejando que la tiza marcase una línea blanca sobre su superficie, paralela a su avance, a veces con aire de hartazgo, a veces con aire de enfado. Por fin se detuvo y se puso a dibujar figuras en el muro, un triángulo detrás de otro, que empezamos a reconocer como tiendas de campaña. Nos detuvimos todos y los amplis se quedaron en el suelo. Ahora hablaba una mujer, también en árabe, y estaba ya claro aunque no se entendiese el idioma que estaban hablando de Palestina. Entonces otra mujer cogió un micrófono y por encima del audio se puso a traducir lo que este decía. Ahora entendíamos de otra manera la relación entre los dibujos en la pared y lo que estábamos oyendo, que era el relato de la vida en un campo de refugiados. Entonces nos dimos cuenta de lo significativo que era que el número de la parada de autobuses donde nos habían citado fuera el 1948.
Después de un rato, cuando ya habíamos entrado en el nuevo marco, la primera mujer siguió su camino y todos nosotros fuimos detrás. Ahora el camino era de tierra, con irregularidades, con yerbajos secos y desperdicios y cacas de perro, y cada vez más taciturnos seguimos ascendiendo hasta la planicie. Desde ahí se veía a lo lejos la continuación de la ciudad, los bloques de viviendas de otros barrios, que hacían imaginar las muchas vidas que se desarrollan dentro, la gente que se dirige a su casa para recogerse, mientras el sol iba bajando y el cielo iba cambiando de color con placidez, como si dijera “y así ha transcurrido otro día en la ciudad”. Todo lo que nos rodeaba formaba parte de la pieza y convocaba su negativo. Ante ese fondo, la primera mujer se puso a bailar. Era un baile que incluía pasos largos con cambios de trayectoria, y era como si estuviese probando cómo seguir, y todo el rato había que cambiar la dirección, y había armonía a pesar del desaliento y la impotencia. Cada vez estaba más oscuro.
A unos pocos metros había una estructura sencilla que conformaba un cine de verano. La mujer dejó de bailar y se dirigió hacia el cine. Ella y la traductora se sentaron en la tarima que había delante de la pantalla. Los demás nos distribuimos por las butacas escalonadas o de pie entre ellas. Cuando llegamos había un hombre sentado, que debía de estar haciendo su descanso habitual en mitad de su paseo con el perro. Ambos asistieron también a la intervención de la primera mujer, que entonces nos habló directamente. Nos contó que vivía en Madrid y que venía de Gaza. Que había nacido en un campo de refugiados y cómo era la vida en esas condiciones, y el estado en el que estaba su tierra desde los últimos dos años de masacre, y que su familia ahora estaba dispersa o muerta. Ella, Mai Al Bayoumi, y la traductora, Shereen Dagani, de Jerusalén, se ofrecieron para contestar cualquier pregunta que quisiésemos hacerles, pero nadie se atrevió a decir nada, o todo lo que habíamos oído había resultado ya lo bastante elocuente. Llegaron aplausos también de las casas cercanas.
Al volvernos a juntar tímidamente en grupos nos íbamos enterando de algunas cosas, por ejemplo de que lo que acabábamos de ver seguía el procedimiento expositivo de la película de 2009 Vidéocartographies: Aïda, Palestine, de Till Roeskens. Los parlamentos que habían ido acompañando la marcha estaban sacados de allí; a lo largo de tres cuartos de hora se suceden las intervenciones de hombres, mujeres y niños que han vivido en el campo de refugiados Aida, en Cisjordania, cerca de la ciudad de Belén. A medida que hablan vamos viendo en la pantalla aparecer los trazos de los mapas del campo de Aida, con una técnica de semitransparencia, los trazos negros sobre la superficie blanca que se va llenando, porque todo lo que cuentan es en función de la disposición de los muros, los caminos y los límites. También en la pantalla del cine en el descampado de Usera había pegado con celo un sencillo cartel, compuesto por varios A4 en los que había dibujados unos croquis similares a los trazos que habíamos ido viendo dibujar. La conversación entre todos los asistentes levantó algo el ánimo.
Cuando ya era de noche del todo nos fuimos del descampado.
Bárbara Mingo Costales

A estas alturas tanto Rubén Ramos como Miguel Valentín ya han escrito o hablado sobre Free Tour, el festival de site-specific fraguado por Carmen Aldama y Fran Weber, y financiado por Injuve, esa institución encargada de entrenar las aptitudes de ingeniería financiera de las artistas precarizadas. Como comentan Miguel, Rubén y las reseñas de Entradium, el festival nos ha dado aliento a las que malvivimos la insoportable escena madrileña. Después de ya demasiadas temporadas de repertorio y nadería, nos hemos lanzado a la calle. No para quemarlo todo como deberíamos (si bien el cierre, Opus nigrum, de Ben Attia, coincidió con el hermoso boicot a la etapa final de la Vuelta), sino para disfrutar de piezas muy distintas entre sí en espacios no convencionales.
Como única abonada al festival (tremendo privilegio, ¡digo!), he visto cómo se ha creado una comunidad efímera de cinco días. Muchas caras nos (re)conocíamos o nos hemos conocido en este contexto. Mi sensación esas tardes y esas piñas coladas de después era la de quien se encuentra ante algo importante, algo que inspira, algo que hacía falta. Más allá de mis sentires, lo que se generó fue sin duda un ambiente cálido y cercano entre público y artistas.
El 13 de septiembre, este grupo y muchas caras nuevas nos reunimos en Cruce, espacio de arte y pensamiento contemporáneo que, según su web, rehúye cualquier definición. Yo lo conozco como la mítica sala de improvisación de los músicos modernor. Fantasía. La cita era TOURIST, de Núria Lloansi y Pierre Peres.
Nada más entrar, nos encontramos una sala blanca con sillas dispuestas a la italiana ante las dos alturas del sitio. En la inferior hay dos tumbonas, dos lámparas, dos micros, dos mesitas, un sintetizador y un set de coctelería. En la superior están Núria y Pierre, ataviadas con kimonos de raso y gafas de sol. Observan y son observadas, como los monumentos de una ciudad cualquiera.
Al empezar bajarán las escaleras y se sentarán en las tumbonas, de las que no se levantarán hasta que termine la pieza. Primero escucharemos un espacio sonoro que podría ser el bullicio de El Brillante, que aparece en el programa de mano. Luego construirán una sucesión hipnótica y plurilingüe de entrevistas a turistas intercaladas con intermedios musicales, quemas de palo santo, y preparación y cata de cócteles. Las preguntas siempre serán las mismas: ¿qué has venido a hacer a Madrid?, ¿qué te gusta de Madrid?, ¿qué piensas del rey de España?, ¿Barça o Madrid?, ¿posición sexual favorita?, ¿estás enamorado?, ¿cuál es tu mayor preocupación actualmente?, ¿cuál es tu momento más feliz?, ¿qué pasa después de la muerte? Desconozco el proceso que han seguido las artistas, pero imagino que han realizado entrevistas reales y que estas les sirven de documento.
A lo largo de la pieza, las respuestas irán revelándonos detalles sobre las entrevistadas. A veces serán más banales y a veces serán más profundas. Al fin y al cabo, debe ser rarísimo que una peso pesado del teatro contemporáneo te pregunte cómo te gusta más follar cuando vas paseando por el paseo del Prado con las Birkenstock, el matcha latte y el pollofre. Agradecí que las artistas se limitaran a presentar las respuestas sin moralina y con el punto justo de mala baba. Gracias a lo soso de muchas de las respuestas, se abre todo un espacio para el imaginario político y personal. Así, esta fauna nos obligará a preguntarnos por la forma en que consumimos las ciudades en las que vivimos y a las que viajamos y viceversa. Mientras, llegará incluso a tener cierto encanto, permitiéndonos empatizar con ella. “¿Cómo de superficial es mi relación con este territorio?”. “¿Quiero acaso visitar lugares no globalizados en los que la experiencia que pueda vivir no esté estandarizada?”. “Cuando viajo, ¿me visto tan hortera que podría simplemente ponerme un kimono de poliéster y no se notaría la diferencia?”.
En 2022, en el Antic, Pierre y Núria abrieron al público el proceso de una pieza llamada TOURIST. Por las fotos pinta a nivel sonoro y estético muy distinta. Sin embargo, Núria lleva la gorra mencionada en la sinopsis de TOURIST 2025. Es de suponer que, viviendo en Barcelona, el problema de la gentrificación y la masificación las afecte, y que lleven tiempo dándole vueltas al concepto. Para el futuro, me divierte fantasear en cómo la dramaturgia de la pieza cambiará de una plaza a otra. Si bien la mayoría de las preguntas son lo bastante amplias como para reproducirlas en cualquier lugar con resultados similares, TOURIST tiene el potencial de convertirse en una pieza mutante. Digamos que puede transformarse en city-specific.
Miguel Valentín apunta inteligentemente que la pieza es un concierto y que por eso tiene sentido que se desarrollara en Cruce. No obstante, yo al salir pensé otra cosa. Aunque el espacio escénico había quedado muy bonito, habían aprovechado las dos plantas y el sonido era excelente, me preguntaba por qué en Cruce y no en cualquier otro lugar. En el Teatro del Barrio, en la Clamores… Pensé que quizá respondía a cuestiones de producción. No encontré más relación entre el espacio y la pieza que cierta experimentación sonora, pero igual Miguel sí está en lo cierto.
En cuanto al sonido, Pierre/K.Blum nos adentrará en unas sonoridades geniales. Las texturas se mueven entre el vapor wave más narcotizado, la psicofonía en su voz y las ajenas, e incluso el pop de Madonna. Todo el diseño de sonido estaba cuidadísimo. El trabajo con la voz de ambas, tanto en los textos como en lo sonoro, era fino. Daba gusto el contraste entre los audios tan crudos de las entrevistas, disparos de voces nuevas en otro idioma arrastrando su ruido de fondo, con el silencio de Cruce y la claridad de las voces en escena. Seguramente se deba a que estoy trabajando el mundo fantasmas para un proyecto, pero Núria y Pierre parecían médiums sacadas de una sesión espiritista, arrancando psicofonías del más allá. Núria, por supuesto, desplegó todo su buen hacer e incluso nos preparó una piña colada porque sobraba bebida.
Quizá no sea la obra maestra de estas artistas, pero ¿qué más da? Se ven las tablas, el buen gusto, la honestidad y el deseo de abrir melones. En definitiva, ¡larga vida a TOURIST y a este dúo!
Carlos Pulpón
Crónica encargo (sin ser nada de eso yo) de La Princesa de Polignac

“Y EL VERBO nunca se hizo carne porque no lo es aquello que se hace presencia, sino lo que se entrega a otra carne”.
Carmen Boullosa.
Come y bebe que la vida es breve. Esta expresión del español es un llamado a disfrutar de la vida. No es extraño que la sabiduría popular contenida en una lengua refiera a la cocina. Calmar el hambre es una necesidad universal que todos los pueblos han perfeccionado como si de un arte se tratara. De hecho, en ese territorio se mueve un banquete, especialmente cuando se coreografía al detalle, en el lugar entre las necesidades más humanas del cuerpo y el espíritu: el alimento y el rito. El acto de comer hace tangible nuestra mortalidad. El pensar en la muerte hace inevitable pensar en la vida y, con la nostalgia anticipada que uno siente por el lugar del que aún no se ha ido, pero del que sabe con certeza que se irá, brindar un carpe diem. Puede que esta sea solamente mi mirada sobre la pieza de la que quiero hablaros, o puede que algo tenga que ver con esto Cabeza de merluza, rabo de toro, de Huichi Chiu y Víctor Velasco, que ha inaugurado la primera edición del festival de performance Free Tour en Madrid. Un festival organizado por Carmen Aldama y Fran Weber e inspirado en el Free Flux-Tours que el grupo Fluxus celebró en 1976 en Nueva York. Esta apertura homenajea al neoyorquino, en cuyo programa todavía se pueden leer las instrucciones para una de las acciones que tuvieron lugar allí: “May 10&11 at 6am go to 17 Mott street and eat Wonton soup (says Nam June Paik)”.
Como todo buen banquete, la pieza comienza con una invitación. Así, las personificaciones fantásticas de Huichi y Víctor, Cabeza de Merluza y Rabo de Toro, nos escriben el día antes para convidarnos a una cena en el restaurante Lao Tou en Usera, en la que nos cuentan que les vamos a comer “como en una eucaristía sin sermón”. Es entonces cuando también conocemos por primera vez el menú. Aunque este combina cabeza de merluza y rabo de toro como platos principales (conectando la gastronomía de la provincia de Hunan y de la región de Andalucía), sigue la composición de una mesa tradicional china. Así, a los platos servidos se les otorga un sentido. Son símbolos de deseos de salud, prosperidad y cuidado mutuo. La invitación, además, incluye una bella pieza de audio que, a través de un paisaje sonoro: un arrozal donde las ranas croan, pastan los toros de lidia, suenan diferentes músicas (entre ellas: Suspiros de España o Wan An) y se cuentan cuentos escritos por Gan Bao (autor del siglo III); nos guía por una cena soñada, quién sabe si posible…
10 de septiembre, por la tarde.
Salgo del metro en Usera y busco el restaurante Lao Tou. He llegado pronto, así que recorro el barrio: restaurantes de comida asiática, casas de apuestas, supermercados y droguerías, estancos… Cuando llega la hora, Lao Tou abre sus puertas. Nuestros anfitriones indican con un gesto que podemos atravesar la estancia hasta un comedor al fondo. En la pared de la sala vemos un mosaico con motivos de toros de lidia. Nos dan la bienvenida y nos ofrecen una flor de loto de papel. Hay cinco mesas. En cada una, un centro de mesa giratorio, una jarra de cristal que contiene algo y dos huevos de color rosa fucsia (símbolos de celebración y alimento de nuestros convidantes). Cabeza y Rabo nos indican que empieza el banquete. Rabo de toro llena las jarras de cristal de agua hirviendo. Cabeza de merluza dice: “ahora; va a sonar la maquinaria del mundo trabajando para alumbrar algo.”
Lentamente ocurre. Iluminado por una composición de sonidos de vajilla y cubertería, ese algo se revela en una flor de té que se abre “trayendo la primavera a todo el mundo”. A partir de entonces, bebemos té blanco y comemos arropados por las imágenes y sonidos del sueño de la cena del día anterior, las intervenciones de Cabeza y Rabo y los cuentos sobre hombres, seres fantásticos y espíritus de un lugar y un tiempo lejanos.
Así, puedo narraros una pincelada de lo que aconteció en Cabeza de merluza, rabo de toro. La pieza, sin embargo, no os la contaré con todo el detalle que merece, pues tanto la dramaturgia de la invitación como la de la cena, es un tapiz en el que cada palabra y cada acción está dotada de simbología y entrenzada con el resto de elementos. Huichi y Víctor evocan un paisaje desconocido, entre el mundo de los hombres y las mujeres y el de los personajes y espíritus de los cuentos que ellos mismos narran y encarnan. Un banquete en un lugar que dicen, dejará de existir cuando nos vayamos, una cena que desvela un misterio y lo celebra. Las intervenciones de Cabeza y Rabo durante la misma guían la ceremonia, pero también invocan la conciencia de lo que significa ser humano: nacer, celebrar la vida si es posible y despedirse. El fin de la cena coincide con la entrega de las cucharas. Se nos recuerda “La tierra nos será breve”. Ya bien comidos, habiendo disfrutado de la compañía y de la comida, nuestros anfitriones nos regalan una moneda, unos granos de arroz que nos desean abundancia y un poema sobre nuestro paso por el mundo: “[…] Primero, el cielo compacta el aire en carne, y la siembra a lo largo del horizonte; algún tiempo después , la tierra engulle las sobras. Lo que sucede entre medias solo nos incumbe a nosotros. […]”. El final de este, con un refrán castellano, anuncia tiernamente que “Creemos ser cabeza de león y somos cola de ratón. Y hasta el rabo, todo es toro”. Y es que, para vivir hay que estar preparado. Pues, hasta que no llega su final completo y absoluto… la vida siempre nos puede pillar desprevenidos.
Cristina Garrido

El tercer día del festival Free Tour, viernes a las ocho de la tarde, voy al segundo pase de Atalaya, de María Cecilia Guelfi. Nos ha citado en la plaza de Antón Martín. Cuando estamos todos, unas veinticinco personas, Carmen Aldama, una de las comisarias del festival, llama nuestra atención y nos pide que la sigamos. Caminamos adentrándonos en las calles de Lavapiés. La comitiva se detiene en una esquina, quien nos guía señala la parte superior del edificio que hace esquina mientras nos dice que vamos a subir hasta allí y nos pide que, por respeto a la gente que vive en el edificio, subamos en silencio. Subimos unos cuantos pisos de lo que parece una típica corrala madrileña hasta llegar a la puerta de una de las viviendas. Se nos invita a entrar.
Una vez dentro ocupamos la casa. Al cabo de unos instantes una voz comienza a sonar por unos altavoces colocados sobre un par de puertas. La voz nos saluda, se presenta como Cecilia, nos pregunta cómo estamos y nos dice que espera no haber asustado a nadie apareciendo así, de repente. Cecilia nos da la bienvenida a su casa y se pregunta si hemos tenido tiempo ya de recorrerla. Si no es así, nos invita a hacerlo. No se tarda mucho, dice. También nos dice que miremos en todos los rincones, que abramos los armarios, todos los cajones, que curioseemos sin remilgos todo lo que nos dé la gana. Pero nos pide que intentemos no romper nada, que no la juzguemos si encontramos cosas raras y que no cambiemos las cosas de lugar.
Hay mucha gente para una casa no muy grande pero lo suficiente para que tenga un salón, un baño, una cocina y dos habitaciones. Hay libros por todas partes, algunos están abiertos boca abajo encima de las mesas. Me llama la atención uno de George Sand o sobre George Sand, no me da tiempo a detenerme mucho porque la marea de gente me lleva de un lado a otro, como si estuviese en una fiesta muy concurrida. También veo reproducciones de cuadros de arquitecturas venecianas pegados a las ventanas de la cocina, donde decido sentarme en una silla enfrente de la nevera. La abro pero no encuentro nada raro en su interior: comida, bebida, lo típico. Abro algún armario y algún cajón. Me encanta curiosear en las casas de los demás. Cuando visitas una ciudad lo que sueles ver es lo que se encuentra en la calle, en el espacio público. Casi nunca tienes la oportunidad de entrar en una vivienda particular, a no ser que conozcas a alguien en la ciudad. En cualquier ciudad hay tanto espacio fuera como dentro de las casas pero al espacio privado cuesta más acceder. Por eso, cuando tengo oportunidad, siento una enorme curiosidad por conocer cada detalle de ese espacio doméstico que habitualmente permanece oculto.
La voz de Cecilia nos invita a sentarnos donde nos plazca. Definitivamente parece que ella no está pero su voz nos acompaña. Cecilia habla del origen del barrio de Lavapiés, que, según nos cuenta, se formó en algún momento de finales del siglo XVI o principios del XVII. Desde entonces dice que su trazado no ha cambiado sustancialmente, así que su casa ya estaba ahí desde el principio. Eso le da pie a hablarnos de los planos de las ciudades. Nos dice que antes esos planos eran secretos, inteligencia militar, no como ahora que están a disposición de cualquiera en cualquier momento.
También nos habla de cómo llegó a esa sencilla casa, de sus limitaciones y de la gente que al principio la compartió con ella. Pero a pesar de las limitaciones de su casa nos confiesa que para ella siempre fue una casa perfecta… porque la podía pagar. Aunque, por algunos comentarios más, nos damos cuenta de que el hecho de que la casa esté en la esquina la satisface enormemente porque, aparte de una ventilación excelente, le ofrece la posibilidad de vigilar todos sus accesos. Habla como si viviese en una torre de vigilancia, en una fortaleza militar. Deja caer la palabra baluarte, y otero. Dice haberse preguntado a veces cuánto tiempo podría resistir ahí un sitio y también haberse organizado para disponer siempre de víveres y agua embotellada, por si acaso. Incluso reconoce haber acumulado muebles frente a su puerta, como si estuviese preparando una barricada.
Nos habla de las plantas. Como las plantas, cuando llegó a esa casa, ella necesitaba un ecosistema que se adaptase a ella. Y lo que ella necesitaba entonces era quietud, control y silencio para escuchar. Volverán las plantas a su discurso pero antes nos cuenta eso de que dicen que para los jóvenes es más fácil imaginar el fin de la civilización que el fin del capitalismo, como si no hubiese otra opción que todo o nada. ¿Cómo debió de ser vivir en la época en la que se construyó ese edificio, cuando este sentimiento de fin del mundo no lo impregnaba todo?, se pregunta. Y desgrana una lista de desastres y angustias actuales pero para preguntarse por qué razón estamos ante una disyuntiva tan cutre como la de dinero o barbarie.
Cecilia sigue hablando, con voz tranquila, mezclando temas aparentemente dispares, aunque quizá no tanto, como futuros distópicos de reciente aparición y la Ley de startups que entró en vigor a finales del año pasado para facilitar la entrada en España de nómadas digitales, una ley disfrazada de buen rollo con términos como “atraer talento” o “resiliencia”. ¿Forma eso parte de las nuevas invasiones que nos arrebatan nuestro espacio vital mientras para despistar nos señalan como enemigos a los inmigrantes que vienen con lo puesto? Esta última pregunta no la lanza Cecilia pero me lo pregunto yo. El discurso de Cecilia es mucho más sutil. Lo que escuchamos no es una soflama. Pero ahora que lo pienso parece estar perfectamente conectado con uno de los temas de este Free Tour: nos están arrebatando nuestro espacio vital, no sabemos dónde meternos y acabaremos atrincherándonos en… ¿Dónde? Esa es la pregunta.
Mientras Cecilia nos habla de la siesta, de cómo duerme la siesta en el suelo en las calurosas tardes de verano, alguien cierra las ventanas y nos quedamos en completa oscuridad. Cecilia se transporta a un bosque, de noche. En ese bosque Cecilia vive una larga vida contemplando la luna cada noche hasta que desaparece para convertirse en alimento para las encinas que la sobrevivirán. Mientras tanto, en su piso, experimentamos cómo las ventanas cerradas provocan que el ambiente, poco a poco, se vuelva más opresivo, sin llegar a ser asfixiante. La voz de Cecilia se distorsiona sutilmente mientras nos habla de esa ciencia ficción que plantea futuros potenciales feos, por llamarlos de algún modo. Lo relaciona con la crisis climática, sin hablar propiamente en esos términos. De pronto nos habla de cómo se autorregula un bosque, de cómo los roedores que viven en él viven como si no existiese un mañana, de cómo follan y se reproducen hasta sobrepoblar el bosque, de manera que el bosque no tiene más remedio que reaccionar (¿eso hace de verdad?) dejando de producir el alimento necesario para que los roedores puedan sobrevivir. De esa manera, la población roedora se diezma y vuelve el equilibrio. Cecilia sugiere que quizá nos esté pasando lo mismo ahora, a nosotros, pero prefiere no hablar de eso para que no nos pongamos tristes ni nos dé por follar como roedores. En la oscuridad se escuchan risas apagadas, como de alivio.
Las ciudades quizá sean como bosques, sigue contándonos. Estar en un cuarto piso quizá sea como vivir en las ramas más altas de los árboles. Y entonces nos cuenta una historia, casi un sueño, que imaginó un día desde esta misma casa mientras veía a unos operarios reparar algo en un tejado. En esa historia hay viento y el viento trae polvo y el polvo se acumula sobre las calles hasta que los del primer piso tienen que subir al segundo piso para sobrevivir. Pero el viento sigue y el polvo avanza y la gente tiene que subir al siguiente piso. Y cuando llegan al último piso, en el que nos encontramos, cuando le toca a ella acomodar en su cuarto al profesor de piano del primer piso y a la señora que cocina del segundo, cuando ya no se puede más, el viento para, el polvo deja de caer y Madrid vuelve a ser una ciudad de casas bajas y vuelve a recordar que es una ciudad que tiene cuerpo y también tiene alma, y que no está sola, “y que con todo eso tiene derecho a hacer algo que sea bueno y que sea inútil”.
Y entonces se abren las ventanas, suena O sole mio, entran los últimos rayos del sol antes de que la oscuridad caiga sobre Madrid, sacan cava de la nevera, nos sirven un poco y todos los presentes vamos por la casa al encuentro los unos de los otros mientras brindamos mirándonos a los ojos.
Rubén Ramos Nogueira

El último día de Free Tour, el domingo, a las siete de la tarde, Ben Attia nos citó en la Glorieta de Embajadores, desde donde veíamos sobrevolar a los helicópteros y donde estaban aparcadas las furgonas de la policía que se dedicaron a liarla en el final de la Vuelta ciclista a España mientras algunos españoles conseguían parar la competición, ya que nadie consigue parar el genocidio del pueblo palestino. Dos días antes, los inscritos a la performance de Ben Attia, Opus nigrum, recibimos un correo electrónico en el que se nos informaba del lugar al que debíamos acudir y se nos pedía guardar voto de silencio durante dos horas antes, y también durante la performance, y además ayunar desde el desayuno o el mediodía hasta la puesta del sol de ese día. El correo iba encabezado por este texto:
“Opus nigrum es un peregrinaje desde el centro de la ciudad hasta su periferia, hasta el lugar donde acaba lo humano. Justo en esa frontera es donde habitan los ascetas y los santos. Es allí donde aparecen los profetas. Donde el campo abierto pasa a ser descampado y el pasto se convierte en rastrojo; donde los caminos se desdibujan y se acumulan los escombros. Y es también allí donde nos dirigimos. Pero para venir hay que estar en silencio primero. Encerrarse primero un tiempo en el silencio y guardar también el ayuno para preparar el cuerpo. Sólo entonces estaremos listos”.
El ayuno y el silencio contribuyeron a la sensación de que la performance ya había comenzado mucho antes de llegar al punto de encuentro, además de preparar la mente para lo que iba a suceder. La simple experiencia de mi trayecto en metro, acompañado de alguien con quien no me comuniqué durante el suficiente tiempo como para que el asunto comenzase a convertirse en algo que no podíamos ignorar, y del paseo desde la parada de metro de Lavapiés hasta la de Embajadores (podíamos haber ido directamente hasta Embajadores pero nos apetecía dar un paseo), me resultó de pronto una experiencia nueva, desacostumbrada. Me dio calma. Y cuando la gente comenzó a llegar, pasada la primera incomodidad de saludar a algunos conocidos sin decir ni pío, comenzó a gustarme. Pensé que está muy bien hablar pero que de vez en cuando conviene callar. Alguien me habló mientras me saludaba y me preguntó algo que podía esperar a ser contestado. Me llevé el dedo índice a los labios sin decir una palabra. Cuando todo el mundo había llegado, y permanecía en un respetuoso silencio, apareció Ahmed Ben Attia, con su característico sombrero de paja, y nos gritó que todos los que fuésemos a ver Opus nigrum nos subiéramos en el autocar que acababa de aparcar ante nosotros.
Mientras el autocar arrancaba, Ben Attia, con la ayuda de un micrófono, en el asiento más cercano al conductor, nos informó de algunas cuestiones referentes a lo que íbamos a presenciar. Nos dijo que el trabajo lo habían realizado cuatro personas: él mismo, Juan Navarro, Maxi Labrador, María Moncada y Antoine Forgeron, más una quinta, Álvaro Revuelto. Nos dijo que habían estado trabajando solo dos semanas (ahí está: la captatio benevolentiae, pensé, y también pensé que no había ninguna necesidad, que trabajar poco tiempo no quiere decir trabajar menos de lo necesario) y nos contó el origen del proyecto. Ben Attia estuvo recientemente visitando una comunidad bereber, en el Atlas, que tenía una tradición, prácticamente extinguida, que consistía en representar un sueño soñado por uno de los miembros de la comunidad, con una intención sanadora, terapéutica. Nos contó que Juan tenía un sueño recurrente que había soñado en varias ocasiones, una de ellas la noche del 7 de octubre del 2022 en Gaza (dijo 2022, no 2023), y, recientemente, antes de encontrarse con ellos en Granada, asistiendo a su padre, que está gravemente enfermo, durmiendo al pie de su cama, cuidando a su padre toda la noche. Lo que íbamos a presenciar era, justamente, la escenificación de este sueño.
Pocos instantes después comenzó a sonar desde los altavoces una grabación histórica de una de las más impresionantes e hipnóticas piezas de Bach, el Adagio de la primera de las sonatas para violín solo, interpretada por el violinista Joseph Joachim en 1903, cuatro años antes de su muerte. Joseph Joachim fue un famoso violinista del siglo XIX, amigo de los principales compositores de su época: Brahms, Robert y Clara Schumann, Liszt y muchos otros. Esa grabación suena sucia por las limitaciones técnicas de su época, pero es una delicia por su historia. Esa grabación tiene el poder de transportarnos a otra época, de conectarnos con alguien nacido hace prácticamente dos siglos, Joachim, alguien que ya no está con nosotros y que, a su vez, estaba haciendo de médium entre sus contemporáneos y Bach, un compositor que vivió un siglo antes que él y a quien todo parece indicar que, al menos en este caso, le movía cierta motivación trascendente a la hora de componer. Esa música de Bach ya no nos abandonaría durante toda la performance, como un mantra, por el momento repitiéndose una y otra vez durante el trayecto en autocar.
Pocos instantes después, el autocar realizaba una breve parada y Juan Navarro entraba en él para dirigirse a la parte delantera y, oculto allí, hablarnos a través del mismo micrófono que Ahmed había utilizado para darnos la bienvenida. Juan nos contó con una voz suave y tranquila que soñó que iba en un autocar acompañado de un montón de gente con la cara borrosa pero que no sentía miedo, que no había nada extraño en eso, que él les conocía a todos, aunque no fuese capaz de recordar de qué. El autobús le había recogido en su casa, en el centro, y ahora iba dando vueltas por las calles de una ciudad desierta. Todo le resultaba familiar, estaba en paz. Mientras tanto, nosotros mirábamos por las ventanas del autocar y veíamos allí fuera cómo pasaba ante nuestros ojos Madrid, que bien podría ser esa ciudad de la que hablaba Juan, aunque no, porque nos dijo que era una ciudad grande pero no tanto como Madrid, de unos treinta mil habitantes, una ciudad que le resultaba familiar pero que, como las caras de la gente del autobús, no era capaz de reconocer. En el sueño, no había nadie en las calle pero en cambio él podía distinguir sin problema cómo le miraba la gente desde las ventanas de los edificios. Repitió varias veces que no tenía miedo porque los conocía a todos, a los del autobús y a los de las ventanas. Dijo que sabía que le esperaban, y dónde, aunque no se acordase, pero que no tenía ninguna prisa. Su autobús recorría una ciudad hermosa (como parecía a esa hora Madrid desde el autobús) que construyeron gentes que llegaron a ella hace mucho tiempo pero que ya nadie recordaba. Y, mientras tanto, nosotros, en el autobús veíamos pasar las calles de Madrid y cómo nos dirigíamos hacia la carretera de Córdoba. Juan siguió su relato diciéndonos que el desenlace del sueño siempre era el mismo: después de recorrer los caminos de la ciudad llegaba a donde estaba él (¿quién?) esperándole. Antes de coger ese autobús Juan se despedía de su familia y les pedía que le recordasen pero que no guardasen ninguna foto de él. Y en las pausas entre sus palabras seguía sonando esa pieza para violín solo de Bach hasta que Juan nos dijo que ahora comprendía quiénes éramos: sois todos los poetas a quien alguna vez he admirado, los compañeros de los teatros donde he estado, mis maestros y mis amigos, nos dijo. En ese momento ya nos habíamos convertido en los personajes de su sueño. Y la tarde iba cayendo. Antes de que saliésemos de la ciudad y del autobús, Juan nos dijo que había gente, a la salida de la ciudad, que habitaba en cuevas y que era ahí donde se construían los templos, las morabitas. ¿Qué es una morabita?, me pregunté en ese momento.
Cuando bajé del autobús tenía hambre, para qué voy a engañaros. Estábamos en un camino de tierra, fuera de la ciudad, entre olivos. Juan comenzó a caminar y le seguimos en silencio. Caminamos unos minutos hasta llegar a un cerro desde donde podíamos ver una bellísima imagen de Madrid, allí al fondo, ligeramente a la derecha, y el sol muy bajo, a la izquierda. En medio, un semicírculo de piedras nos invitaba a no penetrar en él. Dentro de él, un árbol seco, una sombrilla, una silla, un libro, una radio, un agujero alargado en el suelo, un pico, una pala… A nuestra izquierda una mujer vestida de negro con un velo verdoso caminaba hacia nosotros mientras que a nuestra derecha un hombre con el torso desnudo venía caminando desde muy lejos. Los dos llegaron hasta el interior del círculo mientras que Juan se quedaba fuera, entre los espectadores que observábamos la escena de pie. A algunos les habló (pero no sé qué les dijo porque lo dijo en voz baja) o les tocó e incluso en algún caso les abrazó.
Hacía calor pero el sol fue bajando. A veces, para no deslumbrarse, había que taparse los ojos para ver qué pasaba con ese hombre enjuto (Maxi Labrador) que se sentó en la silla y puso en la radio la misma versión de la pieza de Bach que veníamos escuchando en el autobús mientras la mujer vestida de negro (María Moncada) le rondaba en silencio. ¿Era el Cerro de los Ángeles aquello que se veía al fondo? Antoine Forgeron cruzó entre el público en silencio con una garrafa de agua (por si alguien se muere de sed, pensé).
Lo que allí pasó no lo voy a contar. Me gustó el voto de silencio. Me apetece extenderlo un poco más de lo que me pidieron. Solo diré que lo que presenciamos allí fue una escena mucho más explícitamente teatral de lo que hubiera cabido esperar después de haber experimentado el largo, misterioso, sutil y sugerente preludio que nos condujo hasta allí, y que el sol acabó imponiéndose sobre la traca final escénica y sus efectos especiales, como en realidad quiero creer que acostumbra a imponerse la vida sobre los restos de nuestros vetustos códigos teatrales. ¿Acaso asistimos a una de esas batallas?, me pregunto ahora, ¿o quizá esa fue precisamente, y no por casualidad, la violenta, ¿irreal? y metafórica batalla final a la que fuimos invitados como testigos mudos, como si asistiéramos al significativo acto final de un festival que quizá hubiera nacido para invitarnos a presenciar precisamente eso también? Si fue así o no lo que está claro es que el sol también acabó poniéndose, como era de esperar, de una manera inesperada y diferente, como acostumbra a suceder todos los días.
Volvimos a pillar el autobús. Me senté en el mismo lugar que ocupé durante la ida, en uno de los asientos de delante. Mientras volvíamos a Madrid volvía a sonar otra vez la misma pieza de Bach aunque ahora no era un violín quien la tocaba sino una trompeta con sordina. Pero había algo raro ahí. La música no salía por los altavoces del autobús, parecía salir del interior del autobús. Me levanté y caminé por el pasillo. En mitad del autobús, en un asiento que daba al hueco que la puerta central abría entre los asientos, vi al trompetista (Álvaro Revuelto), repantingado en su asiento, tocando esa pieza para violín con su trompeta, flojito, parando de vez en cuando, reanudando la interpretación poco después, como en un sueño, sin que muchos de los pasajeros se diesen cuenta de que ya no era una grabación lo que escuchaban sino las vibraciones que emitía una persona que aún estaba viva tocando la música de alguien que abandonó este mundo hace casi trescientos años.
Rubén Ramos Nogueira

FREE TOUR
14 de septiembre, 19:00
Ben Attia, Opus nigrum
Punto de encuentro: Glorieta de Embajadores
Las coordenadas se enviarán por email unos días antes de la performance.
Una creación de Ben Attia
Espacio: Ben Attia y María Moncada
Coordinación técnica: Antoine Forgeron
En escena: Juan Navarro, Maxi Labrador, María Moncada
*Khalifi, Anuar. Ghurba. 2020. Acrílico sobre lienzo

FREE TOUR
11 de septiembre, 20:00
Orquestina de pigmeos, Aida. Parada 1948
Zona Pradolongo, Usera
El sitio de encuentro exacto junto con otras indicaciones se informarán por email una vez se compre la entrada.
Entradas a la venta a través de este enlace.

Javier Gil es sociólogo, investigador del CSIC y miembro del Sindicato de Inquilinas de Madrid.
Carmen Aldama. ¿Qué está pasando con la vivienda en Madrid?
Javier Gil. Lo que está pasando, desde 2008 a nivel global, es que la inversión no encuentra rentabilidad en la economía que produce bienes (coches, sillas, ordenadores, etc.) y entonces ese dinero se está refugiando en el sector inmobiliario. Quienes están comprando las viviendas lo hacen como inversión, no para vivir en ellas. Eso hace que suban los precios de la vivienda, que cada vez sea más difícil adquirir una vivienda en propiedad y que la gente tenga que vivir en el mercado del alquiler. Cuanto más suben los precios de la vivienda y del alquiler más rentable sigue siendo invertir en vivienda, y esa es la espiral en la que estamos.
Carmen. Entonces, cuando cada semana un amigo nuevo me cuenta que tiene que dejar su piso ¿es porque hay una serie de especuladores que están comprando las viviendas que hay en la ciudad?
Javier. Claro, hay una dinámica de especulación que hace que quien tiene una vivienda para ponerla en alquiler la pueda alquilar cada vez por más y que quienes tienen más dinero se compren viviendas para ponerlas en alquiler.
Empezó con la crisis, con las viviendas de familias desahuciadas que fueron transferidas a fondos buitre y puestas en alquiler, estamos hablando de cientos de miles de viviendas en España y a eso se suman las familias que tienen más dinero y los inversores internacionales. Ha entrado mucho dinero internacional a España en la compra de vivienda, muchísimo.
Carmen. ¿Los grandes propietarios de los inmuebles en España son estos tres que acabas de decir: familias ricas, inversores internacionales y fondos buitre?
Javier. Fondos buitre, grandes instituciones financieras inmobiliarias y sociedades más pequeñas, sigue habiendo todavía mucha propiedad inmobiliaria de familias históricas, de burguesía española que desde el franquismo tienen edificios enteros, a las que se suman ahora las familias con más capacidad adquisitiva. También hay gente de a pie que se convierte en casero pero en general es la población de mayor renta la que recibe rentas por alquiler de viviendas. De 2008 en adelante se rompe la llamada “sociedad de propietarios” y hay una concentración de propiedades sobre la población que ya concentraban más propiedades. Por lo tanto, lo que vemos es una creciente desigualdad social a partir del mercado del alquiler.
Carmen. ¿El dinero se genera poniendo la vivienda en alquiler,
fundamentalmente?
Javier. Eso es. Y tú te beneficias del alquiler y de la revalorización de la vivienda porque cuanto más subas el precio del alquiler más se revaloriza el precio de la vivienda.
Carmen. ¿Quiénes son estos multipropietarios? ¿Tienen nombres y apellidos?
Javier. Los grandes fondos (Blackstone, Cerberus, Star…) pero, al fin, todo el mundo que tiene dinero invierte en vivienda. Esa es la dualidad de nuestra sociedad, mayorías sociales que no pueden comprarse una vivienda y ciertos grupos que cada vez compran más vivienda como inversión, jugadores de fútbol, empresarios como Amancio Ortega…
Carmen. ¿Y no se espera que pinche la burbuja inmobiliaria? ¿Por qué se sigue invirtiendo en vivienda después de la experiencia de 2008?
Javier. Porque en el boom del 2008 no pierde todo el mundo, ha habido ganadores y perdedores. Piensa en las familias más pobres que fueron desahuciadas mientras que los bancos y las entidades financieras estaban siendo rescatados.
Ahora mismo, el mercado inmobiliario y el residencial son el mayor depósito de riqueza a nivel mundial. Tú coges todas las bolsas de riqueza del mundo, todos los títulos de deuda, todos los mercados de criptomoneda, lo que quieras, lo sumas y su valor conjunto es mucho menor que todo el valor depositado en el mercado inmobiliario y, en concreto, en el residencial. Eso hace que toda la política nacional y supranacional, Unión Europea, bancos centrales, Reserva Federal, estados, ciudades, que toda la política general vaya dirigida a que no baje el precio de la vivienda.

Javier Gil, investigador del CSIC y miembro del Sindicato de Inquilinas de Madrid. Foto: Miguel Balbuena.
Carmen. Javier, ¿cómo hemos llegado hasta aquí?
Javier. Es espectacular cómo sobre las cenizas de la burbuja inmobiliaria se ha construido un nuevo ciclo inmobiliario, cuando parecía imposible. Pero, ¿cómo se transforma esa gran crisis de los desahucios y de los bancos en un nuevo ciclo de especulación? A través de la intervención y de la regulación política y con el objetivo de revalorizar el precio de los activos para restaurar el beneficio financiero. En doce meses, de 2012 a 2013, desde que De Guindos anuncia el rescate de la Unión Europea, se dan toda una serie de intervenciones en el mercado inmobiliario financiero español que empieza con los rescates bancarios y la creación de la Sareb; la reforma de las Socimis, que son el vehículo financiero por el que entran los fondos buitre en España dando privilegios fiscales para que estos fondos no paguen impuestos; la reforma de la Ley de Arrendamientos Urbanos; las Golden Visa, ¡si invertías medio millón de euros en el sector inmobiliario español, te daban un permiso de residencia en España! Y luego, vendieron vivienda pública a Blackstone y Goldman Sachs. Blackstone venía de convertirse en el primer propietario de viviendas de Estados Unidos comprando miles de viviendas de familias desahuciadas por un 40% de su valor de mercado. Lo que iban a hacer es repetir esa operación en España. Cuando entran Blackstone y Goldman Sachs se disparan las alarmas en los mercados internacionales y dicen: “Dos de los fondos de inversión más grandes del mundo están invirtiendo en ladrillo en España cuando el gobierno, avalado por el Banco Central Europeo, acaba de reformar por completo el mercado inmobiliario. Aquí hay negocio”. Entonces inmediatamente empiezan los fondos internacionales a invertir masivamente en España.
Por eso no puede bajar el precio de la vivienda en España, porque el dinero con el que se ha comprado una vivienda en Villaverde, Carabanchel, Vallecas, Torrejón de Ardoz, Getafe, Alcorcón, es de fondos de pensiones de Estados Unidos y otros países, es de grandes aseguradoras internacionales, es decir, que los grandes actores financieros a nivel global tienen su dinero metido ahí y ese dinero no se va a devaluar.
Carmen. ¿Esta salida a la crisis nos viene dada desde Europa?
Javier. Es una salida de la crisis española. Había unas nuevas reglas bancarias que se firman en 2010 que son los Acuerdos de Basilea III donde se dice que los bancos tienen que tener ratios de solvencia mayores, que no pueden arriesgarse tanto como en los dos mil porque una crisis como la de 2008 sacude con mucha fuerza al sistema financiero y pone en peligro al sistema. En España, los bancos iban en dirección opuesta: se habían dado créditos por valor de 300.000€ a una vivienda, la familia no pagaba y, en vez de devolverles el dinero, les devolvían una casa que ahora valía 200.000€. Los bancos españoles estaban jodidos y no podían cumplir con los Acuerdos, eso hubiera significado que no podrían acceder a la financiación en los mercados interbancarios, lo que de facto hubiera supuesto que todos los bancos españoles se hubieran ido a tomar por culo, arrastrando a todos los bancos europeos y al euro en su conjunto. Y encima la deuda era principalmente con bancos alemanes y franceses, es decir, era un escenario que no iba a pasar. Pero era hacia donde se dirigía el mercado, por eso el Gobierno de España interviene con este arreglo político financiero. Pero está respaldado por Europa, porque Europa pone el dinero.
Carmen. ¿Hay una solución?
Javier. La solución está pero es no fácil porque con una sola medida no lo solucionas, de la misma manera que para generar esto has tenido que aplicar toda una serie de políticas… Necesitas que bajen los precios de la vivienda, necesitas que bajen los precios de los alquileres, necesitas un proceso de redistribución de la propiedad. Estamos hablando de una Reforma Inmobiliaria, como se hablaba antes de Reforma Agraria. En algunos países donde había mucha desigualdad se llevaron a cabo reformas agrarias para empezar un nuevo ciclo de prosperidad económica y social y para ello había que redistribuir la propiedad de la tierra. Pues aquí pasa lo mismo.
Hoy, en el contexto del capitalismo rentista, entender lo que está pasando con los sindicatos de inquilinas, el inquilinato como sujeto político, es como cuando el capitalismo industrial empezó a desarrollar un movimiento obrero en las fábricas. Las luchas contra el alquiler son cada vez más centrales en las ciudades. En 2020 se celebró un referéndum en Berlín para expropiar a los fondos buitre de la ciudad y el 56% de la población votó a favor de la expropiación. Hay más soluciones, por ejemplo, bajar por ley el precio de los alquileres y acoplarlo a la economía de los hogares.
Carmen. En el ensayo Vivienda. La nueva división de clase (2020), de Lisa Adkins, Melinda Cooper y Martijn Konings, que tú prologas, planteáis que la clase social está hoy determinada por el hecho de ser inquilino o no.
Javier. Claro. La sociedad de propietarios fue una fórmula que inauguró Margaret Tatcher, con el programa Right to buy, para conseguir a través de la vivienda en propiedad alinear políticamente a las clases trabajadoras con las élites financieras transformándolas en clases medias. El franquismo fue, de hecho, un laboratorio de la sociedad de propietarios, su ministro Arrese decía: “No queremos un país de proletarios, queremos un país de propietarios”. Que era como decir: “Transformemos a los obreros del éxodo rural en propietarios”, como una forma de pacificarles, integrándoles cultural y subjetivamente. Entre los años 1980 y el 2008 lo que impulsó la economía y el consumo fue la revalorización de la vivienda y no el crecimiento salarial porque, si subía el precio de la vivienda, mi vivienda se pagaba sola, me compraba una segunda vivienda, que también subía, se pagaba sola y así me pagaba las vacaciones. Hemos participado todo el mundo de este modelo que se rompe en 2008. La sociedad ya no puede acceder a una vivienda de manera generalizada, las nuevas generaciones no podemos acceder a una vivienda en propiedad y dependemos de la herencia y eso genera muchas desigualdades porque no todo el mundo va a heredar.
Carmen. ¿Estás hablando más bajito por si te oye tu casero?
Javier. (Risas) No, es que tiendo a pegar unas voces… Tampoco voy a estar aquí dando el mitin en la calle. Pero sí, sí, vive aquí.
Carmen. ¿Me hablas de la huelga de alquileres?
Javier. La huelga de alquileres es un instrumento de lucha: puedes hacer una huelga para que no te echen, para que no te suban el alquiler, para pedir mejoras o directamente como protesta. En España, la huelga de alquileres no está protegida por ley, como lo está en Estados Unidos. Pero, bueno, en el ’31 hubo huelgas muy tochas en Barcelona cuando los obreros de una misma fábrica vivían todos en un mismo edificio. Como las hubo en Suecia, en Argentina, la huelga de Glasgow de 1915 es también muy famosa. Como ahora la explotación ya no está tanto en la fábrica sino en lo inmobiliario, necesitamos un sindicalismo y formas de organización en torno a la vivienda como tradicionalmente se hizo en el mundo laboral en las fábricas.
(Se interrumpe para saludar a un par de personas) ¡Hasta luego!
Carmen. Hombre, ¿qué tal?
Javier. Chao. Son mis compañeros de piso.
Carmen. ¡Anda!
Javier. ¿Qué te estaba diciendo?… Otro modelo, por ejemplo, es el de las cooperativas. El problema de acceder a la vivienda en propiedad es la entrada porque en realidad los alquileres son más caros que pagar una hipoteca. El negocio aquí es que quien puede pagar una entrada para una hipoteca compra un piso y luego se paga la hipoteca alquilándola, y además ahorra. Entonces, ¿por qué la gente no se compra una casa? Porque no tiene dinero para la entrada. Vivir de alquiler es una puta mierda porque te estás empobreciendo. La sociedad de propietarios es fruto del neoliberalismo, tampoco queremos volver a ese modelo. Un modelo transformador tiene que impulsar otras formas de convivencia y de organización social, como lo hacen las cooperativas. Que tú no tienes ni que vivir de alquiler ni que comprar una vivienda. La cooperativa te da la entrada para el crédito y tú le pagas la vivienda. No vas a ser propietario pero vas a vivir en esa vivienda en cesión de uso, si quieres, hasta que te mueras, pero la propiedad es suya. Este modelo está creciendo muchísimo en Suiza y en Alemania. Son modelos que surgen de las luchas ligadas al movimiento obrero del que hablaba antes. Se privatizan a partir de los ‘60 y ahora hay un resurgir del cooperativismo en cesión de uso. En Madrid ya hay dos cooperativas y en Catalunya hay al menos sesenta.
Carmen. ¿Este modelo de cooperativa podría ser algo que asumiera el propio gobierno?
Javier. Eso sería la hostia, como en Uruguay, que tiene un programa de cooperativas espectacular, como ningún país. El gobierno ni siquiera tiene que comprar. Es que no se trata de construir vivienda pública, se trata de dar la entrada para la adquisición de las viviendas. Eso te va a permitir, en muy pocos años, ir ampliando un parque en vivienda, de precio accesible, espectacular. La hipoteca la pagan los inquilinos pero la propiedad es para el estado. Esa gente va a poder vivir ahí, no le voy a subir el precio del alquiler, se lo voy a actualizar con el IPC, con un alquiler que está por debajo del mercado… Está ahí el modelo. Pero, claro, si entra el sector público le estás quitando el negocio al sector privado. De hecho, la financiarización crece y los fondos buitre crecen y el modelo de vivienda como activo financiero crece en un contexto en el que el estado privatiza los servicios, ¿no? (Risas)
Carmen. ¿Y tú cómo vives aquí?
Javier. Pues somos siete y dos bebés y estamos promoviendo una cooperativa de cesión de usos en Madrid.