
Escribo estos recuerdos cuando han pasado ya tres semanas de lo que vimos. Formaba parte del festival Free Tour, celebrado en Madrid e inspirado en parte en los Free Flux Tours promovidos por George Maciunas en Nueva York a mediados de la década de 1970, en los que grupos de gente se reunían para pasear por la ciudad o visitar algunos de sus rincones con otra conciencia que la habitual, una conciencia quizá despertada por el sencillo hecho de haberse puesto toda esa gente de acuerdo para hacerlo.
Estábamos citados en una parada de autobús de una avenida. Habían tardado muchos días en decirnos dónde y a qué hora se nos citaba, aunque el día lo sabíamos. Cuando por fin se dieron las coordenadas las entradas, recién puestas a la venta, volaron. Es porque la Orquestina de Pigmeos, responsable de lo que íbamos a ver, o a recorrer, es muy admirada y muchas personas desearían que se prodigase más. Otras tienen de sus piezas lo que se llama un recuerdo imborrable, que es algo que nace por la conmoción que nos ha producido un acontecimiento, y no quiere decir necesariamente que lo recordemos detalle a detalle, sino que se parece más bien a una planta sorprendente que sigue dando flores contra todo pronóstico. Pido disculpas por los desvíos: todo esto lo escribo para explicármelo a mí misma, y agradezco entonces a quien lo lea que me tienda un espacio para que asimile las cosas, como se doblan las sábanas limpias entre dos.
Éramos bastante gente, ¿quizá unos treinta? Mientras llegábamos se fueron formando los clásicos grupillos detrás de la parada, donde hay una especie de parque sobrevenido con un edificio institucional en el que entre otras oficinas está la comisaria de Usera. Es una zona con cierto tránsito, un descampado algo domesticado por donde pasa gente con perros o que toma un atajo en su trayectoria.
Los dos miembros de la Orquestina se acercaron. Llevaban cada uno un amplificador que reproducía lo mismo, duplicación que serviría para que el sonido llegase a todos los asistentes mientras el grupo se iba desplazando. Pero aquí me patina un poco el recuerdo, o bien es que la cosa comenzaba un poco así, no tajante, de manera que la atención de cada cual se iba centrando a su ritmo. Nos habíamos colocado un poco más ordenados en la acera, y mientras seguíamos esperando algún chasquido o señal que nos avisase del arranque, comenzamos a distinguir una música que venía de otra parte. De la acera de enfrente. Ahí había una casa de dos o tres plantas, con una azotea en lo alto, y en el poyete de la azotea estaba el amplificador desde el que salía la música, que era de aire árabe. Entonces vimos a una mujer tendiendo la ropa en la cuerda. El bajo comercial, que estaba cerrado, tenía una cortina metálica donde había pintado un animal. Me pregunté si también debía fijarme en eso, acechante al sentido, porque la calle entera se había transformado ahora en susceptible de atención, y eso solamente por la canción y la mujer en la azotea. También me fijé en la gente que iba por la calle y se nos quedaba mirando unos segundos, por lo llamativo que es ver a varias decenas de personas detenidas mirando a un mismo punto.
Entonces la mujer bajó a la calle y se dirigió al paso de cebra que teníamos enfrente. Cuando se puso verde y pudo cruzar, lo hizo lentamente, porque a medida que avanzaba iba trazando sobre la calzada una línea con una tiza blanca. Iba marcando el suelo pero no se detenía. Su actitud era resuelta, algo desafiante. La captaban tanto los conductores de los coches parados como nosotros que la esperábamos. Cuando llegó a nuestro lado de la acera y siguió caminando como alejándose de las casas e internándose en el descampado, todos la seguimos. Iban dirigiendo la comitiva los dos miembros de la Orquestina, uno el primero y otro el último, cada cual como he dicho con un amplificador desde el que salía el audio, ahora la voz de un hombre que hablaba en árabe. La mujer seguía marcando las losas del suelo, y cuando dejó de haber losas y ya el suelo era de arena, se desplazó hasta el muro que limitaba el terreno y seguía dejando que la tiza marcase una línea blanca sobre su superficie, paralela a su avance, a veces con aire de hartazgo, a veces con aire de enfado. Por fin se detuvo y se puso a dibujar figuras en el muro, un triángulo detrás de otro, que empezamos a reconocer como tiendas de campaña. Nos detuvimos todos y los amplis se quedaron en el suelo. Ahora hablaba una mujer, también en árabe, y estaba ya claro aunque no se entendiese el idioma que estaban hablando de Palestina. Entonces otra mujer cogió un micrófono y por encima del audio se puso a traducir lo que este decía. Ahora entendíamos de otra manera la relación entre los dibujos en la pared y lo que estábamos oyendo, que era el relato de la vida en un campo de refugiados. Entonces nos dimos cuenta de lo significativo que era que el número de la parada de autobuses donde nos habían citado fuera el 1948.
Después de un rato, cuando ya habíamos entrado en el nuevo marco, la primera mujer siguió su camino y todos nosotros fuimos detrás. Ahora el camino era de tierra, con irregularidades, con yerbajos secos y desperdicios y cacas de perro, y cada vez más taciturnos seguimos ascendiendo hasta la planicie. Desde ahí se veía a lo lejos la continuación de la ciudad, los bloques de viviendas de otros barrios, que hacían imaginar las muchas vidas que se desarrollan dentro, la gente que se dirige a su casa para recogerse, mientras el sol iba bajando y el cielo iba cambiando de color con placidez, como si dijera “y así ha transcurrido otro día en la ciudad”. Todo lo que nos rodeaba formaba parte de la pieza y convocaba su negativo. Ante ese fondo, la primera mujer se puso a bailar. Era un baile que incluía pasos largos con cambios de trayectoria, y era como si estuviese probando cómo seguir, y todo el rato había que cambiar la dirección, y había armonía a pesar del desaliento y la impotencia. Cada vez estaba más oscuro.
A unos pocos metros había una estructura sencilla que conformaba un cine de verano. La mujer dejó de bailar y se dirigió hacia el cine. Ella y la traductora se sentaron en la tarima que había delante de la pantalla. Los demás nos distribuimos por las butacas escalonadas o de pie entre ellas. Cuando llegamos había un hombre sentado, que debía de estar haciendo su descanso habitual en mitad de su paseo con el perro. Ambos asistieron también a la intervención de la primera mujer, que entonces nos habló directamente. Nos contó que vivía en Madrid y que venía de Gaza. Que había nacido en un campo de refugiados y cómo era la vida en esas condiciones, y el estado en el que estaba su tierra desde los últimos dos años de masacre, y que su familia ahora estaba dispersa o muerta. Ella, Mai Al Bayoumi, y la traductora, Shereen Dagani, de Jerusalén, se ofrecieron para contestar cualquier pregunta que quisiésemos hacerles, pero nadie se atrevió a decir nada, o todo lo que habíamos oído había resultado ya lo bastante elocuente. Llegaron aplausos también de las casas cercanas.
Al volvernos a juntar tímidamente en grupos nos íbamos enterando de algunas cosas, por ejemplo de que lo que acabábamos de ver seguía el procedimiento expositivo de la película de 2009 Vidéocartographies: Aïda, Palestine, de Till Roeskens. Los parlamentos que habían ido acompañando la marcha estaban sacados de allí; a lo largo de tres cuartos de hora se suceden las intervenciones de hombres, mujeres y niños que han vivido en el campo de refugiados Aida, en Cisjordania, cerca de la ciudad de Belén. A medida que hablan vamos viendo en la pantalla aparecer los trazos de los mapas del campo de Aida, con una técnica de semitransparencia, los trazos negros sobre la superficie blanca que se va llenando, porque todo lo que cuentan es en función de la disposición de los muros, los caminos y los límites. También en la pantalla del cine en el descampado de Usera había pegado con celo un sencillo cartel, compuesto por varios A4 en los que había dibujados unos croquis similares a los trazos que habíamos ido viendo dibujar. La conversación entre todos los asistentes levantó algo el ánimo.
Cuando ya era de noche del todo nos fuimos del descampado.
Bárbara Mingo Costales