
Este texto no trata del genocidio que es el símbolo de la muerte en nuestro tiempo. Tampoco habla de los asesinatos en México, que desde hace una década rondan los treinta mil por año. No es sobre Sudán y la insoportable crueldad de esa guerra encarnizada que nadie mira y a nadie le importa. Es sobre algo más modesto y más privado, algo más quien sabe como.
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Desde hace semanas, en México, se abrió una puerta al Mictlán. Cuando nos dimos cuenta, muchxs ya no estaban aquí, se habían ido al inframundo. Al lugar del descanso eterno, al reino de Mictlantecuhtli y Mictlancihuatl.
Algo pasó que empezó a morir gente. Todxs más o menos contemporáneos míos. Algunas más cercanas que otros. Pero todos próximos. Amigos o amigas de amigos. Gente “de la cultura”.
Rosita, Gándara, Fabiola, Calera, Huemantzin , Mosca, Ariadnalí…
Se han ido muchxs en muy poco tiempo. Las muertes duelen y también asustan, todxs hemos pensado que nosotrxs podríamos ser los siguientes. Ver morir a nuestros contemporáneos nos recuerda que todo este circo se nos puede acabar hoy o mañana. Que la vida es prestada y dura un ratito, un suspiro, 5 minutos.
Enterarnos de estas muertes nos confronta con el valor de estar aquí y ahora. Nos permite separar lo importante de lo accesorio. Nos ayuda a poner en perspectiva nuestros dramas cotidianos, que al final no son tan importantes. Nunca son tan importantes.
Se de cierto que muchxs de quienes se fueron se querían quedar, querían vivir más y no pudieron. Se les reventó el cuerpo y se les escapó la vida. No pudieron aferrarse. Dejaron muchas cosas inconclusas. Algunas dejaron hijos, y eso inevitablemente me recuerda como hace años mi Mamá me dejó a mí.
¿Cuándo se va a cerrar esa puerta? ¿Ya estuvo bueno, no? ¿Cuándo van a volver las cosas a la “normalidad”, la muerte a su ritmo y las cosas a estar en paz? ¿O será que éste es el nuevo ritmo, la nueva normalidad?
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Ayer me enteré de tu muerte. Te vi en un post de Instagram. Estás mirando a la cámara. Escrita en la esquina inferior derecha tu fecha de nacimiento, un guión y la fecha de hoy.
Te conocí poco. Coincidimos en una película, dos días. Tu eras actriz y yo actor. Teníamos papeles pequeños. Casi prescindibles. Eras muy amable y también bonita. No puedo decir mucho más.
Me contaste que tenías un hijo ¿o dos? Me dijiste que habías hecho una película “importante” ¿Bardo? Y pude intuir que confiabas en que eso te ayudaría a trabajar más. Creo que no hemos hablado lo suficiente sobre las ilusiones de las actrices y los actores, las distancias entre lo que soñamos y lo que vivimos, entre el querer y el poder.
Me hablaste del teatro que hacías y hablamos de Ray con mucho cariño.
Nos seguimos en Instagram y ahí te veía de vez en cuando. Te vi más ahí que en la vida. Mucho más. En las redes que cada vez son más la vida. Ese habitar en el celular de otrxs.
¿Qué se hace en instagram con la gente que muere? ¿Les dejamos de seguir? ¿Cerramos sus perfiles? ¿Las ponemos un moño negro para que queda claro que el cuerpo de las fotos ya no tiene su correlato en el mundo de los vivos?
Cuentan que cuando las personas usaban agendas telefónicas de papel, tachaban el número y el nombre de quienes morían.
¿Cómo tachamos a la gente en nuestro celular? ¿Habría que inventar un gesto análogo? ¿Habría que inventar un servicio funerario virtual? ¿Rituales que nos ayuden a transitar en la red el camino de la vida a la muerte? ¿Funerales? ¿Panteones? ¿Plañideras?
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La muerte es un tabú en la sociedad en la que nací y crecí. Todo eso de que en México convivimos con la muerte y que las claveras y las fiestas y James Bond, no son, desde mi experiencia, más que ideas folklóricas que no tienen relación con la vida de millones de personas que habitamos el valle de México.
En donde yo vivo no sabemos hablar de la muerte y no sabemos como sobrellevar la enfermedad. Nos asustan tanto que no las nombramos. Pensamos que si no las pensamos no se nos van a aparecer.
Salvo honrosas excepciones la gente se muere como puede y donde puede. Sin planes, ni rituales, ni leyes que ayuden o orienten a quienes tienen que sobrellevar esos procesos. No sabemos cuidar enfermos hasta que hay que cuidarlos, tampoco sabemos quien sí sabe.
¿Dónde quedó ese tiempo en que la sociedad transmitía el conocimiento de unxs a otrxs, de generación en generación? ¿A dónde se fueron las abuelas que acompañaban el transito de la vida a la muerte? ¿Cuando se chingó el país? ¿Cómo llegamos a una sociedad en la que no sabemos ni morirnos?
Vivimos en descampado, en el desamparo. Comiéndonos las uñas cuando escuchamos la palabra cáncer. Esa maldición que nos sobrevuela a todxs, esa lotería envenenada. Esa enfermedad que es también una metáfora tan obvia y burda… tan literal.
Pensar en nuestra muerte. Hablar sobre la muerte. Elaborar la muerte. Mirar la muerte. Sostenerle la mirada.
Mi abuela Esperanza, en su fiesta de 95 años, con toda la familia presente tomó el micrófono y dijo: hagan todo lo posible por no llegar vivos a los 95 años.
Hace unas semanas un micrófono que se quedó encendido nos permitió escuchar a Xi Jinping hablando con Putin sobre vivir 150 años a base de transplantes de órganos.
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¿A dónde se va la gente que se muere? ¿Después de esto hay algo o no hay nada? ¿Que nos enseñan los muertos a los vivos? ¿Los muertos siguen deseando? ¿Qué esperan de nosotrxs?
Varios amigos me han contado que han estado soñando con quienes han muerto recientemente. Les visitan en la noche y ellxs lo cuentan en la mañana.
Siguen rondando. No nos dejan solos. Se resisten al olvido. Y supongo que algo tenemos que hacer con esas muertes. Tenemos que encontrar maneras de honrar esas vidas que no pudieron seguir siendo vividas. Cada quien encontrará su forma de relacionarse con quienes habitan el Mictlán.
El arte siempre ha tenido que ver con pelearle a la muerte, coquetear con la trascendencia y confiar en el futuro. Crear es, en el fondo, decir aquí hubo alguien, es hacer algo que es nuestro pero está afuera de nosotrxs. Nuestra intimidad a la intemperie, ese confiar en que las cosas que sentimos pueden ser significativas para alguien más. Ese reconocernos parte de la humanidad.
En un mundo fuera de quicio, en un país plagado de muertos y desaparecidos, sin grandes esperanzas ni relatos que nos salven, tal vez apostar por el arte, es decir por la afirmación de que la vida merece ser vivida, sea una manera de agarrar valor para mirar lo que nos aterra. Tal vez ahí encontremos algún consuelo frente a la angustia y la ansiedad. Hospitalidad. Excitación frente al hastío. Consuelo frente a la barbarie. Re encantamiento hacia este vivir que nunca debemos dar por hecho. Y sí, suena cursi, pero es lo que siento, esto es lo que hay.
¿Por qué se nos está muriendo tanta gente? Quién sabe… pero mientras buscamos respuestas ojalá que se angoste el portal para que no se nos vaya tanta. Ojalá que nuestra vida sea, entre muchas otras cosas, un honrar a quienes se fueron antes, a quienes en algún momento vamos a alcanzar, en el Mictlán.
Lázaro G. Rodríguez