Núria Corominas despide sus demonios en la Sala Beckett.

Hay sueños que no nos dejan dormir. Sombras alargadas a plena luz del día. A veces, aunque ya oscurezca en la ciudad, acudimos al teatro en busca de un respiro, una pausa, quizá un refugio. Porque en nuestras vidas no siempre suceden las cosas tal y como las habíamos planeado ni mucho menos tal y como las hubiéramos querido. Pero el arte es a menudo un refugio, un buen amigo a quien contar la verdad. O eso decía el poeta.

En “Un xai ha creuat el desert“, Núria Corominas nos cuenta su verdad. Y nos la cuenta de manera minuciosa y cómica a la par que épica y trágica. No hay atisbos de nostalgia ni de pereza en su proposición: y eso que la pieza arranca con un “petit dimoni” entrañable y visceral que se niega a “hacer teatro”. 

“Un xai ha creuat el desert” consiste en un breve trayecto, poético y existencial, que se canta, se baila y se chilla como un intento desenfrenado para lograr reconciliarse con la condición patética, teatral, finita y solitaria de la vida.

Desde el principio, Corominas cuida el detalle y no menosprecia lo absurdo que tiene el gigantesco ritual de iniciar algo. El simple hecho de levantarse cada mañana. Levantarse para hacer las cosas de la vida. O las cosas del arte. O las cosas del trabajo. O las cosas que se tengan que hacer al levantarse. 

La cuestión es levantarse. Levantarse a pesar de las truculentas alarmas. A pesar de los pesares. A pesar de Alecto, Tisífone y Megera (que en la pieza son tres jóvenes brillantes, músicos y bailarines, inquietantemente desenfadados –y que no se retiran hasta el final de la obra).

Levantarse reclama un movimiento. El movimiento un ritmo. Y el ritmo una danza. Pero no hay danzas peores ni mejores, simplemente hay danzas. Y la de Corominas y su equipo es una danza que provoca porque no se esconde detrás de nada ni de nadie. A lo largo de la pieza, hay miradas que sustentan incómodamente lo incierto, gags sometidos a un enorme dolor, trenos laicos y rockeros, chaquetas diabólicas rechulonas, luces cegadoras, frenesí y catarsis.

“Un xai ha creuat el desert” funciona porque impacta. Pretende no ser ni artístico ni estético (a pesar de serlo) asumiendo el frenesí y el derroche como estrategias escénicas (no en un sentido material, pero sí enérgico). ¿De qué otro modo se puede lograr captar lo irrepresentable de la vida? ¿Sostenerse en la tensión entre lo que las cosas son y lo que parecen ser?

Ante la maquinaria que se despliega para contar los traumas y las miserias de la condición humana (el miedo al fracaso, el miedo a ser juzgado, el miedo a no ser suficiente…) uno se admira ante la capacidad con la que se puede llegar a teatralizar un problema (como el de la depresión) sin que el problema te teatralice a ti.

La apuesta es arriesgada. El mensaje límpido. Corominas reinterpreta la tradición para ondear su bandera. Pero sin hacer gala del dolor: simplemente para unirnos en la irremediable verdad. Estamos solos. Solos ante el mundo. Solos ante el Otro. Y lo peor de todo: solos delante de nosotros mismos.

Por eso la pieza contiene el peso (o la vacuidad) de todo un teatro (un teatro que aspira a llenarse) –y de todo lo que supone “hacer teatro” o querer hacerlo. Y contiene también toda la tensión e inquietud de las miradas de los espectadores, como ventanas balbuceantes, extrañadas, sometidas a la pretensión de colmar de sentido la propia experiencia.

Núria Corominas se niega a hacer Teatro en la oscuridad de la Sala Beckett. Foto de Carlos Clemente.

Corominas lo tiene claro: las cosas son las que son. Y se tienen que cantar y chillar y remediar y el teatro, el maldito teatro, te puede ayudar a hacerlo si realmente vas a tope con ello. Porque al final las cosas son lo que parecen: o mejor, las que aparecen. Y lo que aparece ya no importa si es mentira o si es ficción. Que la mejor forma de seguir es difundiendo el mensaje: hay que cruzar el desierto, vayan a disfrutar de la manera en que lo hace Núria!

About @raimoncloca

he estudiat filo i h de l'art. m'agrada l'art, suposu...
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