Contemplar(se como) un exterior. Por Alberto Ruiz de Samaniego.

Javier Martín. Contemplar(se como) un exterior. Por Alberto Ruiz de Samaniego.

La expresión de Javier Martín se mueve entre el arabesco y la petrificación. Si fuese un dibujante, diríamos que su gesto se desliza entre el garabato y el punto. La repetición convulsa y el pulso hierático de un escriba milenario.

En él, desde luego, el gesto nunca es expresión decorativa, sino fulguración dramática y tensa: corte en el aire, justo y vivo; rígido como lo es un cuerpo de Mantegna, sometido siempre a la disciplina del espíritu. Jugando como en los bordes inexorables de un mandato – y, diríamos, de un mandala – superior; externo e interno, pero transcendental, imperativo. Todo el esfuerzo del cuerpo del bailarín irá enfocado a tratar de penetrar y congeniar con el centro complejo y secreto de esa fuerza. Dove a mi paiafermo un punto, escribió Leon Battista Alberti, en su Tratado de la PinturaDonde a mí me plazca, estampo un punto. Para desvelar ese misterio, el gesto tendrá que difractarse en una infinidad de transiciones y de quiebros, de líneas de impulso y de ruptura, de cortocicuitos y nexos que encienden la carne. El punto, pues, se ha convertido de este modo en línea, trazado, forma: cuerpo dinámico y creciente, organización confusa.

Cuerpo inestable y expuesto que procura o aspira a concretarse en el sello o la impresión o la impronta severa de la imagen o la figura del sentido: la forma reunida, aunque para ello haya de enajenarse en el trazo o enredarse y crecer, multiplicándose, hasta enterrarse, incluso, en él. Pues el movimiento elabora el rastro multiplicado de una imposible comprensión; la repetición obsesiva de un destino desfigurado. El yo, en definitiva – lo hemos sugerido- es un garabato: todo lo que uno puede hacer es complicarse en él, penetrarlo de signos y permanecer contemplando un exterior que se pretende interior. El bailarín o el intérprete es, por ello, una suerte de alma disociada, fragmentada, e incluso también atormentada: exasperada. Pero con voluntad al menos de hallar una fuerza nueva; con el hombre y frente a la muerte.

El que baila ha de hacer con esta fuerza, a partir de este punto, un bloque. Querría que fuese una estructura poderosa, pero la prisa y el deseo a menudo lo hacen sufrir, porque todo ha de consistir en empujar o llevar ese punto más lejos, siempre precipitarse hacia delante por una estricta figuración en delirio. El gesto se dibuja y funde, entonces, en este magma como de polvo y arena barrido por el viento inclemente del desierto. He ahí el arabesco. El gesto danzante lo ha hecho entrar en la sustancia del espacio. Flota en torbellinos y se dispone y dispersa como una memoria de momia rota. Salta con la llama de su sueño y arrastra tras ella los jirones de la carne como formas trabadas que surgen y desaparecen súbitamente, de manera casi mágica y furtiva. En el dinamismo de ese entramado, se siente, sin embargo, la profundidad estremecida. El gesto que brota y que golpea o maldice o implora desde el impulso de un rigor con el que el espíritu inicia el giro. Es así como el cuerpo trata de expresar, esto es: hacer salir, todas las superficies o los pliegues invisibles y secretos hacia el lado de lo visible de las formas. Todas esas líneas o trazos – líneas de fuerza- que convergen en las manos, en los brazos, piernas, torso o, incluso, en el rostro como acción. Materia orgánica ascendente y confusa, en suspensión, donde el brillo de la inteligencia llega tarde y tan solo sirve- lo que no es poco- para atrapar, acaso, las diferencias y empujar las direcciones.

Contemplar(se como) un exterior. A veces veo en los movimientos de Javier Martín a un narrador. El que nos quiere mostrar el sentido, al haberlo sentido, precisamente, tratando de formarse un sentido, componerse lentamente, primero casi en secreto, después por efecto  de muy varios procedimientos. Un cronista por momentos desapasionado y riguroso del paulatino movimiento de su doble, de su personaje: el Ka de los muertos egipcios. Visto incluso como a distancia. Una distancia milenaria. Pero eso conmueve, estremece, le hace a uno moverse: es una e-moción. Genera una movilización. Eso que está ahí puesto, depuesto – deyecto– , depositado, reposado, sin movimiento: inerte y fragmentado, de repente nos conmueve, impone el movimiento, el rastreo, la búsqueda y la re-com-posiciónEl interés máximo se encuentra entonces en comprobar las relaciones entre los distintos perfiles o destinos de los embriones de personajes que van, como espectros, emergiendo, lo que estas relaciones sugieren, encubren o descubren. Todas las conexiones virtuales se expresan en el mínimo matiz del solo movimiento y el gesto. La forma, por ejemplo, de levantar un pie, de observar: una mirada, la manera de encender una vela.

Sofocando y dislocando las líneas del cuerpo, el ojo solo alcanza a ver un organismo de naturaleza fragmentaria y difusa. No son, en definitiva, imágenes que se fijan, sino sueños indistintos que se esbozan; enigmas oscuros que se despiertan en el cerebro, cuando no le es posible a la conciencia elegir los elementos visibles de una armonía formal, y alcanzar con ello su consuelo. Esa necesidad de abrigo la empuja entonces a replegarse en sí misma o sobre sí misma para buscar los elementos en dispersión de una armonía sentimental. Pero el control es imposible en ese mundo mal definido y, entonces, solo queda estremecerse, levantarse, intentar desplegarse y danzar. Aquí la danza es una respuesta y un arte primitivo. Y, antes que nada, una acción de orden moral. Acción o rito también exclusivamente simbólico. Que expresa la aspiración confusa de un organismo con mucha más fuerza en tanto que no tiene nada concreto que definir y dispone de un inmenso conjunto de formas flotantes, de colores confundidos, de sensaciones difusas acumuladas en el instinto poético de ese cuerpo en el transcurso de sus contactos inconscientes y multiplicados con el mundo. De sus tensiones nacientes y, por tanto, murientes, que ponen de relieve las fuerzas crecientes y decrecientes, las variaciones y las repeticiones en la gestación de la forma o la figura, las desconexiones: los desvanecimientos. A pesar del esfuerzo y la insistencia en destacar cualquier detalle, el conjunto, entonces, no aparece como una forma precisa o distinta, sino como una evocación, como una sugestión de atmósfera sentimental, vaga y oscura. No es posible liberar una idea general visible. La idea es anterior a la obra y circula obsesiva y confusamente como en los restos borrados o mellados de un misterio ancestral, inmemorial, sacro: antiguo.

Lo que vemos, al cabo, es un mundo lejano en extraña formación. Limitado únicamente, como un rumor amigo o enemigo, a la sensación y la circulación. Anterior al concepto: variaciones infinitesimales de una impresión sentida en mil instantes y afanes y azares para todos sorprendentes. La danza funciona aquí como una escritura trazada directamente desde el sentido como enigma, donde el cuerpo es el intérprete de un espíritu todavía no -o nunca- coordinado. La danza funciona como una escritura trazada directamente desde lo sentido. Como un órgano de carácter reptiliano, se trata de transcribir tan solo lo que a uno afecta, antes incluso de lo que se aprecia o se alcanza a ver. Un cuerpo animal, por ejemplo, en el desierto, bajo el sol y la arena egipcios. Como un reptil o un insecto, entre la precipitación del arabesco y la momificada petrificación. Un cuerpo que sería poético por pura fisiología.

​​​Alberto Ruiz de Samaniego, escritor crítico y comisario.

 

Este texto fue escrito para el Proyecto de Programación Expandida del TRCDanza 2020 y su línea  de publicaciones denominada “PreTextos”, en la que un profesional es invitado a poner en contexto la obra de un determinado artista participante del TRCDanza, el programa estable de danza del Teatro Rosalía de Castro de A Coruña.

PreTexto [https://bit.ly/2Z819KF]

www.pe-trcdanza.gal | www.javiermartin.gal

Alberto Ruiz de Samaniego es Doctor en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y profesor titular de Estética y Teoría de las artes en la Universidade De Vigo. Dirigió la Fundación Luis Seoane de A Coruña entre 2008 y 2011 y recibió el Premio Espais a la crítica de arte por su faceta de crítico cultural. Como comisario de exposiciones participa en numerosos proyectos de los que destaca el comisariado del Pabellón Español de la 52 Edición de la Bienal de Arte de Venecia.

 

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