El jueves pasado Marc O’Callaghan presentó en la Fundació Brossa su Ruta pel Santoral Exterior del Born, una pieza que forma parte de su proyecto Correspondències Simbòliques entre Folklore Catòlic i Música Màkina al Casc Antic de Barcelona (CSFCMMCAB). La sesión se inició con una breve presentación en sala en la que el propio Marc O’Callaghan, con la ayuda de unas proyecciones, contó al público lo que iba a suceder a continuación. Durante aproximadamente una hora, el artista invitaba al público a seguirlo de ruta por el barrio del Born de Barcelona, el barrio donde se encuentra la Fundació Brossa. Equipado con un altavoz y un sampler Roland 404, transportados en un carrito, y una linterna, el artista se disponía a guiarnos por las capillitas con imágenes de santos que se encuentran en numerosos puntos del barrio, en los lugares más insospechados. Durante la ruta iríamos escuchando la música mákina que emitiría ese altavoz.
Antes de iniciar la ruta, Marc O’Callaghan nos contó cómo había compuesto esa música. En Catalunya existe la tradición de cantarle a los santos lo que se conoce como goigs, unas melodías con una letra dedicada a cada santo que, según una antigua tradición, la gente solía saberse de memoria y cantaba cuando iban a visitar capillas, por la noche, después de cenar, en alguna festividad, cuando las adornaban y las iluminaban, para celebrar al patrón de un gremio o para demostrarle devoción por las gracias brindadas. En el santoral católico cada santo tiene un día del año asociado a su festividad. Basándose en las correspondencias que, en el siglo II, Ptolomeo propuso en su tratado de teoría musical Armónicas, entre el ciclo del año y las dos primeras octavas de la escala diatónica de nuestra tradición musical europea (las correspondientes a las teclas blancas de un piano: do re mi fa sol la si), el artista calculó la nota correspondiente a cada día del año dividiendo las catorce notas de esas dos escalas entre los trescientos sesenta y cinco días del año. Por ejemplo, según su propio cálculo, al día 24 de septiembre le correspondería la nota La de la octava más aguda más 7 centésimas de tono. Durante la ruta, el altavoz emitiría música constantemente. Durante el trayecto entre capillas, esa música consistiría en una simple línea de bajo acompañado de percusión electrónica al más puro estilo mákina. En el momento en que nos encontrásemos con una capilla, en la línea de bajo comenzaría a sonar una secuencia de notas afinada en la tonalidad mayor de la nota musical correspondiente al día del año del santo al que honrase la capilla. Y entonces, superpuesta a este bajo pensado para acompañarla armónicamente, sonaría también en un tono más agudo la melodía de uno de esos goigs, el correspondiente al santo en cuestión, afinado en la misma tonalidad que el bajo.
Una vez realizada la explicación, el artista cogió su carrito con el altavoz y el sampler, le dio al play y salió pitando de la sala en dirección a la calle. El público lo siguió a buen paso. El ritmo de la música y el del caminar del artista eran frenéticos. El volumen no tenía nada que envidiar al de un club de electrónica. Recorrimos una veintena de capillitas repartidas por las callejuelas de ese barrio de origen medieval. De pronto, el artista se paraba delante de una capilla que quizá nos hubiese pasado desapercibida por estar en mitad de una calle, o en una esquina, apuntaba su foco de luz estroboscópica a la imagen del santo y durante unos segundos sonaba el tema de cada santo. Todos los temas sonaban realmente a música mákina, demostrando así que seguimos bailando con el mismo sistema musical que hemos utilizado durante siglos, sin cambios sustanciales. Curiosamente todas las melodías de esos goigs, convenientemente armonizadas y con esos timbres propios de la música mákina, tan reconocibles, siguen funcionando a nuestros oídos, educados ya no en los templos católicos sino en los templos de la música electrónica.
La rave santoral no daba tregua, el ritmo era trepidante, sólo parábamos los instantes necesarios para escuchar la melodía de esos goigs, sin repeticiones (se escuchaba un par de veces la melodía y a otra cosa). La gente del barrio se sorprendía al encuentro de un grupo de gente caminando frenéticamente tras un altavoz al ritmo de música mákina que se paraban de golpe para iluminar y contemplar a un santo y a continuación salían pitando hacia la siguiente capilla.
El Born es un barrio difuso. En realidad, el nombre propio es el de La Ribera pero casi nadie lo utiliza. En cambio, el apelativo de Born, que es el nombre de la plaza de ese barrio medieval, y también del mercado de abastos que funcionó a su lado durante muchos años, ha acabado englobando a cada vez más barrios hasta el punto de que un día de estos el Eixample también se llamará Born, o al menos así le llamarán los turistas, que ya llaman Born al Gòtic, por ejemplo. O’Callaghan hizo un uso laxo del término Born llevándonos hasta Sant Pere Més Alt, en el barrio de Sant Pere, pasando por Santa Caterina, pero al menos no atravesó la Via Laietana. No es una crítica, es solo para hacerse una idea de todo lo que caminamos durante una hora, al ritmo frenético de la música mákina-goig.
Algunas de esas imágenes de santos estaban en capillas minúsculas, otras estaban en la fachada de la catedral de Santa Maria del Mar. Fue allí, en Santa Maria del Mar, al comienzo del passeig del Born, donde algún vecino arrojó agua a la comitiva, suponemos que pensando que estaba viviendo un episodio hooligan a las nueve de la noche. El barrio está tenso, sometido a la devastadora presión turística, como todo el centro de la ciudad. El agua le cayó a un guiri, por cierto. El público tenía a todo el santoral de su parte. Seguramente fue justicia divina.
La anterior pieza del mismo proyecto de Marc O’Callaghan tenía el mismo sabor conceptual. En aquel caso, en primavera, nos citó a los pies de una iglesia para escuchar el toque de una campana. De ahí fuimos a otras tres iglesias más para escuchar el toque de sus respectivas campanas. Había que darse prisa para escuchar las campanas dando los cuartos, con quince minutos de intervalo entre iglesia e iglesia. Las cuatro campanadas componían la línea de bajo de un tema de música mákina. En aquel caso la propuesta era muy estimulante conceptualmente pero extremadamente austera. No fue el caso de esta ruta, igual de estimulante tanto conceptualmente como musicalmente, extremadamente sensual. Dan ganas de repetirla de vez en cuando, o al menos estaría bien que la incluyesen en la fiesta mayor del barrio. Sobre todo teniendo en cuenta que O’Callaghan tuvo que hacer una selección de capillas para que la ruta no durase más de una hora. Podríamos estar horas y horas de ruta santoral.
Si alguien se queda con las ganas de escuchar a qué suena todo esto puede darse un paseo por el Vol. 1: Santoral Interior (y comprarse el disco).