Patada a seguir en el Teatro Ensalle de Vigo

Patada a seguir

14, 15 y 16 de octubre de 2022, 20h
Teatro Ensalle
C/ Chile, 15 Bajo, Vigo

¿Por qué es tan atractivo el virtuosismo? Un gran músico, Miles Davis, decía que los intérpretes de música clásica, salvo excepciones, son meros robots (y lo peor es que ellos lo saben). El griego Giannis Antetokounmpo, elegido dos veces mejor jugador de la liga estadounidense de baloncesto, tenía un porcentaje de acierto en tiros libres nefasto. Trabajando la mecánica de tiro, con mucho esfuerzo y disciplina, tirando cientos de miles de tiros libres uno detrás de otro, ha conseguido ser un más que aceptable tirador de tiros libres. Hay cosas que sólo se pueden conseguir con la llamada cultura del esfuerzo pero esa cultura le va bien sólo a unos pocos, el resto las pasa canutas, por mucho que se esfuerce, porque la meritocracia es una estafa. Chopin fue un compositor que revolucionó la técnica pianística. Para algunos es un exponente de verdadero virtuosismo. Para otros, precisamente por su virtuosismo, es un compositor banal. Pero algunas de sus composiciones, virtuosísticas o no, son ejemplos alucinantes de diseño de maravillosas estructuras arquitectónicas. Pretender desvelar la misteriosa belleza que se esconde detrás de ellas utilizando elementos inmateriales como el sonido o la luz sería demasiado pretencioso pero vamos a jugar a eso con el primero de los Estudios de Chopin, como si tirásemos tiros libres, sabiendo que perderemos el partido y que está bien que así sea porque sin esa presión podremos jugar todo lo que nos dé la gana haciendo algo muy apropiado para los tiempos que corren, ahora y siempre: lo que en rugby se llamaría patada a seguir.

Más información y entradas: web del Teatro Ensalle

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Notas que patinan #125: TNT 2022

La semana pasada se celebró una nueva edición del Festival TNT de Terrassa en la que se presentaron dos docenas de propuestas artísticas relacionadas con la escena. En Teatron ya se ha publicado sobre algunas de ellas como Grandissima illusione de Cris Blanco, Diversión obligatoria de Júlia Barbany, One night at the golden bar de Alberto Cortés y Mágica y elástica de Cuqui Jerez. Muchas más merecerían ser comentadas pero, por cuestiones de tiempo y energía, en este artículo me centraré en sólo tres de ellas que diría que comparten algo que comienzo a observar con interés desde hace algún tiempo.

La Doble Sesión, de Norberto Llopis

Una de las piezas más interesantes, divertidas, vibrantes e intelectualmente estimulantes que se han podido ver en esta edición es este solo en el que Norberto Llopis se acompaña en escena únicamente por un papel plastificado que cuelga de una polea para permitirle deslizarlo de arriba a abajo mientras avanza en su acción. El papel, pintado a mano con rotulador, muestra algunas palabras y símbolos, como si fuese la chuleta de una presentación o de una clase. Siguiendo esa chuleta, el intérprete desarrolla su acción frente a un público al que va dando toda clase de explicaciones sobre lo que está haciendo e incluso algunas órdenes, más bien prohibiciones, sobre a dónde (o más bien a dónde no) debe dirigir su mirada. La principal prohibición es la que tiene que ver con la asistencia del público al propio espectáculo. La Doble Sesión consiste en dos sesiones: la primera se llama Mañana y la segunda se llama Ayer. Si asistes a la sesión Mañana no puedes asistir a la sesión Ayer. Está terminantemente prohibido. Estos juegos con el lenguaje son constantes durante la acción, así como las repeticiones, los dobles sentidos y la fragmentación de palabras. Parece un juego absurdo que, al cabo de poco tiempo, provoca una hilaridad generalizada entre el público pero algo nos dice, sin necesidad de conocer los entresijos de la pieza, que hay algo más ahí, algo que podemos buscar con éxito, o no, durante el desarrollo de toda la pieza, mientras observamos al intérprete hablando al público o a las paredes, saliendo y entrando de escena, corriendo o moviéndose con ese estilo particular al que Norberto Llopis nos tiene acostumbrados, un movimiento dancístico en el que parece que no esté haciendo nada particularmente complicado pero que está claro que no cualquiera sería capaz de reproducir. Pero detrás de ese aparente juego absurdo se esconde todo un armazón teórico que parte de Jacques Derrida para hablar de lo hueco y cuestionar, llevándola al límite, la misma posibilidad del fenómeno escénico. No hace falta ser consciente de lo que se esconde detrás de esta pieza para disfrutarla pero seguramente su coherencia interna se transmite de algún modo, y eso para muchos será más que suficiente. Si además consigues penetrar en su interior y observar de cerca algunas de las múltiples capas que componen algo tan aparentemente sencillo la recompensa se presume enorme. Un trabajo tan fino seguramente sólo se puede destilar después de años y años dedicados a la investigación de ese tipo de asuntos que la mayor parte de nuestra sociedad me temo que calificaría de absolutamente inútiles. Hay algo importante ahí, desde luego, y es fenomenal, o un síntoma de ello, que se acompañe de un humor tan refrescante que, como se pudo comprobar en Terrassa, conecta con toda clase de públicos.

Interior Noche, de Serrucho

Fotografía de Alessia Bombaci

En los escenarios comienzo a percibir con fuerza una lucha estética que quizá simplemente sea una lucha que siento en mi interior pero que diría que es compartida por mucha otra gente. La saco a colación porque esta pieza de Serrucho sería un exponente de uno de esos dos bandos en fricción. Por un lado, explicándolo muy burdamente, está el arte del yo: lo que a mí me pasa, lo que yo sufro, lo que yo he vivido, lo que yo pienso, mis discursos… Este arte también se conecta con el arte político que ha invadido los escenarios en los últimos tiempos: lo que nos pasa, lo que sufrimos, lo que hemos vivido, lo que pensamos, nuestros discursos… Pero a este tipo de arte, quizá el predominante en este momento, por su reiteración, por agotamiento, por su domesticación o por lo que sea, me da la impresión de que se comienza a contraponer otro que estaba más apagado últimamente pero que lleva toda la vida acompañándonos: el de la búsqueda de la belleza, el de la contemplación, el que abre las puertas a una percepción no mediatizada exclusivamente por la palabra, por los discursos… Interior Noche me parece un ejemplo de esto. Un ejercicio de observación profunda en el que el disfrute y la búsqueda de la belleza no están reñidos con una cierta crítica (que no es explícita porque, entre otras cosas, no pretende imponerse al público) ni con cierto humor, que siempre es bienvenido, sobre todo cuando comenzamos a tomarnos demasiado en serio cualquier cosa, sea lo que sea. Interior Noche está lleno de detalles cuidados con extremo cariño pensando en la experiencia del público, no en los artistas. El público se encuentra con un escenario de camping nocturno aparentemente de lo más convencional (aunque con un remolque-tienda bellísimo, modelo Apache del año catapum: Ni mejor ni peor, ¡el primero!) y ahí, con la ayuda de unas luces como las que se ponen los mineros en la frente para ver en la oscuridad, el público, dirigiendo sus haces de luz hacia donde dirige su mirada, descubre un mundo extraordinario, el que se esconde detrás de cualquiera de los escenarios cotidianos de nuestra vida, sólo que sazonado y aumentado convenientemente por el trabajo de unos artistas que se ponen al servicio de algo que va muchísimo más allá de sus propios egos, que también los tendrán, como todo el mundo. Para mí, lo más curioso es que Serrucho hace bailar a la tecnología (que impregna toda esta obra) a su propio son, al de Serrucho, y no al revés, no al ritmo de las máquinas al que nos obligan a bailar últimamente sin piedad. Las máquinas, la tecnología, esa híper eficiencia en la que nos vemos envueltos a diario con angustia es doblegada para convertirla en algo inútil, divertido y bello, en algo con rostro humano. Una vez más se pone de manifiesto la importancia de lo inútil, en términos productivos, para la alegría de los seres vivos que poblamos el planeta.

Donde empieza el bosque acaba el pueblo, de Monte Isla

Fotografía de Alessia Bombaci

Esta es otra pieza que toma partido por ese bando del que me parece que llevo hablando todo este artículo (porque, a pesar del intenso uso que hace Norberto Llopis de la palabra, La Doble Sesión también podría englobarse perfectamente ahí). Y me parece significativo que, en este caso, se trate de un colectivo de artistas jóvenes y que no sea la primera vez que van a por ello. Me refiero a que Allí donde no estamos, la anterior pieza de Monte Isla, ya iba un poco de lo mismo, sólo que a otra escala mucho más pequeña. Esta vez, en vez de una maqueta y un pequeño escenario, Monte Isla ha dispuesto a su gusto de todo el aparato escénico del Teatre Principal de Terrassa y lo que han hecho ha sido explorar sus posibilidades, que no son pocas, de la misma manera, ni más ni menos, que cuando trabajaban con una maqueta. Se les puede acusar de pretenciosidad porque la propuesta es grandilocuente (como lo es ese gran teatro) pero, en mi opinión, se trata simplemente de coherencia con el material que se traen entre manos. En todo caso, las preguntas que se hacen son grandes: ¿Qué distancia hay entre nosotros y el mundo? Y la respuesta, una vez más (como digo, no creo que estén solos), Monte Isla la busca en la observación, de un paisaje, en este caso, huyendo del juicio y del significado, a través de la experiencia, sin palabras. En el estreno (porque era un estreno) el lío que montaron fue bastante importante. Me pareció observar que provocó de todo menos indiferencia. Bosques que colgaban del techo, luces que se movían como naves espaciales flotando amenazadoramente ante el público, maquinaria escénica que subía y bajaba como en los altos hornos y una música sintética casi omnipresente, muy elaborada, con los graves a tope, que lo inundaba todo y a la que se puede acusar de llevar de la manita al público respondiendo a reflejos condicionados por horas y horas de cultura audiovisual omnipresente en nuestras vidas pero no de desaprovechar las posibilidades del equipo sonoro y la acústica del lugar donde nos encontrábamos. Un site-specific grandilocuente como corresponde al lugar, sin una excesiva presencia humana en el escenario, que intentando llevar su mirada hacia el mundo que nos rodea, que ya no es sinónimo de naturaleza, se encuentra con el artificio y nos invita a observarlo, a ver qué pasa.

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Patada a seguir en La infinita

Patada a seguir de Rubén Ramos Nogueira en La infinita

Entradas: https://entradium.com/events/patada-a-seguir-de-ruben-ramos-nogueira

¿Por qué es tan atractivo el virtuosismo? Un gran músico, Miles Davis, decía que los intérpretes de música clásica, salvo excepciones, son meros robots (y lo peor es que ellos lo saben). El griego Giannis Antetokounmpo, elegido dos veces mejor jugador de la liga estadounidense de baloncesto, tenía un porcentaje de acierto en tiros libres nefasto. Trabajando la mecánica de tiro, con mucho esfuerzo y disciplina, tirando cientos de miles de tiros libres uno detrás de otro, ha conseguido ser un más que aceptable tirador de tiros libres. Hay cosas que sólo se pueden conseguir con la llamada cultura del esfuerzo pero esa cultura le va bien sólo a unos pocos, el resto las pasa canutas, por mucho que se esfuerce, porque la meritocracia es una estafa. Chopin fue un compositor que revolucionó la técnica pianística. Para algunos es un exponente de verdadero virtuosismo. Para otros, precisamente por su virtuosismo, es un compositor banal. Pero algunas de sus composiciones, virtuosísticas o no, son ejemplos alucinantes de diseño de maravillosas estructuras arquitectónicas. Pretender desvelar la misteriosa belleza que se esconde detrás de ellas utilizando elementos inmateriales como el sonido o la luz sería demasiado pretencioso pero vamos a jugar a eso con el primero de los Estudios de Chopin, como si tirásemos tiros libres, sabiendo que perderemos el partido y que está bien que así sea porque sin esa presión podremos jugar todo lo que nos dé la gana haciendo algo muy apropiado para los tiempos que corren, ahora y siempre: lo que en rugby se llamaría patada a seguir.

Patada a seguir

Jueves 22 de septiembre de 2022, 20h
La Infinita
Av. Carrilet 237, 3r
L’Hospitalet de Llobregat

Idea, creación, dirección e interpretación: Rubén Ramos Nogueira
Iluminación y videoescena: Antoine Forgeron
Vídeos: Rubén Ramos Nogueira y Antoine Forgeron
Música: Estudio para piano Op. 10 nº 1 de Frédéric Chopin
Fotografía: Andrés Duque

Con el apoyo de: La Infinita de L’Hospitalet, Beca d’investigació de l’Oficina de Suport a la Iniciativa Cultural de la Generalitat de Catalunya, Ajuntament de Barcelona / Institut de Cultura de Barcelona, Caja de resistencias de la Fundación Carasso y hablarenarte, Casa Orlandai y Teatro Ensalle

Agradecimientos: Carolina Olivares, Elena Nogueira Núñez, Bautista Ramos Portea, Gema Ramos Nogueira, Olga Alvarez, Navea, Societat Doctor Alonso, Carmen Aldama Goded, David Benito, Bárbara Mingo Costales, George Sand, Daniel Baremboim, Franz Liszt, Jerzy Antczak, Danuta Stenka, Piotr Adamczyk, Adam Woronowicz, Marcel Proust, Alexander Scriabin, Jaume Barmona, Miguel Gironés, La Caldera, Darío Oyarzún, Eugenio González Donoso y Jordi Colomer

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Notas que patinan #124: Echoic Choir

El viernes pasado la coreógrafa canadiense Ula Sickle y la artista sonora noruega Stine Janvin presentaron Echoic Choir en La Capella del MACBA, un trabajo conjunto con el que daba inicio una nueva edición de Lorem ipsum, un ciclo que continúa el próximo viernes 22 con Enrique del Castillo y que finalizará el sábado 23 con El Palomar (todas las sesiones son gratuitas con inscripción previa). El ciclo, que lleva como subtítulo Escuchas empáticas, pretende prestar atención en esta ocasión a “la fiesta y la escucha sensible” con las secuelas psicológicas de la pandemia aún muy presentes.

Fotografías de Dani Cantó

Después de atravesar un barrio del Raval abrasado por un sol y un calor extremos, al final de la tarde, penetrar en el recinto gótico de La Capella del MACBA para ver Echoic Choir fue como adentrarse en la oscuridad de una gruta. El público ya estaba adentro, éramos los últimos en entrar. Pero, antes, una trabajadora del MACBA nos retuvo un momento, como en la puerta de un club de electrónica. Unos instantes después, cuando nos invitó a pasar, nos dijo que durante la performance podíamos movernos por donde quisiésemos pero nos advirtió de que debíamos respetar el metro de distancia alrededor de las performers. Aunque esta indicación tiene cierta lógica en una performance, era inevitable acordarse de cuando esa distancia era una medida sanitaria. Y es que Echoic Choir se gestó durante la pandemia, asumiendo las normas de distancia física como parámetros artísticos.

Una vez dentro, en penumbra, hicimos lo que haríamos cuando uno entra a un club de electrónica: darle un vistazo rápido al ambiente. Había gente de pie y luces de neón colocadas en posición vertical por todo el espacio. Entre los que estaban de pie se encontraban cuatro performers vestidas con látex transparente y botas de cuero negras. Caminando entre ellas vimos que más allá había gente sentada en el suelo y al cabo de un rato de pasearnos mínimamente por el espacio, bajo bóvedas de piedra, nos sentamos también.

Las performers comenzaron a cantar a capella en La Capella (que se escribe igual pero se pronuncia diferente), y al unísono. Equipadas con micros de diadema sus voces resonaron con fuerza en un espacio donde la reverberación es la propia de un edificio religioso medieval. Cantaban la misma nota repetida una y otra vez, con un ritmo monótono pero ágil. Parecían emular el bombo a negras que nos invita a bailar cuando escuchamos música tecno. Al emularlo lo invocaron. Y poco a poco arrancó el baile, con los pies siguiendo el ritmo de una música que, por esta vez, creaban con su voz los mismos que la bailaban. Ante nuestra mirada se desarrolló, poco a poco pero en menos de una hora, una especie de reducción de algunas de las cosas que pasan en cualquier pista de baile en un club de electrónica, normalmente de noche. Pero de una manera extraña, inquietante y mucho más fría de lo acostumbrado en estas latitudes.

Las voces de las performers ejecutaron una partitura que dejó de importar al cabo de un rato porque se desarrollaba según patrones rítmicos y melódicos que, aunque no tuviesen toda la riqueza tímbrica y rítmica que las máquinas son capaces de conseguir (tenían otra riqueza, la que sólo la voz humana puede alcanzar), cumplían la misma función envolvente, sugerente y transportadora. Pero ahí estaba la música, impregnándolo todo, todo el rato. Música de ameublement la hubiese llamado Érik Satie hace cien años. Los cuerpos se movían como en una pista de baile, o si no lo hacían exactamente con la misma naturalidad (porque quizá sus movimientos fuesen demasiado perfectos o porque detectábamos cómo a veces los mismos patrones pasaban de uno a otro cuerpo no precisamente por casualidad), nos conducían hacia esa misma sensación, o más bien a un recuerdo de lo que se siente en una pista de baile.

La mayoría de quienes estábamos allí, excepto las performers, no bailábamos. Estábamos ahí observando, dejándonos llevar o recordando esa sensación (quizá en algunos casos ya un poco olvidada) de lo que es eso de juntarse con más seres humanos para bailar música electrónica en un lugar oscuro, de noche. Las luces estroboscópicas, con su ritmo, conseguían acelerar el proceso de una manera artificial, como las máquinas de humo que nos sumergieron en esa niebla artificial durante algunos momentos. ¿A quién se le ocurriría lo de inundar de humo las pistas de baile? No lo sé, pero funciona.

Sabíamos que no estábamos en un club, la propuesta era algo más sofisticada que eso. Pero las performers, en ocasiones, te miraban a los ojos y sostenían tu mirada, como a veces pasa también cuando estás en un club y alguien capta tu atención y la atracción es correspondida. Sudaban, se cansaban, bebían agua, descansaban. Hasta ponían a veces esas caras como de adolescente que no acaba de encontrar su sitio en el mundo y que cree que quizás mostrando abiertamente su melancolía alguien lo notará y en uno de esos cruces de miraditas encontrará a ese ser humano que le salvará esa noche. Por lo menos, esa noche.

Por cierto, ya que estamos, el truco de la melancolía no suele funcionar para ligar. Suele ser más atractiva la alegría. Pero también es verdad que puede que eso fuese así antes. Así que no dejes de intentarlo si lo sientes. El mundo está cambiando. ¿Quién sabe si la nueva melancolía es ahora la antigua alegría? Seguro que en número ahora son más los melancólicos que los alegres. Otra cosa es que si uno sale de fiesta disimule. Como en Instagram. O como en la Unión soviética. Cada vez este capitalismo se parece más a lo peor de aquel comunismo. En la tristeza, me temo. Todo el mundo llorando en sus casas mientras sus stories transmiten una felicidad envidiable. Como pasaba con la propaganda soviética. Exactamente igual. Sólo que ahora nosotros somos la propaganda y trabajamos gratis como propagandistas para que nuestro patrón nos conozca mejor, venda todos los datos que le regalamos al mejor postor y así nos pueda ofrecer publicidad para que compremos sus productos con el poco dinero que nos queda después de esquilmarnos o para que nos manipulen con más precisión en sus campañas electorales, que ya duran todo el año en los medios tradicionales (y en los modernos). Perdón por la soflama. Me he ido muy lejos, ahora vuelvo.

Durante unos instantes las performers se pusieron a hablar, en inglés, en un estilo recitativo sincronizado. Cuatro personas hablando a un tiempo no son fáciles de entender. La reverberación medieval de la sala lo hacía aún más complicado. ¿De qué hablaban? ¿Del amor? Daba un poco igual. Lo excitante es que lo hacían a la vez, en sincronía, al mismo ritmo, juntas. Luego, por los altavoces colgados del techo, entró un bombo de la electrónica de verdad, es decir, artificial, enlatado, sintético, el sonido de la máquina que nos empuja a bailar. Y, lo que suele pasar, vino el subidón y se acabó.

Cuando salimos ahí fuera aún era de día.

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Notas que patinan #123: Grandissima illusione

Cris Blanco estrenó Grandissima illusione en el teatro del CCCB dentro del festival Grec. Desde hace más de cuatro años, desde el estreno de Pelucas en la niebla en el Festival Sâlmon de 2018, no habíamos tenido oportunidad de volver a disfrutar de una pieza escénica firmada en solitario por esta creadora escénica que está a punto de cumplir ya los veinte años de carrera artística, aunque sí la hemos visto estos años en un par de colaboraciones a tres bandas con Jorge Dutor y Guillem Mont de Palol en Lo pequeño y Lo mínimo. Había mucha expectación, como cada vez que Cris Blanco estrena algo. El teatro del CCCB se llenó y la aplaudió a rabiar. A ella y a Óscar Bueno, que la acompaña en escena explotando buena parte de sus talentos, que son muchos: interpreta buena parte de la música en directo, actúa, recita en verso, baila y canta, igual que Cris Blanco.

Grandissima illusione aborda uno de los temas recurrentes en los trabajos de Cris Blanco: ¿qué se esconde detrás de lo que entendemos por arte e incluso qué se esconde detrás de lo que llamamos realidad? En El agitador vórtex creaba una película en directo, enseñándonos los trucos que se escondían detrás de cada encuadre. En Pelucas en la niebla (¿por qué no se ha visto más esta increíble pieza?) nos hablaba de lo que hay detrás del influjo que ejerce la música en nuestras percepciones. Ahora, en Grandissima illusione nos enseña lo que hay detrás de una producción escénica desde una perspectiva muy diferente a la que adoptaba en The Setup (El montaje) que estrenó en La Villete de París en 2008. Y lo hace con los mismos medios cutres que en el resto de sus producciones más recientes: con telones caseros, con mucho cartón, como en Bad traslation, donde nos enseñaba cómo podría funcionar un ordenador por dentro si unos operarios humanos fuesen los encargados de hacer realidad lo que por arte de magia vemos en pantalla. Y le vuelve a dar a todo unos toques de ciencia ficción (como en otros trabajos: Ciencia ficción o Teletransportation, por ejemplo) que relacionan algunas de sus obsesiones, como cuando conecta el recurso de los apartes de los actores de teatro clásico (eso de que un personaje le hable al público y que aparentemente nadie más en escena pueda oírle ni verle) con las realidades paralelas, cosa que tiene todo el sentido, la verdad. Por supuesto, todo con humor marca de la casa. Un adolescente de doce años, sentado cerca de donde yo estaba, en varios momentos no podía parar de reír a carcajadas. Súmale a eso un uso constante del error y del supuesto error hasta el punto de que el público ya no los distinga. Puedes ensayar cien mil veces para parecer natural pero hay otra solución mejor que animales escénicos como Cris Blanco dominan a la perfección: puedes prepararte para ser natural, no para parecerlo. Y, si eres natural, una de las pruebas de que lo has conseguido es que aparecerá el error de manera espontánea. Y si sigues siendo natural mientras te relacionas en escena con ese error espontáneo tendrás al público contigo para siempre porque el público ama ver la vida surgir en el escenario. No se sabe por qué. Si la vida ya está ahí fuera, no hace falta meterse en un teatro para verla. Pero esa cuestión, precisamente, forma parte de la investigación escénica que mueve a Cris Blanco a enfrentarse a ese tipo de preguntas desde hace muchos años.

El error también puede aparecer en cualquier fase de la producción de una obra. Y, en este caso, ese error se ha convertido en la base de la obra, haciendo de su capa un sayo. Como Cris Blanco cuenta en escena, con el dossier de la obra en la mano, Grandissima illusione habría tenido que ser una pequeña superproducción con muchos actores, bailarines, orquesta, coros y una escenografía impresionante en gran parte reciclada de otros montajes que se pudren en las barrigas de los grandes centros de producción: el Liceu, el Teatre Nacional de Catalunya, etc… Cris Blanco valora esa gran producción en poco más de dos cientos mil euros, un presupuesto que ni sueñan la inmensa mayoría del circuito de las artes vivas pero que es calderilla en comparación con las producciones de grandes teatros públicos. Un error del sistema (¿qué si no?, díganme) provocó que esa producción se derrumbase como castillos de arena. Lo que quedó, una especie de Piccolissima illusione que pretende emular a la grande, es lo que Cris Blanco y Óscar Bueno construyen en escena para el público, partiendo del siguiente argumento:

Una duquesa del siglo XVI participa en una gran producción teatral cuando cae (literalmente) rendidamente enamorada de un técnico lleno de tatuajes que entra en el escenario durante unos instantes. Mientras la duquesa se recupera del desmayo el resto del elenco comenta lo aplicada que es esta actriz porque siempre que llegan a los ensayos la ven ya caracterizada con el vestuario de su personaje. Pero entonces se dan cuenta de que eso es así porque, en realidad, no es una actriz sino una verdadera duquesa del siglo XVI que ha viajado en el tiempo. Un argumento puro Cris Blanco.

Por en medio habrá tiempo para enseñarnos algunos destellos de lo que pasa cuando uno está solo trabajando en un teatro, cómo funciona la maquinaria escénica, por dentro y por fuera (con mención a algunas de sus miserias en un tono desenfadado pero no exento de una crítica amarga por lo certera que es), y hasta la historia que cuenta de dónde ha salido esa práctica ya tan habitual de proyectar textos en escena, explicada por el propio texto proyectado, convertido en un personaje más, con mención especial al pionero Rodrigo García.

La pieza experimenta con un final infinito como también lo hace con un inicio múltiple, uno dentro del otro, un juego de capas que es constante en este y otros trabajos de Cris Blanco. Capas que permiten disfrutar este juego de espejos lleno de vida en varios niveles: si conoces todas las referencias ¡ya es que lo flipas! pero no necesitas conocer ninguna para disfrutar del juego, como el adolescente que tenía cerca y que, cuando acabó la pieza, le dijo a su madre: no sé si he entendido la obra pero me ha hecho muchísima gracia.

Y, lo mejor, Cris Blanco no renuncia a hacer realidad esa Grandissima illusione que se ha imaginado. Esperamos verla algún día en escena. Lo esperamos con verdadera ilusión. ¿Te imaginas?

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Notas que patinan #122: Hammamturgia

Fotografías: Rebecca Bowring

Quizá la noticia no sea que Societat Doctor Alonso presentó su última pieza, Hammamturgia, en la sala grande del Teatre Nacional de Catalunya hace unas semanas (fieles a nuestro compromiso de llegar tarde a las noticias eso sería poco noticia ya). Quizá la noticia sea que Hammamturgia es la segunda pieza consecutiva de Societat Doctor Alonso (la anterior fue Kontrakant, que se estrenó en el Mercat de les Flors justo antes del confinamiento) que insiste en buscar cierta abstracción en la forma en contraposición con cierta tendencia actual a unas artes escénicas explícitamente políticas. Todo es política, así que escoger esa línea también lo debe de ser. Porque, si miramos atrás en la trayectoria de Societat Doctor Alonso, encontraremos otros trabajos estrenados no hace tanto donde también observamos algunos elementos comunes con esa tendencia actual a lo explícitamente político (Anarchy o Y los huesos hablaron, por ejemplo). Que sus dos últimos trabajos se muevan en dirección opuesta ¿qué es? ¿Coincidencia? ¿Hartazgo? ¿Ganas de explorar otros territorios no tan transitados actualmente? ¿Vuelta a los orígenes? ¿Respuesta a la situación actual?

Lo de estrenar en la sala grande del TNC tenía truco, sin quitarle ningún valor. No crean que el TNC ha cambiado tanto, aunque parece que algo se mueve ahí dentro. El estreno en Barcelona de Hammamturgia se enmarcaba en el ZIP, un nuevo ciclo del TNC (que ya existió con el mismo nombre en el Teatro Español, de donde viene la actual dirección del TNC) que acoge ciertas propuestas de artes en vivo que no suelen verse en la programación habitual del TNC. Además de Societat Doctor Alonso, por allí pasaron también en esta edición Psirc, Elena Córdoba, Rosa Casado y Mike Brookes, Xesca Salvà y Marc Villanueva Mir, Laboratorio de Pensamiento Lúdico y Elisa Martínez & Co. Todo concentrado en cinco días, para estrés de la afición. Eso sí, a precios muy populares: ocho euros la actuación.

La Societat Doctor Alonso ocupó el escenario de la sala grande del TNC convirtiéndolo prácticamente en un cubo blanco. El público fue invitado a descalzarse y acompañarles al escenario, al interior de ese pseudocubo en el que cuatro aberturas en la mitad de cada uno de los lados permitían la entrada de público y performers. En escena, Sofia Asencio, Beatriz Lobo, Ana Cortés y Kidows Kim. Maties Palau, en una esquina, ocupándose discretamente de lo sonoro.

Hammamturgia genera y capta el flujo de los cuerpos y las cosas en el espacio, una sucesión que no explica nada, sino que propone y activa transformaciones, una obra coreográfica en definitiva, que trabaja con el espacio y el tiempo.(…) El espacio mismo se está construyendo y/o transformando durante la acción, a la vista de los espectadores. Este espacio no es más que un ambiente compartido. Un ambiente en el que no se distingue un fuera de un adentro. Es sólo una membrana, en la que respiramos (y vivimos, al menos durante este tiempo) juntos. Cuestionamos la idea de que uno puede estar en un “afuera”, donde puede ser un simple observador neutral. Siempre estamos en un ambiente compartido: somos ambiente, el ambiente también es nosotros.

En Hammamturgia las performers manipulan enormes plásticos en escena con los que construyen potentes, sutiles y sugerentes imágenes, a veces contemplativas (como cuando levantan entre todas una especie de mar plástico ondulante o cuando un plástico transparente es lanzado al aire por Ana Cortés para que caiga poco a poco sobre una luz estroboscópica), a veces humorísticas (como cuando Beatriz Lobo toca una gaita aspirando el aire almacenado en la bolsa de la gaita o cuando dibuja un cuadro que la mitad del público no podía ver, a no ser que cambiase de lugar, pero sí oír gracias al trabajo de Maties Palau) y en general abiertas a múltiples interpretaciones según la mirada, la perspectiva y el momento de cada cual. Esas miradas, las del público, rodeaban la acción, la mayoría desde el suelo, donde los cuerpos propietarios de esas miradas decidieron sentarse, en donde les parecía que no podían entorpecer la acción de los performers. Entre el público había varios niños, que se tomaron muy en serio lo que allí pasaba, riendo a veces, inquietos en otros momentos. ¿Qué estarían pensando esos niños? ¿Qué tipo de arte se encontrarán cuando sean mayores? ¿En qué mundo?

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Notas que patinan #121: Diversión obligatoria

Foto: Carolina Olivares

Diversión obligatoria. Así se llama la nueva pieza en la que está trabajando Júlia Barbany Arimany para su estreno en la próxima edición del festival TNT en septiembre. Diversión obligatoria es una coproducción del festival TNT con el Antic Teatre que se ha ido cociendo a fuego lento en el Graner de Barcelona, en La infinita de L’Hospitalet y próximamente en el nyamnyam de Mieres, en la Garrotxa, un buen puñado de lugares donde se cocinan muchos de los platos que acabamos degustando tarde o temprano para seguir calentando el alma cuando viene el frío y refrescándola cuando llega el verano. Júlia Barbany forma parte de Las Huecas, un colectivo que últimamente se expande en diferentes direcciones, y, como el resto de sus componentes, desarrolla sus propios proyectos paralelos, como su Official Presentation of the Gadgets for our Salvation, el último que sepamos, del que ya hablamos aquí hace un año y medio cuando se presentó en el Antic Teatre después de haber pasado por los IN de La Poderosa, otro de los centros imprescindibles del entramado de las artes vivas (¿las seguimos llamando así o ya cansa?) en Catalunya.

El jueves pasado, Júlia Barbany presentó a puerta cerrada en La infinita, para un público reducido, la primera aproximación a Diversión obligatoria. La última vez que vi un trabajo escénico en La infinita fue justo hace dos años, en la primera presentación pública de Aquellas que no deben morir, de Las Huecas precisamente, que se acabó estrenando con tanto éxito en la última edición del TNT. Después del parón de la pandemia, La infinita, con cero ayudas de las administraciones públicas, de momento, vuelve a apostar con fuerza por ceder el espacio de la antigua fábrica de Hospitalet en la que tiene su sede a algunas de las gentes que intentan levantar sus proyectos artísticos en esta despiadada selva.

Lo que pudimos ver el jueves, unos cuarenta y cinco minutos, fue muy sugerente y a más de uno nos alegró el día. En palabras de Júlia Barbany, en Diversión obligatoria, el humor se ha roto; la estructura del chiste se ha visto alterada; y las palabras, sonidos y movimientos se han dislocado. En este mundo de sombras, un personaje lucha entre la depresión y la diversión. Partiendo de una investigación sobre el humor, el título hace referencia a “mandatory fun”, una estrategia que supuestamente mejora el rendimiento de una empresa a partir de actividades que evocan una diversión pretendidamente espontánea entre los trabajadores. El “mandatory fun” se convierte en el retrato de una generación deprimida que se mantiene en la autoparodia como estrategia de supervivencia. La nueva era del posthumor en las redes entiende la existencia desde el ridículo y nos da la bienvenida a la nueva dictadura del humor. ¿Cómo se vive secuestrado dentro de un chiste?

Júlia Barbany es una actriz excelente. Sin que pase prácticamente nada en escena, sin hablar, sin prácticamente moverse, es capaz de ponerse al público en el bolsillo, caracterizada con una nariz y una calva postizas y con el vestuario más cutre posible. Pero además de actriz es una creadora singular que se sitúa en un territorio límite entre el humor más ligero y una profundidad que parece que no esté ahí. Sola en la oficina, se dedica a limpiarla comportándose como una especie de Mr. Bean catalán y un poco drag queen con especial atención a todo lo escatológico. El contraste entre las canciones que sonaron (alguna grabada por ella misma), que apelaban a la alegría de vivir, y su actitud de derrotada de la vida era absolutamente patético y lanzaba un mensaje de la más agridulce crítica desesperanzada (pero que sorprendentemente hacía renacer nuestra esperanza) sin permitirse ni una alusión literal a lo mal que está todo. Todo era de una tragicomedia exagerada (pero contenida) hasta el final, cuando ya el público no podía aguantar más la risa. Y entonces se acabó.

A pesar de la economía de medios (ni siquiera había luces en escena más que la luz natural que entraba por los ventanales de La infinita), la escenografía estaba curradísima aun en su intencionada cutrez, un músico en escena, Petit ibèric, creaba música en directo coordinada con la acción (¿cuánto tiempo hacía que no veía eso?) y participaron hasta seis intérpretes más que intervinieron puntualmente, entre las cuales se encontraba otra de Las Huecas, Núria Coromines, además de Guillem Barbosa o Carolina Olivares, directora de La infinita junto a Jordi Colomer.

Después de este adelanto (espero no haber hecho ningún verdadero spoiler) creo que no me equivoco si digo que el sentir general, aparte del buen rollo que se generó, era de curiosidad por lo que aún está por llegar. Da para serie de televisión.

 

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Notas que patinan #120: Canto mineral

© Silvia Poch

AzkonaToloza acaban de estrenar Canto mineral en el Espai Lliure. Estarán allí hasta el 22 de mayo. Laida Azkona y Txalo Toloza-Fernández, junto a su equipo, han desarrollado esta pieza como compañía residente en el Teatre Lliure gracias a las Ayudas a la creación Carlota Soldevila, que están especialmente dirigidas a artistas escénicos que pretenden dar un giro a su carrera artística. AzkonaToloza llevan unos años dedicados a la Trilogía Pacífico (Tierras del Sud, Teatro Amazonas y Extraños mares arden), un tríptico sobre “la realidad neocolonial en la América del Sur de hoy día” que les ha traído un gran reconocimiento a su trabajo (su último espectáculo abrió el Festival de Otoño de París y la trilogía al completo se ha podido ver recientemente en el Teatre Lliure, por poner dos ejemplos) en el terreno de lo que podríamos llamar, reduciéndolo un poco, teatro documental. Pero, veamos entonces, ¿en qué se está traduciendo este giro en el trabajo de AzkonaToloza?

Para empezar, la cosa ya no va sobre América del Sur, si es que alguna vez fue sólo de eso, claro. Esta vez el tema sociopolítico central (llamémoslo así) sería lo que está sucediendo en el mundo como reacción a la carestía actual de minerales necesarios para el incesante desarrollo de la industria tecnológica. Hablamos de litio y de todo eso que necesitan las baterías, los chips, los ordenadores, los móviles y el resto de cacharros por el estilo que inundan el planeta (¿hay ya más teléfonos móviles que personas?). Los gobiernos y las multinacionales están volviendo a la minería que ellos mismos intentaron cerrar para siempre para conseguir ahora esos materiales que necesita la industria tecnológica para seguir a todo fuelle. Hay verdaderas luchas geoestratégicas por culpa de eso. Pero lo peor es que empresarios como Elon Musk (que acaba de comprar Twitter) están preparando viajes a Marte para colonizar ese planeta y, hablen de eso o no en la publicidad sobre el tema, hacerse con esos minerales que en la Tierra comienzan a escasear. Y quieren colonizar Marte con las mismas estrategias extractivistas que están llevando al abismo a la vida en nuestro propio planeta. Es todo demencial y así se denuncia en esta pieza. Así que AzkonaToloza han cambiado de ámbito geográfico pero el tema que denuncian, con sus infinitas variaciones, sigue siendo el de siempre, que por otra parte no sabría cómo describir para hacerle justicia. Ah, eso: ¿hablan de la infinita variedad de formas que adopta la injusticia que ciertas personas ejercen contra otros seres (humanos incluidos)?

© Silvia Poch

Canto mineral, comparada con la trilogía anterior, apenas tiene texto proyectado pero, de todas maneras, sigue sosteniéndose sobre un texto densísimo y documentado que enlaza un tema con otro, por muy alejados que estén, con inteligencia y mucha chispa. Pero, en vez de hablar de nuestras desgracias planetarias situándose en el presente o en el pasado, esta vez se colocan en el futuro. Esa es una diferencia destacable porque así, como quien no quiere la cosa, entran en el territorio de la ciencia ficción. Y, al entrar en la ciencia ficción, aprovechan para permitirse unos destellos de humor, que quizá sea otra de las novedades (como cuando se hace referencia al Instituto Aeroespacial Ramon Llull, que en la actualidad, sin lo de Aeroespacial, es el que da dinero a los artistas catalanes para sufragar parte de los gastos de desplazamiento al extranjero). Laida Azkona y Txalo Toloza-Fernández siguen diciendo esos textos en escena, como hasta ahora, con sus pinganillos, al estilo verbatim, pero hay otra novedad: ahora João Lima también está en escena para ayudarles en eso. En eso y en lo demás, porque João Lima también canta (y Txalo Toloza-Fernández rapea, no se lo pierdan), pero también colabora en la construcción que durante toda la pieza, poco a poco, desarrollan ante nuestros ojos, a base de cuerdas y rocas, básicamente, además de adentrarse en territorios que insisten en incluir, cada vez más, algo de movimiento en escena. Lo que no cambia es que la ilustre Ana Rovira está al mando de las luces pero esta vez esas luces quizá cobren más importancia que en el resto de la trilogía. En cualquier caso la iluminación se ha sofisticado en sintonía con lo que se pretende iluminar. Canto mineral, se llama. Por eso uno de los objetivos parece ser que oigamos a las piedras. Y para eso utilizan unos micrófonos piezoeléctricos que captan el sonido que emiten las rocas al ser manipuladas por los performers para que Rodrigo Rammsy, en escena, lo convierta en música.

La pieza está dedicada a Ángela Fernández, la madre de Txalo Toloza-Fernández, que falleció en Chile durante el proceso de creación. Es inevitable que la tristeza impregne toda la obra, por muchos esfuerzos para contrarrestarla con algo de humor. Pero esa tristeza, esta vez, se convierte en poesía: “no todos los días nace una montaña”. ¿Va a ser que al final será la poesía la que consiga salvarnos?

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Notas que patinan #119: Subsol

El jueves pasado, en el hall del CCCB, a eso de las siete y media de la tarde, Chema Pamundi, youtuber especializado en juegos de mesa, presentaba la primera sesión de un nuevo festival sobre cultura popular y subcultura, Subsol, compartiendo con el público una reflexión sobre la separación entre alta cultura y cultura popular a través de un par de ejemplos que a él le parecían intercambiables: un momento del programa de televisión El Chiringuito en el que el tertuliano Cristobal Soria intenta tocar la trompeta en la oreja de otro tertuliano que le ignora olímpicamente y una performance de Yoko Ono gritando ante un micrófono en el MoMA de Nueva York. Chema Pamundi opinaba que Yoko Ono podría ser una excelente tertuliana de El Chiringuito mientras que Cristobal Soria podría haber actuado en el MoMA con su trompeta. Está todo ya muy roto, muy abierto, muy mezclado.

Kiko Amat, novelista, articulista y director de Subsol, ha diseñado este nuevo festival en forma de ciclo (una sesión cada mes hasta mayo) como un espacio para dar cabida a propuestas que, por definición, quedan excluidas de los parámetros de la cultura seria y de la cultura alta o académica: marginalidad, outsiders, subcultura, baja cultura y arte lowbrow, de lo subterráneo a lo popular, en forma de tebeos raros, humor duro, música urbana o literatura proleta o populachera. Ya apuntaba un poco hacia esa dirección el festival Primera persona, que Kiko Amat codirigió junto a Miqui Otero hasta hace bien poco, también en el CCCB. Pero Subsol convierte ahora esa temática en su primer objetivo, en su misión, y no precisamente con el ánimo de realizar arqueología sobre raras subculturas del pasado sino con la voluntad de poner el foco en lo que está pasando ahora mismo ahí fuera.

El jueves, en un escenario intencionadamente cutre presidido por un tresillo y dos pantallas de vídeo a cada lado, Chema Pamundi oficiaba como maestro de ceremonias de esta primera sesión presentando y dando paso a cada uno de los tres invitados: Kike García, uno de los directores de El Mundo Today, el dibujante y novelista Juarma y la cantante de drill Bebegrande.

Kike García, en representación del equipo de El Mundo Today, presentó su desternillante intervención como un intento de sacarnos de nuestra profunda ignorancia. Habéis entrado aquí sin saber nada pero saldréis sabiéndolo todo, nos vino a decir. Con ese ambicioso propósito su charla partió del instante anterior al Big Bang para dar un repaso a la historia del ser humano hasta nuestros días y un poco más allá. Con el estilo y tono que han hecho famoso a El Mundo Today y apoyado por las imágenes que iban apareciendo en las pantallas laterales, Kike García realmente disparó en todas direcciones sin eludir ningún tema conflictivo, más bien metiéndose en los jardines más arriesgados (la independencia de Catalunya o el feminismo, sin ir más lejos). Nos encanta estar aquí porque nos encanta beber de la teta del estado, comenzó diciendo. Las carcajadas constantes que arrancó al público que abarrotaba el hall realmente no eran mal plan para comenzar una sesión de tarde que se prolongaría hasta diez minutos más allá de las diez de la noche.

Juarma, a quien muchos hemos comenzado a conocer recientemente por su novela Al final siempre ganan los monstruos publicada por Blackie Books, también nos arrancó unas risas pero mezcladas con cierto sabor agridulce, a ratos tierno y a ratos punk. Sentado en el tresillo, antes de comenzar avisó de que jamás había hablado ante tanto público junto y, provisto de unos papeles, dijo que iba a leer mayormente su intervención, titulada Reventar la cabina telefónica de mi pueblo a pedradas tres veces me convirtió en dibujante, aunque a medida que avanzaba en el relato de su trayectoria como dibujante de cómics, salpicado de anécdotas vitales, se fue soltando cada vez más hasta arrancar varias ovaciones del público. Mientras Juarma nos ponía al corriente de cómo un tipo nacido en una familia muy humilde de un pueblo andaluz en 1981 ha acabado convirtiéndose en novelista después de trabajar desde los catorce años como albañil o como jornalero en la vendimia del sur de Francia, contemplábamos las fascinantes portadas de su larga trayectoria fanzinera y sus no menos fascinantes títulos: Abrázame hasta que esta vida deje de dar puto asco, Me gustas pero dentro de un nicho, Amor y Policía o Los Bocadillos de Chopes.

Juarma nos habló de sus referentes (las viñetas de Roger Pelàez en el TMEO o el Azagra de Pedro Pico & Pico Vena), de sus rabiosos haters, del progresivo control de su ira y de la paz que ha sentido siempre cada vez que se ha puesto delante de un papel a dibujar.

Bebegrande cerró la sesión cantando sus temas mientras se paseaba con mucha calma por el escenario en lo que para muchos sería seguramente el primer contacto con el fenómeno drill, una escena musical que está tomando el relevo del trap y que se caracteriza por que sus protagonistas son jóvenes racializados y por un fuerte contenido social. El drill nació en Estados Unidos y nos ha llegado a través de Gran Bretaña. Una vez en Europa algunos, seguramente los mismos de siempre, posiblemente el mismo tipo de gente que se empeñaba en hacerle la vida imposible a Juarma en su infancia y adolescencia, han creído ver en el drill un fenómeno peligroso que debía ser reprimido siguiendo la máxima de matar al mensajero en vez de intentar arreglar las injusticias que pretende denunciar, como señaló Chema Pamundi en su presentación. Nacida en Lisboa en 2001, hija de un peón caboverdiano y una camarera angoleña, Bebegrande ha crecido en el barrio zaragozano de Delicias y canta temas en los que se mezcla el castellano, el portugués, el inglés o el francés, una mezcla de lenguas que es otra de las singularidades del #spanishdrill. Bebegrande defendió con mucha elegancia su repertorio a pesar de que una parte del público comenzó a abandonar el hall del CCCB a medida que se acercaban las diez de la noche (What you wanna do? Si no hay nada que hacer, cantaba Bebegrande) y a pesar también de que el público que la acompañó hasta el final debía mantenerse sentado porque no parecía haber otra alternativa (déjame fluir, cantaba Bebegrande). Asistir a un concierto de drill sentados y sin bar, después de dos horas de intervenciones, no parecía el ambiente más propicio para la actuación pero a Bebegrande no pareció importarle. Todo mal que viene siempre con un bien vendrá, es el lema que Bebegrande repite una y otra vez en sus temas como un mantra.

Las próximas sesiones de Subsol, a un precio popular de diez euros (siete con reducción y gratuito para los parados), se celebrarán el próximo 9 de abril (con Chill Mafia, Las chicas del Viernes y Saïm) y el 12 de mayo (con Peter Bagge, Bobby Gillespie y Baya Baye).

Fotografías: CCCB, Albert Uriach, 2022

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Notas que patinan #118: Baile de máscaras

Por mucho que nos empeñemos en sepultar el mundo con toneladas de residuos y que no tengamos ni idea de su alma, enquimerados por el consumo y el crecimiento exacerbados, el mundo sigue girando alrededor del sol —que todavía no se ha apagado y nos sigue iluminando todos los días—. Las tradiciones más atávicas que nos vinculan a los ritmos planetarios no se han perdido y queremos volver a atizarlas juntos como es debido.

Así comenzaba el texto de presentación del Baile de máscaras que se celebró en el CCCB la noche del sábado pasado dentro de las actividades paralelas de la exposición La máscara nunca miente. En pleno carnaval. Este año os invitamos a venir bajo tierra a celebrar el deshielo y el futuro florecimiento, el trastoque de las costumbres y el imaginarlo todo de nuevo. Sólo estaba anunciado el nombre del comisario: Martí Sales.

Haremos un baile de máscaras con misterio y lentejuelas: no le diremos ni quién habrá ni qué pasará (…). Venid con ganas de dejaros hacer —os facilitaremos máscara y transformación de entrada—, con los sentidos abiertos de par en par para recibirlo todo bien —los cuerpos imprevisibles, el ritmo y la luz, todo dispuesto expresamente para asegurar la juerga y el baile, la alegría de encontrarnos y celebrar.

La gente tiene ganas de fiesta, de encontrarse y de bailar. Hace pocas semanas que los locales de ocio nocturno han vuelto a reabrir sus puertas en Barcelona. ¿Pero justo un baile con máscaras? ¿Más máscaras aún? Giacomo Casanova cuenta en sus memorias que las máscaras venecianas no sólo se utilizaban en el carnaval de la Venecia del siglo XVIII. También era común encontrárselas en la ópera de París, por ejemplo, en cualquier época del año. Con la máscara el anonimato estaba asegurado. Podías ver sin ser visto. Bueno, sí, te veían pero no sabían quién eras. Tampoco podían averiguar fácilmente tu edad. Y el aspecto de tu rostro pasaba a un segundo plano. Incluso el género. ¿Qué debían sentir aquellas gentes enmascaradas? ¿Qué pasaría si a las mascarillas les sumásemos el antifaz? ¿O directamente una máscara de carnaval veneciano, como se hizo en anteriores epidemias? Eso me preguntaba yo cuando comenzamos a llevar mascarillas por la calle. Fui a buscar la respuesta al CCCB.

En la entrada al hall, Guillem Mont de Palol y Jorge Dutor enmascararon a todo el mundo mientras les invitaban a sentirse libres. La invitación resultaba inquietante, como si realmente necesitásemos que alguien nos recordase que se supone que somos libres, después de un par de años de control, de restricciones, de distancia social, de mascarillas y de represión. Sí, pensándolo bien, quizá necesitemos un empujoncito. Un poco de terapia. Una terapia de choque como pasar de la mascarilla a la máscara total y luego meterte a una fiesta donde te invitan a sentirte libre. Parece casi un exorcismo.

Todo el mundo en la fiesta iba con las máscaras que te daban en la entrada. La mía estaba fabricada con una cartulina circular dorada, como la que se utiliza para las tortas en las pastelerías, a la que habían practicado un par de agujeros para los ojos. La máscara llevaba una goma para ajustarla y una tela que caía por detrás tapando de la cabeza hasta los hombros. Pero había muchos más tipos: capirotes, máscaras de tela, bolsas de papel… Ni siquiera podías quedarte con la máscara que llevaba alguien esperando reconocerle luego porque no eran máscaras de uso exclusivo, las máscaras se repetían. Ahí está la gracia. Y la desgracia. Aunque si querías ver los rostros detrás de las máscaras tenías una oportunidad. No había bar en el hall. Seguramente por el covid la organización había preferido colocar una barra en el patio, sobre un césped artificial que recordaba al Sónar. Para beber había que salir al exterior, sacarse la máscara y, claro, la mascarilla.

Clara Aguilar abrió el baile, sin máscara, a cara descubierta (la única en la sala), con su electrónica de teclados ambiental y estilizada. Durante la actuación reclamó su máscara a la organización. Ya con su máscara su música fue caldeando poco a poco el ambiente hasta que la gente se arrancó a bailar. Entonces llegó la primera pausa y quien quiso se fue al bar a quitarse la sed y la máscara.

A la vuelta nos esperaba el voguing de Chichi, Jayce Gorgeous Gucci, Guillotina 007, Nolani 007, Tolu Laveaux y Diwata Laveaux. Se presentaron como gente que practica el voguing desde el transfeminismo y el antirracismo, se hicieron un pasillo entre el público y comenzaron su espectáculo jaleadas por el público al ritmo de la música. A ellas se sumaron algunos espontáneos de su mismo nivel. A veces no necesitaban moverse mucho, simplemente con mostrarse a sí mismas y su exuberante atuendo, un esplendoroso kimono rojo, por ejemplo, o mover los labios como si hiciesen playback del tema que estuviese sonando, eso ya era suficiente para que el público las jalease a muerte. Pero, vamos, que también hubo caídas verticales al suelo en espatarre total de esas que hacen temer por la integridad física de quien las practica. Actuaron dos veces durante la noche. Unos días después una amiga me dijo que está aprendiendo voguing, que lleva ya cuatro sesiones. Vuelve el voguing.

También hubo circo a cargo del Konvent de Berga con las enmascaradas Emiliano Pino, Paola Milovic, Patricia Carmona y Valentina Risi. La actuación consistió en una sesión de bondage con una chica que iba en silla de ruedas mientras dos músicos tocaban a un lado con guitarra eléctrica y electrónica. La chica fue atada con cuerdas y colgada boca abajo de una estructura metálica para finalmente volver a su posición inicial. La incomodidad del público se palpaba en algunos momentos. El público enmascarado que rodeaba la acción daba un tono aún más inquietante al conjunto. Nos mirábamos pero no podíamos ver las caras que poníamos.

La actuación de Joan Colomo con Xavier Garcia a la batería y Guille Caballero en los teclados, La Radiofórmula, se encargó de disipar cualquier atisbo de mal rollo. Lo que interpretaban era como un popurrí de éxitos que iban desde Daft Punk a Rocío Jurado pasando por Estopa, Tina Turner, Europe o Kylie Minogue. Lo versionaban todo pasándolo por su particular turmix, con una actitud punk y descuidada pero que musicalmente dejaba a la vista lo esencial, lo suficiente como para que el público bailase a tope e incluso corease las canciones, como si nos aplicaran un par de agujas en puntos de acupuntura que activasen el resorte de las cajitas donde guardamos la memoria de cada uno de esos temas que por razones muy diferentes parece que han quedado archivados en nuestro inconsciente colectivo o algo así. Y la gente bailó. Bailó y lo dio todo. Tenían muchas ganas. Yo ya me sentía como cuando era un adolescente y me perdía en una fiesta de fin de año en la que no conoces a nadie.

Después de otra sesión de voguing que acabó de caldear el ambiente, Núria Martínez Vernis y Oriol Sauleda cerraron el baile con una breve intervención poética a dúo con la que nos despidieron. Sonaba Mi fábrica de baile de Joe Crepúsculo cuando me despedí del baile. Subí la rampa del hall que conduce al patio, me saqué la máscara definitivamente y, con ella en la mano, me dirigí a la calle aliviado por ir con la cara descubierta. Por la calle me encontré más máscaras y algunas mascarillas, aún.

Fotos: Alice Brazzit

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