Beltenebros: La trascendencia en la oscuridad encarnada. Por Raissa Pomposo.
Entrar a las grutas del cuerpo, saberse fuego derritiendo la piel-cera entre el esqueleto del mundo, deletrear la realidad de la carne hasta nombrar el misterio: eso es lo que Javier Martín escudriña en su investigación coreográfica, no sólo en Beltenebros, sino que a lo largo de diversas piezas en su historia creativa logra dislocar la pregunta por la percepción de lo inefable y los mecanismos vitales que en nuestro interior se producen. En ese sentido, cuando nos acercamos a la poética corporal de Javier, se abre un universo fenomenológico que nos involucra en la exploración sensorial y en la experiencia viva de lo que somos, o bien, de lo que imaginamos ser a nivel orgánico, carnal, auditivo, molecular, articular, situacional.
En el proceso de Beltenebros en particular, la simbología y significación del cuerpo que padece aparece como resultado de la observación profunda en la práctica de los exvotos anatómicos. Pareciera que hablar de nuestros dolores implica señalar el qué, el dónde, el cómo nos duele la vida, aquella que muere en la expansión del tiempo, en la inhalación y la exhalación de nuestros miedos. “Hay muchos dolores que son muy necesarios”, dice Javier, ¿cuáles serán estos?
Y es que, en el ritmo de la contemporaneidad, la existencia puede convertirse en la mayor pesadez por no alcanzar los niveles de producción y competencia que el sistema digital global, la ficción delimitada por una pantalla que nos consume cual embudo, exige día a día. ¿En qué momento podemos desbordarnos y expandir la corporeidad más allá del rectángulo que sostenemos entre nuestras manos? Aquel espacio en el cual nos vemos envueltos con la percusión de los pulgares, arrastrados por un scrolleo en el que la pausa no tiene cabida y los tiempos prolongados no están permitidos, pues el silencio que entreteje sentido resulta lo suficientemente aterrador para un cuerpo que produce dopamina en exceso generando la adicción a fugarnos de nosotros mismos y de la barbarie que nos atraviesa.
Inercia, inercia, inercia. Acumulación de inercia que construye la gran proyección de lo que nos han dicho ser. ¿Acaso encarnamos esos tiempos, esos ritmos, esas cuerdas que asfixian? Javier habla de “los síntomas del cuerpo disfórico” para referirse a Beltenebros. Detengámonos ahí, en la palabra disforia. El griego Dysphoria contiene la raíz dys, que significa malestar, negación, dificultad, y phoros/pherein que se traduce como cargar, llevar, soportar. Entonces, hablar de “disforia”, implica la sensación de malestar en lo que se carga o se lleva; o bien, la acción de soportar/llevar/cargar el malestar… Juguemos con las palabras. Si algo ocupa un lugar en el espacio, se transforma y toma volumen, es la materia, la cual pesa y hace cuerpo. Por lo tanto, todo cuerpo pesa. ¿Todo cuerpo contiene pesar? ¿La corporeidad sensible, sintiente, le da un sentido al pesar? La pesadumbre, la pesadez: la cualidad de pesar o el tiempo del peso… Arrastramos la carne que nos mantiene en presencia matérica entre el juego del azar, la adivinanza o la intuición de saber qué nombraremos como propio y qué máscara nos labraremos.
En pláticas con Javier, él nombraba el fenómeno de lo fantasmático en el proceso de “elaborar lo que somos, de elaborar la distancia con nosotros mismos” como parte de las reflexiones alrededor del montaje, lo cual me remitió a preguntarme cómo construir esa distancia estando tan aferrados al peso del cuerpo, a sus dolores y padecimientos. La consciencia despierta implicada en la elaboración propia, en ese alumbramiento de la autonomía, pareciera la condición de posibilidad para dar cuenta de la incompletud que nos atañe, del camino labrado para la muerte y del quiebre que provoca la enfermedad en toda su maestría de concreción.
Experimentar la corporeidad doliente es hacer presentea toda posibilidad, a la incertidumbre misma del goce o no, del bien-estar como prueba de la trascendencia absoluta, de la transformación por excelencia. “Cuerpo disfórico”, cuerpo que pesa tanto que se vuelve insoportable. Y encima, sobre la carne, sobre el gesto y sus símbolos, colocamos una máscara, sepultamos y cubrimos la arruga, la grieta, la lágrima, la saliva, la herida, el grano, el vello, los dientes, las cejas con sus sube y baja… Pero, primero, antes que nada, cerramos los ojos paralizados por el miedo a aquello que desconocemos; entramos a la gruta, al espacio de lo grottesco – grotta, en donde la obscuridad, la humedad, el frío, el excremento de murciélago y las esporas habrán hecho un ecosistema táctil, que obligará a la contracción del cuerpo, al silencio, a quedarnos enmudecidos. “Bienvenidos al retorno uterino”, dice la cueva.
Adentrarse a las propias grutas no es una expedición amable. Implica ir a lo subterráneo, a aquellas profundidades que subyacen incluso a nuestras raíces. Implica arrastrarnos, estar a gatas, boca arriba, ser animales sigilosos, ser reptiles y escuchar con detenimiento, abrir los ojos y esperar a que la vista se disponga a la negrura. Y es ahí, sólo ahí, donde la pequeñez de nuestro ser se manifiesta, ahí en la gruta y la grieta, para hacer de nuevo el camino del reconocimiento, del autodescubrimiento misterioso. No, no hay nada que resolver, no hay problema alguno al cual enfrentarnos para dar respuesta en tres fórmulas. Encendemos la antorcha y revelamos, develamos, la pregunta, lo no dicho aún por el entendimiento.
La belleza de las tinieblas radica tal vez en la posibilidad de encontrarnos vulnerables desde el origen, de preguntarnos y dislocar al cuerpo para danzarnos hacia la disección de nuestro ser. Hacernos sonar hacia adentro para que la máscara hable entre micelios. Esponjar al cuerpo con la humedad de la sangre y el mar íntimo que nos hace existir.Pero, para ello, necesitamos deshidratarnos entre las rocas, tomar la cuerda y hacer tejido hacia la superficie, ya no más alrededor del cuello.
Así, la ofrenda orgánica bajo el precepto de comunicación y generación de lenguaje transformador, tal vez realza la necesidad de ir hacia adentro de la gruta ytomar la particularidad de cada miembro, destacar la potencia que toma al ser compartido. Sin afán de romantizar nada, la ofrenda no es posible sin el compromiso que la envuelve en el camino; la ritualización al dar el cuerpo como una forma de retorno al alimento de la tierra, es signar nuestra presencia matérica con todo su peso en este espacio-tiempo.
Ahora bien, el juego del ahorcado no pasa desapercibido. Este juego tuvo su origen en la Inglaterra del siglo XIX, pero, también puede remitirnos gráficamente a las prácticas inquisitorias católicas en donde el nombre signa al cuerpo presente, tendido en el aire, atado del cuello pendiendo de la rama de un árbol: cuerpo desnucado, castigado impecable y públicamente por no lograr nombrar correctamente. Este juego también remite al Tenebraspersequi, buscar la muerte entre las ofrendas fallidas, dirigirnos a ella con la adrenalina de un deporte extremo, rozarla y seducirla para retarla, confrontarla. Pero, ¿qué normalizamos en el camino? El castigo. El castigo a la diferencia, a las corporeidades que siguen siendo señaladas, que en su acontecimiento incomodan y que no nombran como la hegemonía exige.
“En el cuerpo siempre hay algo por hacer” (J.M.), en ese lugar tan misterioso y tan concreto, siempre hay algo por dejar en manifiesto, siempre hay algo que exponer. El diálogo que tienen Javier Martín, Haruna Takebe en el piano, Masako Hattori en la cámara y Octavio Mas en la iluminación, ritualiza y pone en juego el desdoblamiento de cada fragmento para posibilitar la existencia de un cuerpo vivo que aparece, que surge a la luz como fantasma en un sueño.
Fenómeno y fantasma tienen la misma raíz: phainein, lo que aparece. Así, las máscaras, las prótesis, los elementos en escena que en su mayoría son orgánicos y, por lo tanto,perecederos, pueden ser también ficción de la materia. El punto liminal entre el fantasma y la persona, es la consciencia de sus afectos y los actos que tiene sobre/desde ellos en su relación con el mundo. La máscara, ese lugar sonoro, bordea la posibilidad de ser fantasma o de encarnar el afecto para desnudarlo ante la otredad. La intimidad infinita que contiene el gesto/cara, el gesto/mano, el gesto/pie, el gesto/espalda, cabello, pelvis, pecho, música, música, música, notas, notas, silencio… El gesto/silencio. Esa intimidad infinita, es la que resguarda el acto de incorporar la máscara en el teatro y en nuestro intento de sobrevivir en la cotidianidad, cual uña enterrada haciéndose una con la carne. Llegar entonces al gesto/silencio, al gesto/pausa, nos llevará a desencarnar la madera, el barro, la porcelana o el metal de dicha máscara sobre nosotros, la cual además fue labrada por una singularidad que buscó eternizar esa mueca.
Beltenebros, de Javier Martín, es una pieza performática que responde a una búsqueda política, filosófica y sensiblepor el sentido de nuestra propia existencia en un mundo que sigue construyendo fronteras inmensas para aislarnos y privarnos de compartir la vida en asombro, en con-tacto, en presencia plena. Evocar a la reconstrucción de la corporeidad desde sus partes más elementales y entrañables, es también un acto de resistencia crítica. Así como en 1936 Walter Benjamin en su libro “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica” interpreta el Angelus Novus de Klee, anunciando el ritmo de aquello que llamamos “progreso”, sus texturas y cualidades de movimiento, así, en Beltenebros se anuncian los ritmos fenoménicos de nuestros imaginarios. “Se ve en él un ángel, al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desorbitados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina, amontonándolas sin cesar. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso.” Walter Benjamin.
«Beltenebros» plantea la reinterpretación de los síntomas del cuerpo disfórico, propio del tiempo que compartimos, a través de la práctica con exvotos anatómicos -representaciones de órganos en cera, madera y metal- y la instalación en el artefacto teatral de un particular juego del ahorcado, como marco de la acción y sus mesetas. Cada exvoto organiza con el sonido un acercamiento al cuerpo, una situación cinética. Un baile macabro.
Haruna Takebe, piano
Masako Hattori, imagen
Octavio Mas, luz
Javier Martín, cuerpo
Sabela Mendoza, acompañamiento artístico
David Durán, asesoría musical
Raissa Pomposo, asesoría teórica
Cerería Sacristán y Giesta, exvotos
Y by FERDY, vestuario jm
Leo López, fotografía y vídeo
mallo madera, Fernando Valenzuela
Una producción de Javier Martín artes del movimiento con Axencia Galega das Industrias Culturais – Xunta de Galicia. En residencia en L’animal a l’esquena, a través de A Casa Vella con el apoyo de Acción Cultural Española, AC/E.
Agradecimientos_ Museo Das Peregrinacións e de Santiago, Congreso Fugas e Interferencias, Facultade de Belas Artes de Pontevedra y CGAC (Centro Galego de Arte Contemporánea).
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