Notas que patinan #42: Lo de Job Ramos en el Nyamnyam se parece en algo a esto

Cuando la semana pasada mi chica y yo decidimos ir a pasar el miércoles a La Fageda d’en Jordà había detrás de esa decisión algunas motivaciones más a parte de seguir investigando las pistas que me he ido encontrando todos estos jueves de marzo en las intervenciones de Job Ramos en el Nyamnyam. Mi chica y yo quizá seamos más pobres que nunca pero una de las ventajas que aún conservamos es que nadie nos obliga a ponernos el despertador cinco días a la semana, de lunes a viernes, a levantarnos muy temprano y salir corriendo de casa muertos de sueño para encerrarnos en una oficina durante 8 horas al día, sujetos a un horario que no hemos elegido. Podemos estar puteados pero, de hecho, muchos de los culpables de nuestro puteo se obligan a sí mismos a levantarse por las mañanas corriendo para encerrarse en un despacho a fingir que trabajan en algo de suma importancia. Por mucho o poco poder que tengan en esta inquietante sociedad capitalista, no deja de ser curioso que la gran mayoría de ellos lleven una vida de desgraciados, currando encerrados todo el puto día, sin tiempo para disfrutar de la vida, en el caso de que alguno de ellos haya experimentado alguna vez, o recuerde aún lo que significa, disfrutar de la vida, sea lo que sea ese concepto vago y difuso. Disfrutar de la vida. El caso es que nosotros, puteados y pobres, tenemos aún la libertad de disponer de nuestro tiempo y de trasladarnos en el espacio a nuestro gusto. Podemos irnos un miércoles a La Fageda d’en Jordà mientras los jefes, igual que los esclavos, se quedan encerrados en sus jaulas siguiendo horarios monacales que están en el origen de este orden social capitalista. Nosotros podemos irnos a comer al Nyamnyam y pasar la tarde, a ver qué pasa. Una de las razones para irnos a pasear el miércoles por La Fageda d’en Jordà era disfrutar de la vida mientras aún sigamos vivos. Había otras razones: disfrutar de cierta soledad, del contacto con la naturaleza, de cierta libertad, estar tranquilos… Todo el bosque para nosotros. Pero tengo que confesar que había algo de venganza en escoger un día laborable en el que, previsiblemente, no nos íbamos a encontrar a nadie. Por eso, cuando llegamos al párking de La Fageda y vi un cartel que decía que había que pagar por las primeras cuatro horas, me entró el cabreo. No me jodas. Puto país de mierda. Hasta por respirar hay que pagar. Pero, a pesar de la amenaza del cartel, nadie vino a cobrarnos: no había nadie en el párking. Cuando salimos del coche nos pusimos a caminar en busca del bosque. Enseguida encontramos unos cartelitos que proponían unos itinerarios bien señalizados. Uno estaba indicado como el más largo, era circular, parecía que recorría todo el parque natural, la zona volcánica y todo eso, y duraba cuatro horas. No habíamos ido allí pensando en hacer una gran caminata, y menos por un itinerario propuesto, pero estábamos en un descampado, desorientados y, por empezar por algún sitio, comenzamos por ahí con la intención de que el camino nos condujese al bosque. Lo primero que te encuentras en ese camino es un homenaje a una gloria patria, Joan Maragall, un poeta que parece que es el culpable de que La Fageda d’en Jordà se haya convertido en un símbolo nacional, hecho que hasta hace unos días desconocía totalmente. Poco a poco, siguiendo las indicaciones de un camino perfectamente trazado, nos fuimos metiendo en ese bosque maravilloso. Pero mientras íbamos charlando animadamente… No, no, no. Mientras íbamos discutiendo, porque en realidad eso es lo que hacíamos: discutir. O sea, llegamos por fin al bosque idílico, con toda la movida de la venganza y la libertad, y lo que nos ponemos a hacer es lo que no hacemos ni en casa: discutir. Y además sobre una chorrada sin importancia. Y mientras, íbamos siguiendo las indicaciones del camino sin preguntarnos por qué seguíamos ese camino si, en realidad, ya habíamos llegado al bosque. Bueno, sí, creo que nos picaba la curiosidad porque el camino prometía pasar por un volcán y yo me perdí la excursión a los volcanes de Olot cuando iba al cole porque me puse enfermo. Así que era como recuperar esa excursión que siempre me dio mucha rabia haberme perdido. Y, como íbamos discutiendo acaloradamente, enseguida nos salimos del bosque y, de pronto, nos vemos en una carretera por donde pasan coches y llegamos a la famosa cooperativa, de la que te habla todo el mundo, en la que fabrican yogures. ¿Por qué todo el mundo te habla de si fuiste a ver la fábrica de los yogures? ¿Los llevarían allí de excursión con el colegio? Y yo preguntándome: ¿pero qué mierda es esta de una carretera con coches y una fábrica de yogures si yo lo que iba era a encontrarme con el bosque y la naturaleza? Pero, en vez de volvernos al bosque, seguimos el itinerario marcado y comenzamos a subir una montaña por un camino escarpado que parece una riera. Y ahí dejamos de discutir. Porque no teníamos aliento. Y cuando paramos para beber un poco de agua, miramos la vista a nuestras espaldas y ya no nos acordamos de por qué discutíamos. Y seguimos subiendo y subiendo y llegamos a una iglesia preciosa que está cerrada. Miramos dentro y, a pesar de que se ve casi todo, mi chica insiste en que le dé un euro para meterlo en una ranurita que promete luz e historia. Me niego pero ella me recuerda que a veces me ha dejado dinero para la máquina de tabaco, un vicio que ella no comparte, lo cual no es obstáculo para que me deje el dinero si no tengo suelto. Se lo dejo, lo mete por la ranura, se enciende una luz que no aporta nada y una voz a un volumen sobrenatural, que nos mete un susto de tres pares de cojones, comienza a contar la historia de la iglesia en catalán con un relato que no puede ser más pobre y que parece un anuncio. Y luego lo repite en castellano e inglés. Todo el valle se entera de esta mierda. Y sospecho que algún lugareño que viva en alguna de las masías que alcanza mi vista se estará partiendo el culo de nosotros. Con razón. Nos morimos de la risa. Seguimos el puto camino trazado. Subimos y subimos hasta llegar a lo alto del cráter que las indicaciones del camino anuncian como el más grande de los cráteres de todos los volcanes del Estado español. Bajamos hasta llegar al centro del cráter, donde hay una ermita. Miramos a nuestro alrededor y, sinceramente, nos parece un paraje desolador. Tanta expectativa para este bluff. Desayunamos hace muchas horas. Tenemos hambre y no nos apetece comer en este cráter tan feo. Hay que decidir. Seguimos caminando por el camino propuesto o, qué coño, nos volvemos para atrás. ¿Quién nos manda seguir por este camino? Nosotros no hemos venido a hacer ninguna ruta, lo que queríamos era estar en el bosque. Pero como la ruta es circular la única duda es si habremos sobrepasado ya la mitad del camino y, en ese caso, nos saldría más a cuenta seguir adelante que volver hacia atrás. Lo pensamos cinco minutos y coincidimos en que no vamos a tomar una decisión en términos de eficacia. Vamos a darnos la vuelta y que le den al camino. Vamos a buscar un sitio agradable donde extender el mantel que hemos traído y ponernos a comer y beber unos vasos de vino. Un prado de esos que hemos visto estaría bien. Pero a medida que nos acercamos a ellos nos damos cuenta de que el paso del camino a los prados no es sencillo. Los prados y el camino están separados por alambres electrificados (lo de que están electrificados me lo dijo Job ayer en el Nyamnyam). No es hasta la iglesia cuando encontramos un sitio agradable con buenas vistas y sin alambres. Allí comemos, bebemos y nos relajamos. Más tarde, cuando volvemos a adentrarnos en La Fageda, decidimos salirnos del camino. Por fin. Dejamos de caminar como locos. Contemplamos el bosque. Nos subimos a pequeñas colinas que parecen construidas con piedra volcánica en la que hunden sus raíces algunas hayas. Corremos, gritamos, nos besamos, hacemos bromas, nos reímos. Se va haciendo tarde. Volvemos a lo que creemos el camino. Las señales del camino no se corresponden con la dirección del párking donde aparcamos el coche. Y entonces nos damos cuenta de que nos hemos perdido. Y se está haciendo de noche. Y nos ponemos nerviosos. Pero luego se nos pasa. Y al final yo creo que hasta nos mola. Y nos da igual si no encontramos el coche y nos tenemos que quedar aquí a pasar la noche. En el bosque.

marc

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