Hacer algo, que otro lo vea y le guste

 

Bajar en la estación y deambular por un metro, mas que cogerlo, no apto para gente en silla de ruedas y piensas en eso, concretamente, porque no hay ascensores y tu maleta con ruedas es considerablemente grande para una breve estancia de dos semanas y le dices al compañero de viaje, para no sentirte mal, que es normal porque los suéteres de lana ocupan mucho. Abandonar la maleta en la casa y volver a la calle inmediatamente porque hace un frío nuevo que antes no habías experimentado ya que nunca conociste la ciudad en su estado invernal. Tan solo la primavera y el verano te han servido de escenario y te encuentras, otra vez, en las mismas calles de un barrio con cierto aire de estado interrumpido, que anteriormente, según recuerdas, se dirigía hacía un alzamiento de lo moderno o “cool” y piensas todavía le queda mucho para llegar a los niveles indescifrables del muy agotado barrio de Gracia. Y, como decía, todavía te sientes amigo tanto de las altas como de las bajas temperaturas, esbozas una sonrisa de aprobación y convives con los recuerdos de aquella primavera y aquel verano en esta ciudad.

Y a la mañana siguiente, de vuelta en el metro y camino del teatro con dos peces en una botella, te encuentras con los mismos rostros pero, tal vez, ahora un poco más grises que de costumbre porque tienen que compartirse con más gente, porque son menos frecuentes el paso de los trenes y son más personas los que van en un solo vagón. Y aunque estas no sean todas las razones si es verdad que ayuda, sin duda, a que sean más las grises miradas y más grises los gadgets que utilizan para no mirar o mirarse.

Madrid es, sin duda, la ciudad más directa de las que te has encontrado. No te engaña. No esconde nada. Todo lo contrario. Te lo enseña todo y todo al mismo tiempo. Y si te descuidas hasta te la puede meter por todas partes. Es decir, a contrario de lo que pasa en otros lugares, no existe la medida y no hay una doble moral en sus calles. Son lo que son y punto. Un peruano dentro de un disfraz de Bob Esponja, la Guardia Urbana, los turistas y las vallas preventivas de la Comunidad de Madrid en la Plaza de Sol, son curas y militares, es la bandera de España en la Plaza Colón y el Museo Reina Sofía, son los relaciones públicas de Huertas, los teatros y los tablaos, la Casa de Campo y el Congreso de los Diputados, chinos y africanos, la Almudena y Ana Botella, los mendigos que duermen en Opera cuando acaba la función, es el Rayo Vallecano y Carabanchel Alto, son los Ministerios y el Madrid Arena, Callao y la Policía Nacional que nada tienen que  envidiar a los Mossos d’Esquadra y qué coño, es más que todo esto y te sientes inútil intentando describir algo que tal vez no lo hagas tan bien y, aún así, apuntas que lo mejor de todo es precisamente que, a pesar de ser la capital de un país que se desangra poco a poco en una agonía publicitada, hace fácil lo más fácil, lo más sencillo, lo más humilde. Te dicen que la vida está de paso en esta ciudad y eso hace que sea tan vital y tan urgente, precisamente, vivir.

Deambular un poco más por el metro y otro tanto por las calles y mientras agotas la mitad de los días quieres hacer las cosas bien porque te gusta la ciudad y tu trabajo: escribir de vez en cuando/ hacer algo, que otro lo vea y le guste/ intentar amar y ser amado.