Muerte anunciada de una tragedia | Electra

El corazón de la tragedia reside, en gran medida, en la inevitabilidad de su desenlace pues este siempre va ligado a motivaciones que anteceden tanto en importancia como temporalmente a los actos que se van a llevar a cabo sobre el escenario. En la tragedia griega, la sangre llama a la sangre y esta siempre responde arrastrando tras de sí un río al que no se le puede poner fin. No se puede detener la rueda de acontecimientos, ya que estos están enraizados en actos trágicos que reclaman justicia. Los personajes se encuentran a merced de la voluntad de una serie de hechos que les preceden, los envuelven y les empujan a un desenlace en el que un destino que ignoran hasta que es demasiado tarde les ata de pies y manos y les arrastra espoleándolos con la voluntad más elevada.

Así, del mismo modo que Electra se encuentra exiliada en su propia casa mientras espera la vuelta de su hermano Orestes, exiliado en el extranjero, para venga la muerte de su padre Agamenón, quien murió a manos de la madre de ambos, Clitemnestra, mientras buscaba resarcir el sacrificio de la hija de ambos, Ifigenia, por voluntad del padre con el fin de permitir que los dioses auspiciasen la partida de sus naves hacia Troya, donde tanta otra sangre se derramaría; del mismo modo que el matricidio guía de forma imparable a los hermanos en su búsqueda de sentido y justicia hundiendo sus raíces y motivaciones en hechos y responsables tan anteriores y ajenos a estos protagonistas, cualquier reinterpretación y puesta en escena es inevitablemente deudora de una obra original.

Tal es el caso de la obra que presenciamos en su noche de estreno en el Teatro de la Abadía, donde Fernanda Orazi ponía sobre el escenario una reinterpretación de la Electra de Sófocles, en la que aquella, incluso antes de que el público se congregase ante la puerta de la sala, era perfectamente consciente de ser siempre deudora de esta. Como sucede en la propia esencia de la tragedia, su misma reproducción implica recoger una tradición, una corriente no solo estilística, sino también de recuperación de fábulas primigenias que configuran buena parte de la literatura y de la conciencia occidental.

Orazi es consciente de que, al devolver a Sófocles al escenario, está poniendo en marcha una serie de mecanismos perfectamente definidos y de que sobre sus hombros recae la responsabilidad de o bien reproducirlos asépticamente o bien reinterpretarlos con distintos resultados sobre el horizonte: consiguiendo que su esencia se transmita con éxito o, en su intento de alejarse para autodefinirse, diluirse por completo. Y es que, del mismo modo que podría asistirse a la representación de un sainete que reprodujese su texto sin alterar ni un solo punto ni una sola coma o bien observándolo atravesado por un filtro de modernización que puede tener mayor o menor éxito, también puede proponerse la revolución de sus engranajes con el objetivo de demostrar que se es consciente de conocer dónde hunden sus raíces estos textos y probar, por encima de todo, que se es capaz de desafiar lo definido por las Moiras. En el caso de Orazi, pareciera que, impulsada por un hecho que aconteció mucho antes y muy por encima de ella misma, recogió tal impulso para dirigirse, ajena a todo, hacia su destino trágico e irremediable.

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Electra, en la representación de Fernanda Orazi, cubre su rostro en uno de los múltiples momentos que lamenta su destino y situación, a completa merced de una tragedia que, ahora, grotescamente se ha retorcido dejándola, aun encima de todas las cosas, desprovista de su sino dramático (Teatro de la Abadía)

Aristóteles nos indica en su Poética, donde desgrana y define para lo que resta de la historia el funcionamiento de la literatura clásica: “La comedia pretende representar a los hombres peores de lo que son; la tragedia, en cambio, quiere presentarlos superiores a la realidad”. Y es que la tragedia nos presenta personajes elevados, que no perfectos: educados, inteligentes, valientes, etc.; que, aun así, también muestran defectos como la soberbia, la impaciencia, la ignorancia, etc. Los protagonistas de las tragedias serán héroes que han hecho grandes obras, bien parecidos, que operan de forma bienintencionada. Tal es el caso de los personajes que se inscriben en Electra: un Orestes que desea regresar a los palacios que lo alumbraron para vengar la muerte de su padre y una Electra que espera entre lamentaciones la vuelta de su hermano sabiendo que cada día que se sucede en su casa conviviendo con los parricidas entre los que se cuenta su propia madre son una afrenta a los dioses y a la honra familiar.

Sin embargo, y es aquí donde se introduce el particular giro dramático para quienes asistimos a la representación como dobles espectadores -tanto de la tragedia en escena como de la tragedia que se escenifica-, Orazi aspira a salir de la propia tragedia, distanciarse de Sófocles en un giro que nos saque a todos, texto, público, actores y autores, de su propia naturaleza y su espacio original: así, Electra se torna en una suerte de comedia que reformula el texto original. No cabe duda en que esta apuesta acierta al arrancar carcajadas del público en diversas ocasiones y subvertir las expectativas de quienes esperábamos asistir a una reproducción más formalmente fiel a la tragedia. Sin embargo, con esta decisión que contorsiona por completo la obra, Orazi corre el riesgo de poner frente a frente un relato propiamente trágico que ha sido despojado de su esencia ante una serie de elementos característicos que hacían de aquella Electra originaria un texto exitoso por ser, precisamente, trágico.

Por un lado, como ya hemos adelantado, la definición primera tanto de tragedia como de comedia nos demuestra que se están poniendo en juego unos personajes elevados en un contexto que les impide brillar, en tanto que se les mira grotescos, desde una posición aun más elevada, en una suerte de esperpento valleinclaniano. Así, con unos personajes emplazados en el diálogo y la impostura más próximos a la comedia de situación contemporánea que siquiera a la comedia clásica, nos encontrábamos con una ruptura total con los principios de la tragedia, donde los fines y las premisas de unos personajes no corresponden en absoluto con su modo de desenvolverse ni, mucho menos, con la relación que se establece con el público que ya no tiene un personaje tipo, configurado con un fin particular.

De igual manera, encontramos que, aunque uno de los elementos centrales de la tragedia como es la anagnórisis, el giro dramático fruto del reconocimiento del personaje, queda también desarticulado en esta representación. Frente al desequilibrio entre lo que público y personajes conocen, donde unos acuden a contemplar un desenlace ya conocido, pero no por ello menos absorbente, en tanto que se trata de la constatación del destino de los otros, que culmina en un punto de encuentro entre ambos; la apuesta de Orazi opta por desmontar este artesonado de varias maneras. Por un lado, el momento de reconocimiento en esta Electra, cuando Orestes revela a su hermana que sigue con vida y ha tejido un ardid para culminar su venganza, queda aquí plasmado en una escena cómica, casi propia de una obra de enredo, donde la confusión se emplea como recurso para la risa, convirtiendo lo que debía ser uno de los clímax de la obra en un momento ligero. Y es que el reconocimiento, el darse cuenta que experimenta el personaje sobre las tablas, es lo que mantiene en vilo al espectador que es conocedor de la situación y que contempla como el personaje se aboca hacia su final. Además, en su búsqueda de una salida hacia afuera y hacia arriba de la obra, en su juego metanarrativo, Orazi propone en los últimos compases de la obra que sus personajes han sido en todo momento conocedores de ser tal cosa: personajes. El momento de asesinato de Clitemnestra viene acompañado por indicaciones de sus hijos para que dé su brazo a torcer, pues esta se resiste a abandonar la escena tanto física como metafóricamente, mientras los ahora matricidas le insisten que “debe morirse”, pues es lo que “le toca”. Además, a lo largo de la obra se dan unos cuantos momentos más en los que los personajes, en sus conversaciones, dan muestras de ser conscientes de estar frente a un público. Si bien, como venimos comentando, este movimiento consigue alejarse del original, remedarse para tratar de no ser solo una repetición, pierde por el camino y se desdibuja de sus principios fundamentales, pues nos encontramos ahora ante unos personajes ‘hiper-conscientes’ que no solo no llegarán a su momento de anagnórisis como punto de inflexión de la obra, sino que se sabrán además conscientes de ser parte de una ficción y sabiéndose, por parte, camino de un final que no es ya trágico, sino ficticio.

Del mismo modo, observamos cómo otros elementos básicos de la tragedia, como la melopeya que definiera Aristóteles, es decir, la música y el canto que eran principalmente un elemento responsabilidad del coro, quedan también reconvertidos. En el caso del coro, Orazi innova de nuevo, explorando las posibilidades que ofrece un elenco limitado, pues será este mismo el que, cuando se retira de la escena, proyecte sus voces para extender las conversaciones con los protagonistas y las reflexiones que deberían ser propias del coro habitual. Otro elemento como el espectáculo que, para Aristóteles, pasa por ser la parte más seductora del teatro, siendo la escenografía, los decorados, las luces y los trajes, entre otros, queda en esta representación prácticamente desnudo, con una escenografía nula y un vestuario que se reduce a una ropa de diario que no destaca de ninguna forma.

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La máscara dorada encontrada en Micenas que se atribuyó a Agamenón dibuja un rostro descubierto, funerario pero despierto, que mira al frente sin ojos, como si fuese consciente de la herencia de la que es acreedora. Del mismo modo que la máscara recogió inevitablemente al personaje trágico; la tragedia se demuestra viva a lo largo de la historia, a pesar de la propia historia, viva atemporalmente (Wikipedia)

Encontramos también que, al definir la tragedia, Aristóteles nos explica de ella: “que mediante compasión y temor lleva a cabo la catarsis de las afecciones”. Esta será otra de las claves, si no la verdaderamente importante, de la creación trágica. El fin de la literatura -de la tragedia- es la catarsis: la purificación de las pasiones -del miedo y de la compasión en el caso de la tragedia-, según Aristóteles. La obra ha de suscitar un sentimiento en el receptor, que ha de entrar en el mundo de la obra aceptando el pacto propuesto. Conforme se avanza por este mundo, por la obra, en la medida en la que se siente algo, se habrá alcanzado el propósito último de la obra: la catarsis. Hay conmiseración, lástima ante el sufrimiento ajeno, en el caso de las tragedias, a lo que se suma la relativización de los problemas propios para el público presente. Ante la magnitud del sufrimiento trágico, el espectador se siente reconfortado en sus problemas. Además, se siente compasión por el cercano, por aquel por el que se tiene simpatía; con lo que el sufrimiento será mayor en la medida en la que la proximidad sea mayor. Así, tal era la dislocación cuando en el caso de esta representación asistíamos perplejos a cómo, en la reconversión del texto trágico en una comedia de situación, los profundos lamentos de Electra sobre el escenario al recibir la noticia de la muerte de su hermano eran acompañados de chascarrillos que recibían risas por parte del público. Así, el efecto conseguido era realmente llamativo, siendo un contrapunto completamente inesperado el acompasado de carcajadas y llantos. Efecto, no obstante, dudosamente catártico,que caía sobre un público que ni se elevaba depurándose en la moraleja ni sentía ningún tipo de empatía, tan solo reía con un pasatiempo liviano que, tan pronto como se había puesto en escena, quedaría olvidado.

Puede afirmarse que, como ha sucedido a lo largo de la historia de la literatura, según el género literario y la época en la que se ubique, una obra es capaz de transmitir más o menos catarsis: la proximidad temporal con respecto al receptor de la obra podrá influir en que le afecte en mayor o menor medida. Sin embargo, si las pretensiones del texto de Orazi, que era perfectamente consciente de estar a merced de la herencia trágica, de la inevitabilidad que conlleva, se comete un error crucial si se pretende asumir por la vía de la comedia sencilla un supuesto salto para salvar la distancia que separaría a la obra del público. La realidad es que lo que las tragedias clásicas no pierden su actualidad de ningún modo, ni como elemento de relación con el público, como instrumento para influir sobre él y tomar su temperatura, ni como relatos atemporales. En su haber contienen fábulas que resisten al tiempo porque precisamente contienen en su sencillez temas siempre humanos, cercanos a la carne y a la existencia, que pueden seguir mirando a los ojos a un público que necesita acudir a las salas con el fin de elevarse. Así la inevitabilidad inherente a la tragedia, la gran corriente que inició siglos atrás empujando sin descanso su sino, ha terminado alcanzado por igual esta interpretación de Electra para conducirla a un final desdichado contra el que pretendió luchar sin mayor éxito.

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