El autor contra Tebas | La creación de la obra entre el individuo y el colectivo

En nuestro último trabajo planteábamos de forma especialmente taxativa, con los aires austriacos que aportan hablar à la Wittgenstein, que la única conclusión evidente tras intentar abordar el conflicto inserto en el arte al confrontar individuo y colectivo mediante la obra de Juan Navarro era la aporía de la ignorancia y que, por lo tanto, para no poder hablar de la tragedia, convendría mejor callarse.

Huelga decir que preconizar el silencio no es sino una hipérbole que, aprovechando las influencias del filósofo analítico, viene a señalar la aparente necesidad de dar un paso atrás cuando se alcanzan ciertos límites. Sin embargo, lo cierto es que la misma duda que recorría nuestro escrito sobre Juan Navarro viene repitiéndose a lo largo de buena parte d los textos de nuestras disluminaciones, así como el germen que la impulsa. La cuestión de la autoría, lejos de perder fuelle, parece alimentarse en cada obra que se contempla, buscando siempre una respuesta distinta: ya sea forzando autores aparentemente neonatos y artificiales, como es el caso de la agrupación Sr. Serrano; o bien a través de un viaje por la psique de una autora eminentemente europea que, cuando se pregunta por el fundamento de la identidad cultural de su tierra, no hace otra cosa que preguntarse por su obra y su legado como autora; e igualmente al recuperar interpretaciones de obras clásicas como las tragedias que, en su puesta en escena, problematizan con la esencia con la que fueron estas concebidas al tratar de revestirlas de un carácter puramente contemporáneo.

Por ello, porque parece que no se agotan las respuestas y estas están lejos de satisfacer la pregunta que las espolea, nos disponemos a no callar y tratar de hablar también sobre la cuestión de la autoría en esta breve reflexión, navegando entre los dos grandes polos que construyen el puño que rubrica la literatura universal; el individuo y el colectivo.

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En esta recreación de una tragedia griega clásica observamos a los dos aparentes grandes antagonistas del arte: por un lado, el coro, carente de expresión, colectivo homogéneo e indistinguible en un segundo plano. Por otro, el héroe trágico, Edipo rey, con la fortaleza y autoridad en escena que solo otorga el individuo expresivo, único e inapelable. Más que frente a frente, podría pensarse, en todo caso, que se encuentran en mutua colaboración como elementos ambos indispensables para la existencia completa de la tragedia (Wikipedia).

Como ya hemos apuntado en más de una ocasión, creemos que buena parte de la imagen del autor individual se configura en el siglo XVIII, durante el Romanticismo, para luego adquirir rienda suelta desde el siglo XIX en adelante. Y es que, de hecho, será entonces cuando se introduzca la discusión sobre los genios, cuando se hable del talento del genio, de aquella persona especial con un don creativo, con capacidad de evocación dentro de sí: configurando con ello la imaginación creativa. Será Coleridge, crítico cultural inglés de la época, quien escriba para distinguir entre el genio, aquel con un don natural para la imaginación -la creación de personajes, tramas, etc.-, y entre aquel con talento, entendiéndolo como aquel trabajo que crea posibilidades: dotando a quien lo posee de la cultura y formación que desarrolla el mismo. Siguiendo así estas hipótesis, comprobaríamos que el talento no es natural, mientras que el genio sí lo es. En cualquiera de los dos casos, la conclusión es idéntica: la construcción de una serie de características artísticas que solo son atribuibles al individuo artista, bien como genio artista nacido con el don necesario, bien como el laborioso entregado en su ensimismamiento a la tarea de las artes. Sin ir más lejos es también en el Romanticismo cuando se desarrolla el método biográfico para el estudio de la literatura, consistente en comparar la vida del autor con su obra, anclando así la producción literaria a un potente e innegable carácter individual. Se pone el foco del estudio literario fuera de la obra literaria, se convierte al autor indivisible de su obra y a esta en prácticamente fruto único del rendimiento interno de un sujeto y sus experiencias vitales, con conexiones diluidas y relegadas al segundo plano que aludan a factores colectivos y plurales. Y es que no es sino bajo el signo del Romanticismo que se configura el empuje nacional, la construcción del aparato último del Estado-nación que ha marcado nuestra historia reciente; aparato en el que, por otra parte, se da lugar a la necesaria existencia de otredades y diferencias, al enarbolado de una identidad en torno a la cultura nacional que marque su frontera para poder legitimarse y se escude, al mismo tiempo, en torno al mito de los grandes autores de la patria. Así, en este individuo encontramos por igual al autor de la loa patriótica y al poeta torturado: Byron, Larra y Espronceda no son sino padres del autor europeo contemporáneo, talento y genio, ego biográfico que no crea si no es para preguntarse por su propia existencia y la importancia de la misma en base a unos códigos nacionales concebidos para excluir al otro que, por necesidad, debe crear de una forma completamente distinta a la de la nación patria.

Es frente a esta construcción del individuo como agente de la creación artística donde debemos emplazar a la colectividad. Retrocedemos, por tanto, de nuevo a las tragedias clásicas, buscando en los teatros griegos ese emplazamiento frente al lugar donde los actores representaban, donde se encuentra una zona reservada para el coro. Nos ponemos de nuevo ante una voz cantora que podía tener función de conciencia externa o de voz del pueblo según la ocasión requiriese, con la misión de dar consejos, avisos o resumir lo acontecido hasta el momento en la obra. Este es el personaje colectivo por antonomasia, interpretado por la colectividad desde el mismo momento de la elección de su reparto en las entrañas mismas de la ciudad Estado helénica, con una misión clara que no es sino conectar al público, al pueblo, con la creación artística produciendo un canto que debe ser, en tanto que armónico, homogéneo, que solo podrá funcionar apoyándose en la coordinación y confianza de todos sus elementos por igual. Recogemos así esta tradición para rastrear también las obras que descansan en lo colectivo, aquellas que buscaron siempre la pedagogía o el divertimento general, diluyendo la autoría en un asunto secundario al ser consciente de que la finalidad última y única es el público; y aterrizamos así en los entremeses y corrales de comedia; volvemos a los romances recitados de memoria y reinterpretados y adornados por cada poeta que los recitaba; volvemos al más puro anonimato como esencia del autor colectivo, a Homero como agente de dos de las obras indispensables para entender la literatura occidental, de quien bien se duda de su existencia para apoyarla incluso en la tarea de los homeridai, aquellos hijos de prisioneros de guerra a los que se empleaba en la tarea artística, como colectivo autor de la Ilíada y la Odisea por igual.

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Alonso Quijano ya trastocado en don Quijote de la Mancha, personaje eterno que ha pasado manoseado por miles de interpretaciones a la historia de la literatura, malogrado tras su envestida contra lo que creyó ver como un gigante. Arquetipo quizás del idealista que pretende bajar los conceptos del cielo a la tierra; quizás del antihéroe de un tiempo pasado que cree que aun es posible impartir la justicia en la tierra lanza en mano; en todo caso rehén de un tiempo que se encuentra en transición hacia la Modernidad mientras él es incapaz de abandonar el medievo. Acreedor de la primera novela moderna y vanguardista, personaje tipo que destruye y hace burla de las modas literarias pasadas; quizás supuesto contenedor de un espíritu colectivo y nacional que ni siquiera había nacido, quizás fruto de la auténtica genialidad individual. En cualquier caso, su errático caminar no es sino su única certeza (Museo del Prado).

Es fruto de estas reflexiones que no podemos evitar trasladar la cuestión de la autoría a un terreno algo diferente por unos instantes. Será entonces cuando surjan a colación “los grandes en la historia universal” como encontramos citados en Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, aquellos que Hegel califica de ‘héroes’. Los héroes son, para el alemán, “los que realizan el fin conforme al concepto superior de espíritu”. Los grandes en la historia universal son, por así decirlo, la correa de transmisión para los pueblos en el proceso dialéctico: aquellos capaces de aprehender el nuevo fin, la síntesis que se vuelve tesis para un nuevo estadio del proceso histórico, y que saben extraer de esta una forma de actuar conforme a la nueva realidad. En un mundo que surge de las cenizas de un pueblo ya consumido, debe producirse un nuevo estado del mundo y este es el propósito de los hombres históricos. Creemos que resulta inevitable relacionar a estos héroes con el autor como individuo que venimos reseñando; quizás porque, no en vano, Idealismo y Romanticismo responden a un mismo caldo de cultivo cultural.

Sin embargo, por otra parte, podemos también retomar aquella tradición que optó por poner boca abajo el idealismo hegeliano y que, en el camino del materialismo histórico, alumbró el leninismo bolchevique y su experiencia en la historia como antinomia de la tradición burguesa que encarnaba el Romanticismo y su legado en la nación Estado. Así, podemos observar cómo decía el dramaturgo, crítico literario y político comunista soviético Anatoli Lunacharski que Lenin no fue un genio a la manera burguesa de los grandes hombres que hacen historia, sino un producto humano del proletariado, de su ascenso como clase revolucionaria y su lucha por la emancipación; afirmando que el proletariado engendra gigantes, y de él salió Lenin.

Quizás, aunque rudimentaria y parcial, esta mediación filosófica que convenientemente descansa en los caminos de la dialéctica pueda sernos útil para ofrecer una respuesta con la que, por lo pronto, volver a callar, aunque ahora sea con la satisfacción de haber hablado. Quizás frente al absolutismo del autor romántico, de la estrella solipsista que niega cualquiera responsabilidad de todo aquello y todo aquel que le rodea para encerrarse exclusivamente sobre sí mismo al producir; y quizás frente a la imposibilidad de reivindicar una literatura colectiva que descanse exclusivamente en el anonimato sin erradicar en el camino la individualidad característica innata del ser humano, podamos atender por otra parte a aquellos que son productos de su tiempo y sus congéneres, que se levantan acompañados para crear un arte que no es sino fruto de un autor engendrado por el colectivo que lo auspicia.

Así, quizás, con esta sucinta respuesta merezcamos ahora callar.

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