El trabajo que Juan Navarro ha venido realizando últimamente casi parece recoger las reflexiones que brotaron de nuestra última visita a los escenarios, donde Electra en su dualidad de personaje y obra quedó enfrentada con su naturaleza trágica y, en este caso, perdida. Tanto es así que Navarro habría entablado conversación, respondiendo a nuestras preguntas con un nuevo interrogante, ¿para qué sirve una tragedia?, en su obra El coro en los Teatros del Canal. A esta y otras preguntas de aun más calado se pretende dar respuesta en esta performance tan particular, pues la exploración que se ponga sobre la mesa busca cuestionar, si no la utilidad bien comercial bien edificante, la finalidad última del arte en sí mismo.
Para ello, el núcleo de este trabajo, que ya viene anticipado en su propio título, se concentrará en torno a la recuperación de un coro popular. Navarro demuestra conocer las herramientas con las que trabaja y la historia a las espaldas de la cuestión que pretende abordar: volviendo a las mismas raíces de la tragedia clásica, cuando las ciudades estado se dedicaban a sufragar las necesidades de un grupo de personas desempleadas para su dedicación a tiempo completo al canto en el coro, nuestro autor ha optado por la búsqueda de los coros populares, compuestos por personas invidentes, para la encarnación de lo que fuese el elemento principal de la tragedia; elemento sin el que, desde luego, no cabría siquiera enfrentarse a la pregunta que nos sirve como premisa.
El coro es, por diversos motivos, indispensable para entender la tragedia: por un lado, su naturaleza radicalmente popular permite otorgar a la tragedia su alineación con una finalidad orientada al beneficio de la ciudadanía; por otro, el coro es clave tanto porque precede en existencia al resto de elementos de la tragedia clásica como por ser una herramienta fundamental para articularlos a todos. El coro es el estadio intermedio entre la ciudad en las gradas y los héroes trágicos en el escenario; el coro es aquel personaje popular que, con su canto, pone al público sobre la pista de lo que va a suceder y, además, es capaz de reprochar o entablar conversación con un protagonista a priori alejado en su elevación del ciudadano terrenal.
Esta cuestión del coro como personaje es otra de las claves que Navarro acierta en articular con su propuesta: la recuperación del coro como personaje-colectivo, una univocidad de voces diversas que deben armonizar entre ellas para no disonar; un conjunto de individuos particulares que suman uno solo que, sin embargo, no tendría sentido como individualidad si no es acreditando su pluralidad. Frente a esta encarnación colectiva, Navarro pone en escena y se pone en escena a sí mismo como alteridad arquetípica: el propio autor se introduce en la piel de Beethoven como segundo personaje en escena. Así, el coro está encargado de entonar su Novena Sinfonía, mientras el personaje histórico reflexiona y devanea sobre el arte y su obra. No es baladí, creemos, que el autor elegido para protagonizar sea este: Beethoven supone el paradigma del autor romántico tanto en su vida como en su obra e implica, por lo tanto, la elección del personaje tipo más opuesto al coro; la individualidad más radical como ese autor occidental subsumido en su ego, abnegado por la pregunta de su obra, su trascendencia y un yo que se hace omnipresente a medida que avanza la modernidad y llegamos a la individuación extremada de nuestros tiempos. La escenificación de estos dos personajes para preguntarse por el arte debería garantizarnos, entonces, el conflicto y la reflexión.
Por otro lado, tampoco creemos que resulte casual la elección de coros populares de personas invidentes para encarnar a este personaje colectivo: coros que deben cantar la obra magna y final de Beethoven, aquella que debió componer forzado también por la pérdida de uno de sus sentidos, en este caso, la audición. Creemos que la concatenación de estos hechos, sumado a que todos ellos se dispongan con el fin de tratar de dar una respuesta, pretende explorar la relación del arte y el artista, así como la propia razón misma, con su capacidad de crear y entender, su relación con el mundo que nos rodea y con el propio mundo que construimos. Recordamos así el famoso aforismo casi epitáfico y ominoso que enunciase Wittgenstein al señalar que, de lo que no se puede hablar, mejor es callarse: quizás aquí se nos pregunte acaso qué debe hacerse de lo que no se puede ver u oír si, tal vez, callar al llegar a los límites de nuestra razón o, en todo caso, cantar y crear por igual explorando a tientas los límites por fuera, sin explorar, preguntándose por el sentido mismo del arte como razón de ser del artista.
No obstante, pese a los aciertos de los elementos puestos en juego y la recuperación de herramientas centrales para la tragedia, parece calar la sensación de encontrarse ante un camino a medias recorrido. Es quizás por la reunión de todos los elementos inteligentemente seleccionados que el fin último pretendido por la obra no se logra conseguir: bien porque no se es capaz de alinearlos bien porque son irreconciliables.
Y es que lo que se observa sobre escena a lo largo de la performance es como una pieza fan poderosa y necesariamente recuperada para entender la tragedia como es el coro queda irremediablemente desplazada al margen, sin capacidad de explorar sus límites y crecer en la obra, por el propio autor que representa al artista romántico. Cuando Navarro encarna a un Beethoven encerrado en sus preguntas sin aparente respuesta dominando la escena no hace más que demostrar cómo la historia y él mismo se dan la razón mutuamente: el desplazamiento del zoón politikón hasta el individuo vuelto complemente sobre sí mismo se certifica cuando observamos cómo el autor romántico domina al autor de la obra; cómo sus preguntas por el sentido del arte no son otra cosa que preguntas sobre el sentido propio del artista ante su obra y su legado, dolencia que ha aquejado desde el siglo XIX y el encumbramiento de la modernidad al autor occidental. Así, el ego queda en primer plano, desplazando al personaje colectivo capaz de armonizar que tan necesariamente había sido recuperado pero al que, por desgracia, no se le permite hablar con libertad dejando, por tanto, sin una respuesta final la pregunta que nos condujo hasta aquí: mientras no se pueda hablar, de para qué sirve la tragedia convendrá callarse.