La máquina que se hizo ludita | Sr. Serrano: Una Isla

Obreros destrozando un telar (Wikipedia)

Las noches de estreno imprimen un cariz particular a cualquier acto artístico: a la novedad del acto por descubrir al abrigo del escenario se añade la certeza del hecho impoluto, que no ha sido aprehendido hasta el momento, tierras vírgenes por hollar y descubrir, como si el noúmeno se dejase entrever en la oscuridad por un momento e invitase a acercarse para hacerse, por fin, con él. Tal fue el caso de la noche en la que, en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid, la agrupación Sr. Serrano estrenó su última pieza: Una Isla. Allí nos disponemos a atrapar ahora el relampagueo, capturar el acto artístico en su momento de mayor actualidad, para retenerlo y analizarlo en estas líneas.

La apertura del telón, sumergido en la penumbra, da pie a la entrada en escena de una actriz que comenzará -de forma ininterrumpida durante lo que será buena parte de la representación- a realizar una suerte de ejercicio físico de forma mecánica. Con la precisión de un engranaje, sin alterar su gesto ni dar señal alguna, la actriz repetirá impasible los mismos gestos, casi como una rutina de yoga o aerobic. Esta será, como iremos desentrañando poco a poco, una de las grandes claves que recorre la pieza de la agrupación Sr. Serrano: la mecanicidad. La temática central de esta obra, que no hace más que girar en torno a la máquina, y el buen uso de la expresión corporal por parte de la actriz muy pronto nos despiertan una impresión in situ: estamos frente a un autómata.

Así, mientras ella sigue desarrollando su rutina ad nauseam, sobre el fondo del escenario se comenzará a proyectar una conversación escrita, el principal y prácticamente único guion que se nos ofrecerá esa noche: se trata, aparentemente, como se nos advierte momentos antes de que se inicie la representación, del diálogo entre la agrupación Sr. Serrano y el chat de una inteligencia artificial. Este será el hilo conductor que nos guie: un peculiar diálogo que arrancará con una exploración de la identidad, donde la agrupación artística trate de contraponerse como individuo definido -humano, vivo-, frente a un interlocutor que debe aparentar los modos de conversación de una persona, pero, en realidad, como él mismo revela según se le interroga, no es más que una miríada de datos hilvanados por un algoritmo que determina la probabilidad de cada respuesta para ofrecer un discurso coherente y cohesionado; todo ello supervisado, claro está, por el código ético que la empresa propietaria de este producto digital ha determinado como coto para las respuestas de esta inteligencia artificial.

A medida que la conversación avanza, se pasa de la interrogación por la identidad, los intentos de la agrupación por averiguar si su particular parteneur digital tiene acaso algún viso de alma y originalidad, hacia el momento central de la pieza: se le pide a la inteligencia que escriba a medias con su interlocutor humano una representación teatral que no es otra cosa que lo que nosotros vemos en escena. De este modo observaremos, mientras nuestra actriz automatizada continúa su particular danza artificial, como la inteligencia artificial encadena propuestas a petición de la agrupación, proponiendo primero la aparición de la propia actriz, ubicando después al personaje en una “isla” que, luego, pasará a estar rodeadas de más islas. Esto no es otra cosa que la exploración por parte de Sr. Serrano en este concepto de  identidad en el que ya pretendía enmarcar a la inteligencia artificial: ahora, poniendo primero a un personaje en una isla, solitario, para luego rodearlo de un archipiélago concéntrico en el que deba relacionarse con otros individuos que conforman la otredad indefinida. Se pretende así proponer al público una reflexión sobre el individuo humano, su identidad desde la univocidad de su cuerpo aislado que debe convivir en sociedad, relacionarse con otros seres humanos, para construir enteramente su identidad: aprender a convivir, ceder en las pretensiones propias en pos de las ajenas… Todo ello será planteado por la agrupación en el contexto del relato de una entidad no humana, que pretende ofrecer una visión aparentemente externa de la identidad animal que somos. La escenificación acompañará esta conversación, in crescendo, con música sintética, suponemos que para reforzar esa imagen digital que rodea toda la obra, proyectando ilustraciones y rostros que cambian y se deforman, imaginamos que debido a que no son otra cosa que producto también de una inteligencia artificial que, como observamos constantemente en redes sociales, aún no es capaz de ofrecer imágenes completamente definidas. Llegaremos, por fin, al culmen con la aparición en escena de una burbuja de plástico dentro de la que bailan libremente, desenfadados y sin pauta, varios actores. Hacia esta burbuja se dirigirá la actriz que dio comienzo a la obra, rompiendo el hechizo mecánico que la ataba, para introducirse y bailar junto al resto de actores. Pareciera entonces que el individuo mecánico ha sido capaz de encontrar su relación con la otredad, adquiriendo ya en comunidad la capacidad de la libertad.

Walter Benjamin nos cuenta en sus Tesis de Filosofía de la Historia

Es notorio que ha existido, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada contraria que le aseguraba ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, en la boca una pipa de narguile, se sentaba a tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos despertaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad se sentaba dentro un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba mediante hilos la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Podrá habérsela sin más ni más con cualquiera, si toma a su servicio a la teología que, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver en modo alguno.

Si recuperamos a Benjamin y sus tesis, como ya hiciéramos en el texto anterior, en aquel caso para hablar de la posibilidad de capturar el arte en lugar de la historia; lo hacemos hoy trocando el materialismo histórico con el propio arte. Contemplar la aparente conversación entre Sr. Serrano y una inteligencia artificial no hizo más que trasladarnos automáticamente -valga la ironía- frente a la figura de este autómata. Sin bien Benjamin la emplea para hablar de una filosofía de la historia aparentemente autónoma, nosotros la vimos reflejada en esa conversación: un trampantojo que pretendía ahondar en el descubrimiento y la exploración de la identidad humana frente a una identidad completamente alienígena.

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El autómata turco capaz de vencer a cualquier ajedrecista revelado como lo que en realidad era: un trampantojo hábilmente diseñado (Wikipedia)

Confrontar esta propuesta lleva inevitablemente a hacerse una primera pregunta: hasta qué punto Sr. Serrano nos ofrece sus conversaciones con una inteligencia artificial tal y como sucedieron o si acaso han sido manipuladas para ofrecer el relato que pretende ser representado. Los fogonazos poéticos y las disrupciones que vemos aparecer proyectadas de cuando en cuando nos invitan a pensar que, efectivamente, una máquina de esta índole ha estado en el proceso. Sin embargo, creemos que no cabe duda de que cualquier viso de conversación ha sido dirigido y alterado para generar el relato crusoeniano que se despliega ante el público. A este hecho -que no nos encontramos ante la expresión artística pura de una inteligencia aparentemente no humana, con esa suerte de jorobado maestro de ajedrez que es la experimentada agrupación Sr. Serrano- debemos sumar otro indefectible: no puede pretenderse ofrecer una creación artística original siempre que parta de las entrañas de una inteligencia artificial. Pues estos mecanismos no son más que la recopilación de infinidad de fuentes, de materiales y textos creados, evidentemente, por seres humanos. La pretensión de encontrar, primero, la otredad de un ente libre y con agencia propia se diluye antes en la certeza que la obra misma nos desvela al apuntar que esta inteligencia se rige por algoritmos de probabilidad y se vaporiza por completo al constatar el auténtico hecho: para que una máquina cree antes debe tomar lo creado por el ser humano. Nos encontramos simplemente ante un mecanismo llevado a la complejidad extrema por pura diversión, pero un mecanismo al fin y al cabo que es activado en uno de sus extremos por una persona que ha de accionar botones y palancas de algún tipo.

Pensamos en Marx, en su Fragmento sobre las máquinas, y en las concepciones que el materialismo histórico ha desarrollado a nivel antropológico para entender al ser humano como un animal que trabaja por naturaleza, alterando la realidad, para que luego el fruto de este trabajo le sea sustraído, cuando nos enfrentamos a esta pieza. Resulta inevitable y entendemos que es, en parte, la intención de los autores cuando recurren a la inteligencia artificial en parte por las polémicas en las que se encuentra sumergida, ejerciendo como la nueva máquina de vapor en los telares que ha de ser destruida por unos obreros fabriles que, entiendan o no la finalidad de la máquina, comprenden que deben acabar con ella antes de que ella acabe con su medio de subsistencia -hecho que es directamente mencionado en el propio texto de la pieza. Resulta evidente el beneficio de la máquina para aliviar al ser humano de sus trabajos más cargantes, como infinidad de filósofos han evidenciado a lo largo de la historia.

El socialismo es inconcebible sin la gigantesca maquinaria capitalista basada en los últimos avances de la ciencia moderna (Lenin, “Izquierdismo: Una enfermedad infantil del comunismo”, 1918)

Pretender recuperar este conflicto manido es, por lo tanto, estéril: es evidente que los artistas no se enfrentan hoy a la inteligencia artificial con el temor inocente de quien teme ser desplazado. Se enfrentan, más bien, a quien emplea estas máquinas con el fin exclusivo de acumular capital de forma imparable, sin poner estas a disposición del progreso colectivo de la humanidad. Por ello, nos resulta también absurdo pretender confrontar la identidad humana con otra aparente identidad artificial que pretende generar un nuevo espacio de alteridad: el otro al que se habla en estas conversaciones no deja de ser el ser humano recopilado en sus siglos de historia escrita, triturado y puesto al servicio de la aleatoriedad del algoritmo que responde al código ético de unas empresas que solo pretenden ensanchar su beneficio.

Nos encontramos, creemos, ante un trampantojo de diálogo: se presenta al ser humano como animal político, social, en su aristotelismo más puro. Mediante la imagen de la isla y las islas comunicadas se propone la incomunicabilidad del individuo y, al mismo tiempo, la necesidad de que este entre en contacto con otros seres humanos, que dialogue, para construir sociedad, único medio en el que puede alcanzar la buena vida. Más allá de esta metáfora, todo ello pretende mediarse a través de lo que busca ser el recurso de actualidad, el diálogo con la inteligencia artificial como nuevo escalón en el avance comunicativo. Sin embargo, como venimos apuntando, nos encontramos ante un cajón con doble fondo que esconde su sencillez bajo un telón de tecnificación. Este diálogo no es más que, en tanto que diálogo entre seres humanos -mediatizados o no por las máquinas- un diálogo con uno mismo, frente al espejo. Es por ello que creemos que no puede obtenerse ninguna conclusión provechosa del experimento de Sr. Serrano y, sin embargo, su puesta frente a frente a otros proyectos que exploran la palabra y la conversación, como es el caso del abordado en nuestro texto anterior, con la enciclopedia de la palabra, revelan la profundidad de las aguas en las que se nada. Si en un caso éramos capaces de apreciar cómo hasta el balbuceo entre dos niños de corta edad encerraba la riqueza de conversaciones aun incomprensibles, pero cargadas de estructuras, de idas y venidas, de una seriedad nietzscheana que prácticamente nos permite quedarnos embobados ante un intercambio de estas características durante un buen rato; el intento de dialogar con una aparente otredad aquí prácticamente nos revela una mecánica tramposa -no por ello maliciosa- que no puede rebuscar más allá de los confines que el interés económico limita ni de los materiales que otros deben haber elaborado antes; mientras que la estructura rizomática, anárquica, de la palabra humana, permite erigir construcciones catedralicias tan firmes y débiles a la vez que se sostienen en el aire, creciendo constantemente y dando lugar a estructuras cambiantes, sin orden aparente, que ahondan sin parar en su profundidad.

La isla que Sr. Serrano nos dibuja, más allá de su particular parábola sobre la necesidad del otro, no será franqueada en sus fronteras, no podrá ser abandonada por mar, siguiendo las rutas que se nos proponen. Los archipiélagos que debemos visitar ya están en nuestros mapas, tras la palabra del otro, de la alteridad más pura que se encierra en la subjetividad humana, la única capaz de proporcionar el auténtico diálogo original. Si el ser humano ha de ser ludita, la máquina también lo será; pues solo esta, accionada por aquel, darán pie al medio de establecer por primera vez un diálogo enriquecedor y original de verdad más allá de la humanidad.

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La palabra que echa andar o «L’encyclopédiste»

“Al pasado solo puede retenérsele en cuanto imagen que relampaguea”, afirmaba Walter Benjamin. De atrevernos a reducir en unos pocos los grandes temas que recorrió en su corta y prolífica vida este autor, podemos afirmar sin que tiemble excesivamente el pulso que dos de ellos fueron la historia y la obra de arte. Creemos poder afirmar, y poder hacerlo de la mano de Benjamin, que la obra de arte, igual que el pasado, sólo puede ser atrapada en el relampagueo. Encapsulada en momentos y escenarios estancos, al vacío, la obra sucede irrepetible en cada una de sus reproducciones como un fogonazo en la oscuridad y solo en el momento de su vivencia inmediata puede ser aprehendida.

Por ello, porque la verdadera obra de arte solo puede ser entendida en su representación inmediata, como fenómeno, y porque entendemos que la teoría sin praxis solo es naturaleza muerta; esta serie de textos que aquí se inauguran y verán la luz de manera periódica pretenden capturar el relampagueo a lo largo de distintos escenarios para tratar de comprender la obra de arte como representación escénica. Estos textos aspiran a entrar en diálogo con las obras que recojan, a caballo entre la crítica y el ensayo, además de dialogar también con la teoría académica de la que proceden e inclusive de dialogar con ellos mismos para avanzar en un proceso interno dialéctico. Así, recordando también a Benjamin y su trabajo como crítico cultural en sus Iluminaciones, estos textos que aspiran a retener fogonazos en la oscuridad de los escenarios serán disluminaciones.

Comenzamos nuestra andadura la tarde del dieciocho de octubre en el Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque de Madrid. Allí, el fundido a la tenue penumbra de la sala da lugar a un espacio convertido en antitético pero homónimo ‘cubo negro’ como lugar absolutamente neutral de representación en el que, durante los próximos sesenta minutos, el escenario será defendido por un solo hombre sin más material ni expresión que su propia voz, sin mutis por el foro ni interrupciones más allá de las voces que se reproducirán mientras él escucha igual de atento que el público.

Este hombre, Frédéric Danos, se nos presenta como trasunto que ha adoptado la labor viva de enciclopedista: pretende materializar sobre el escenario el fruto del trabajo que ha supuesto la recopilación, durante años, de infinidad de grabaciones de voz en una particular Enciclopedia de la palabra. Desde estas grabaciones, el enciclopedista ha desarrollado una nueva teoría del lenguaje, de la palabra, que aspira a defender sobre el escenario. Cabría preguntarse, como primera reacción, la conveniencia de una escenificación de este estilo, con un monólogo sin mayor requisito corporal o escénico, que pretende no ser más que la exposición de un ensayo a un público: ¿acaso no podría haber sido transmitido mediante un texto que recogiese las mismas impresiones e incluso se explayase más en ellas? Sin embargo, como el desarrollo de la velada nos termina demostrando, la palabra hablada es necesaria para hablar de la palabra hablada. No solo las grabaciones de voz acreditan lo que se explica, sino que Danos, con su propia voz legítima y pone en práctica su teoría sobre la palabra.

Frédéric Danos en su labor de enciclopedista (Conde Duque)

Así, se despliega ante el público una serie de categorías que atraviesan desde lo más ortodoxo para aquellos familiarizados con la lingüística, como pueden ser el ritmo o la cadencia, hasta nuevas categorías desarrolladas ad hoc; todas ellas respaldadas siempre por grabaciones de la palabra hablada de forma espontánea, original, sin premeditación. Y es la naturalidad de estas grabaciones, la espontaneidad de la palabra que se habla y el lenguaje que esta construye lo primero que nos llama la atención. El enciclopedista invoca una imagen de especial belleza para señalar que el lenguaje de la palabra hablada no es otra cosa que un nido construido por cualquier pájaro urbano en cualquier árbol de cualquier ciudad: tan débil y fuerte a la vez, capaz de resistir los envites del tiempo mientras se construye de una forma aparentemente anárquica con lo que se pueda obtener. Esta es la característica primera del lenguaje hablado, esta anarquía que no puede sino recordarnos a los rizomas deleuzianos: extendiéndose de forma ajerárqica, sin seguir un orden o una estructura convencional, rizoma y lenguaje se expanden, se construyen a medida que avanzan y crecen, de un modo orgánico y natural en movimientos que no siempre son unidireccionales, sino que, en ocasiones, se retraen para luego avanzar en múltiples sentidos.

Es así como observamos el nacimiento y la edificación del lenguaje en grabaciones que, escuchadas sin el acompañamiento del enciclopedista, se nos podrían antojar absurdas, como es el caso del balbuceo de dos bebés. Sin embargo, conociendo las categorías, intuyendo ahora cómo se reproduce el lenguaje, podemos percibir ahora esas estructuras anárquicas reproducirse en lo que parecía el sinsentido de dos niños. En mitad de lo que parece un caos dilucidamos una conversación de balbuceos, que no necesita de palabras pues reproduce y responde a estructuras habladas perfectamente reconocible, como una suerte de diálogo mudo; recordando así aquello que Nietzsche señalase al afirmar que “no hay mayor seriedad que la del niño cuando juega”, pensando entonces que la seriedad, la radicalidad humana de la palabra que nos comunica, se encuentra ya en el niño cuando balbucea.

Y es la comunicación, la conexión humana, no es sino el origen de la necesidad de la palabra humana como bien nos sabe explicar el enciclopedista que nos hablará de que toda palabra espera siempre una respuesta, un interlocutor al otro lado en una conversación que quizás se extienda infinitamente en el tiempo y no por ello diluya jamás la radicalidad de ese intercambio. Incluso en aquellas muestras de palabra más ajenas y aisladas, como pueden ser comunicaciones grabadas para reproducirse en una estación de tren e incluso los desvaríos de un hombre lanzados al aire, esperan y tienen siempre un interlocutor que las reciba y continúe el diálogo. Aún en la ausencia de tiempo y espacio, la palabra se emite y permanece buscando su receptor. No podemos sino pensar en los Fragmentos de un discurso amoroso, dónde Barthes nos dice:

Dirijo sin cesar al ausente el discurso de su ausencia; situación en suma inaudita; el otro está ausente como referente, presente como alocutor. De esta distorsión singular, nace una suerte de presente insostenible; (…). Voy pues a manipularla: trasformar la distorsión del tiempo en vaivén, producir ritmo, abrir la escena del lenguaje (el lenguaje nace de la ausencia: el niño se agencia un carrete de hilo, lo lanza y lo recupera, imitando la partida y el regreso de la madre: se crea así un paradigma). La ausencia se convierte en una práctica activa, en un ajetreo (p.35)

Esta es, sin duda, la idea que el enciclopedista nos pretende transmitir con el lenguaje como ausencia: una actividad que se mantiene en el tiempo, con la palabra suspendida a la espera de un interlocutor que, sin duda, la recibirá, pues la palabra no se emite si no es para ser recibida.

De igual modo rescatamos una última imagen ofrecida por el enciclopedista, enmarcada en esa tensión del lenguaje que se emite para permanecer, que perdura. Y es que se nos dice que a hablar solo se comienza para no detenerse jamás hasta dar con la muerte. Se escenifica así la imagen de un salto desde un precipicio hacia el mar, en un no detenerse jamás que solo toca a su fin cuando nos zambullimos en el fondo. De este modo recordamos esa constante decisión kierkegaardiana, ese estar siempre al borde de un abismo que nos obliga a decidir hasta la muerte como homólogo de un ser humano que nace hablando, o balbuceando que, como hemos descubierto, es lo mismo, y no se detiene jamás pues, hasta en la ausencia, continúa hablando. De igual modo, no podemos evitar pensar en ese sentido del ser heideggeriano como devenir hacia la muerte, en un ser que nace para la muerte, como pensamos ahora en un habla que se hace para la muerte pues, siguiendo a nuestro enciclopedista, hablamos hasta morir e incluso entonces dejaremos atrás un lenguaje que será reproducido y replicado desde la ausencia.

Así es como el enciclopedista despide su coloquio, descubriéndonos, como ha justificado hasta el momento, que tan solo mantenía una conversación con nosotros, público interlocutor mudo, que reproducirá su palabra y responderá a ella como ahora respondemos por escrito prolongando aquella conversación; evitando poner punto final a nuestra charla, prometiendo que, en otra ocasión, nos seguirá hablando de la palabra hablada.

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