Prácticas de la Mentira

Prácticas de la Mentira

Aristeo Mora / Compañía Opcional + Alejandro G. Ruffoni / Play Dramaturgia.

“Prácticas de la Mentira” es una investigación que pretende generar un conjunto de técnicas y acciones orientadas a la producción de realidades más o menos escénicas.

El nombre surge cuando, a principios de 2012, comenzamos a reunirnos para hablar en torno algo que no nos interesa. O sí. Tomamos como punto de partida un texto de José Antonio Sánchez que “documenta” un enorme corpus de prácticas escénicas más o menos desvinculadas, digamos, de lo ficcional. Hasta el título, Prácticas de lo Real en la escena contemporánea, nos seducía; pero no sucumbimos, fuimos rigurosos y tratamos de hacerle la vivisección al “documento”: ¿Qué es esto de las “Prácticas de lo Real”? ¿Se puede poner en práctica lo real, asirlo como quien se sirve de una herramienta, si lo real es precisamente lo inenarrable, lo inaprensible? ¿No habría que tomarse el título de este documento y sus paradojas sencillamente como una invitación al pensamiento? Y es más, ya que hemos traído tantas veces a colación la palabra “documento” -decíamos en aquella reunión, cogiendo carrerilla-, ¿qué es todo esto que está ocurriendo últimamente, que nos ha dado por empezar a llamar “documental” al hecho escénico? ¿Qué está siendo esto de considerar las artes vivas como “documento” o como medio “documental”? ¿No decantan las palabras “teatro” y “documental”, cuando las pones una al lado de la otra, el corrosivo aroma de la instrumentalización de las personas, en carne viva? ¿No esconde la idea de “documental” la negación de lo que hay de sujeto en el objeto escénico, el ninguneo absoluto de la experiencia viva en el momento mismo en que se desarrolla y su reducción ya no a objeto de estudio sino a simple material archivístico?

Aristóteles dice por ahí que somos un animal político. Pero hay también quien dice que, en algún documento perdido en que pensaba la comedia, el filósofo quiso definirnos como “animal que ríe”. De modo que se nos ocurre, en plena reunión, que sería muy oportuno ponernos, en cualquiera de los casos, un poquito más animales. Y en esa tesitura aristotélica, entre carcajadas, nos da por traer a colación un ejemplo enloquecido; algo que sitúe en un primer plano la pulsión de muerte que late bajo esa idea de ligar lo “documental” a las artes en vivo. Un padre lleva a su hijo no a ver una pieza de teatro contemporáneo, evidentemente, sino al zoológico. Ha leído de forma muy cansina a cierto filósofo francés al que no ha olvidado, así que se le aparece de pronto una idea de esas verdaderamente útiles: la de llevar a su hijo al zoológico y tratar de convencerle in situ de que todo eso que tiene delante es un documental. Como con Animal Planet, idéntico. Convencerle de que aquel garito es un soporte, y de que lo que hay allí es vida archivada. Y tras un par de horas de paseos y preguntas, con la realidad casi pixelándosele ante los ojos, el hijo, de pronto, absolutamente convencido de lo que está diciendo, suelta la traca final: “¡Papá, dale a pause, corre, que aquél mono está a puntito de tirarnos sus cacas!”. Niños…

También sacamos a colación aquél día lo terriblemente mal que lo pasó no recuerdo bien qué coetáneo de Galileo, otro profesor probablemente, cuando al fin asumió que efectivamente la tierra gira alrededor del sol -bastante tiempo después del eppur si muove, por cierto-. El pobre hombre lo pasó fatal: de pronto llevaba toda su vida engañando a la gente. Toda su vida insuflando la mentira en los cuerpos dóciles que enfrentaba desde su cátedra con herramientas retóricas terriblemente sofisticadas y eficaces: todos veían el mundo como él quiso que lo viesen e incluso años después de la polémica de Galileo, creyeron lo que él decía. Les estuvo engañando durante años. Sin saberlo, pero engañando a fin de cuentas. Hasta que dejó de funcionarle. Ése día bebió, lloró como un bebé y decidió jubilarse. Los cambios de paradigma también dejan sus víctimas. Qué triste.Pero volviendo a nuestro asunto, fue así más o menos como tuvo lugar el nacimiento de las Prácticas de la Mentira. O no. El caso es que desde entonces hemos venido desarrollando, como decíamos, un conjunto de técnicas o de acciones orientadas a crear realidad. La premisa principal es la siguiente: al configurar ficciones y al crear realidades hacemos casi lo mismo. Todo es cuestión de sutilezas. Si la ficción es un cuento que aceptamos o no como verdadero durante un tiempo, si la realidad es una ilusión colectiva con garantía universal, y sobre todo si lo real queda fuera del juego precisamente porque es lo irrepresentable, ¿qué diferencia habría, a efectos prácticos, entre la construcción de una ficción y la construcción de una realidad? ¿Sólo la supuesta universalidad del consenso? ¿Acaso es más localista el consenso de una ficción que el de la realidad? ¿Es el Corán una ficción más universal que Europa? ¿Dónde está la franja, el límite que separa el consenso necesario para generar una realidad del consenso necesario para generar una ficción? ¿Cuál es la duración o la consistencia de esa frontera, para que una u otra no se derrumben? ¿No será el rigor de la mentira el mejor de los entrenamientos para situar esos límites?

Como siempre, las primeras respuestas vinieron jugando. Comenzamos por ocupar una realidad cotidiana y aceptar la posibilidad de que se diese una deriva hacia la mentira: podía ocurrir cualquier cosa, podíamos ir modificando hasta los tuétanos la presentación de nuestra persona en esa situación cotidiana concreta. Todo sería aceptado como verdadero, allí mismo, tomando café o champán a las doce del mediodía en casa de Aristeo y Cecilia: de pronto nos vimos celebrando y purgando las viejas rencillas de una supuesta gira por Asia y Sudamérica. Y poco a poco salieron a flote las lecturas que habíamos hecho durante nuestros años en Oxford, y recordamos la teoría del infortunio, recordamos que un enunciado performativo, uno que realice, que cree realidad, nunca será verdadero o falso; sino exitoso o fracasado. Y nos dimos cuenta de que poniendo las cartas sobre la mesa, presentándonos como mentirosos, quedábamos mucho más expuestos: salían inevitablemente a flote los objetos de nuestro deseo y nuestras expectativas, así como el motor de nuestra culpa y desazón. La idea de éxito y de fracaso se hacía patente en cada gota del sudor de nuestras manos temblorosas que no saben mentir bien. Y si bien se intensifica el riesgo de cada gesto, a la vez no pasaba nada porque todo es una gran mentira que construimos entre todos a cara descubierta. De un esfuerzo mental agotador, por cierto. Como el día a día.

Fue en este caldo de cultivo donde surgió en La Opcional la idea de Los Perdedores: una pieza en la que trabajaríamos con los materiales que nos rodean y con nuestros cuerpos o experiencias, localizando en nuestra vida el fracaso, las promesas incumplidas, las expectativas truncadas, lo que se espera de unos muchachos pertenecientes a la vez a “la generación perdida” y a “la generación más preparada de la historia de España”. Una pieza en la que, en definitiva, jugaríamos a contarnos que somos ya o que vamos a ser en breves lo que se supone que íbamos a haber sido. Una pieza que construya el metarrelato de lo felices que estamos, lo mucho que se valora nuestro trabajo, lo bien que nos pagan, lo bien que controlamos nuestra tendencia idiosincrásica a la corrupción y el reconocimiento que hemos obtenido, lo estupendamente que nos desenvolvemos en el diálogo con las instituciones sin perder nuestra esencia. Una pieza que hace presentes, a fin de cuentas, los éxitos que hemos venido cosechando y lo lejos que nos quedan aquellos presentimientos de barbarie.

Texto de Alejandro G. Ruffoni.

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