Eichmann en el Lliure

«La consagració de la primavera» de Roger Bernat, fotografía de Natan

El mecanismo de “La consagració de la primavera” es muy sencillo: el público sigue instrucciones a través de auriculares inalámbricos que lo convierten en intérprete de la célebre coreografia de Pina Bausch sobre la música de Stravinsky. La única complicación surge de tres canales de audio que otorgan a los espectadores roles distintos. De esta manera, el público asume diferentes papeles del coro o, por turnos, el papel de la pareja protagonista.

Tras “Domini públic” y “Pura coincidència”, se trata de la tercera obra donde Roger Bernat pone al público en el punto de mira. Si recordamos que el director editó también el libro de artículos “Querido público” sobre la figura del espectador, costaría de creer que Bernat no reflexionase sobre las implicaciones de esta nueva pieza. De hecho, en el DDT de este año Bernat explica una primera aproximación teórica: “És responsabilitat del teatre, un espai on els ciutadans són convocats per a reconeixer-se com a grup, recuperar el seu llinatge dionisíac i tornar a posar en escena el cos de l’espectador. Les noves tecnologies ens ho fan cada cop més proper tot i que les xarxes socials siguin la versió descorporeïtzada de l’espai teatral. Les ciutats necessiten tornar a introduir espais públics de contacte crític entre els ciutadans. I aquests espais no poden prescindir del cos que és l’espai primigeni del desig.” Esta afirmación no dista mucho de puntos de vista como los de Marina Garcés o Nicolas Bourriaud, que denuncian una progresiva conexión tecnológica entre los miembros de la sociedad que comporta a la vez un creciente aislamiento de los individuos, sobre todo a nivel físico.

Al inicio de la representación, sentimos un cierto alivio cuando los espectadores se prestan al juego de Bernat. Al fin y al cabo también podrían rechazar el papel de intérprete -no resulta infrecuente que los espectadores se resistan a la participación- y entonces la propuesta se vendría abajo.

Pero no, el todo está planteado con suficiente acierto como para que los asistentes se involucren en el juego y los papeles protagonistas quedan reservados para los más intrépidos. Estamos ante un público participativo que sigue entusiasta las instrucciones que van dictando los auriculares. Y las órdenes prosiguen sin pausa ni interferencia alguna. En consonancia con el texto de Roger, sin duda el movimiento suscita en el espectador momentos de placer, esa liberación corporal a la que el director alude en su texto y que surge de la danza en cualquiera de sus variantes.

Sin embargo al cabo de un rato intuimos que realmente se trata de repetir “La consagración de la primavera” y que la dinámica no va a variar mucho. Parece que bastantes espectadores siguieron las instrucciones desde el principio hasta el final y se divirtieron con la propuesta sin percibir nada más allá del juego. Es una posibilidad.

A mí, tras veinte minutos, me embargó una sensación de monotonía e incomodidad. La monotonía provenía de un mecanismo invariable. Por otro lado, la incomodidad tenía su origen en la autoridad que me sometía sin cuartel a través de los auriculares. Pero aquí tú eres el intérprete, así que si quieres hacer la pieza más interesante basta con modificar tu conducta. Si te molesta el autoritarismo, basta con desobedecer.

Naturalmente, no se puede desobedecer de cualquier manera. Al fin y al cabo soy un espectador responsable y no tengo interés alguno en hacer estallar el juego escénico. Sólo deseo cambiar los parámetros o hacerlo más complejo.

Así pues lo primero que se me ocurrió fue desobedecer las órdenes de mis auriculares y sumarme a las acciones de otro grupo de espectadores que recibían instrucciones a través de un canal de audio distinto. Esto resultó divertido, ya que te convertías en un impostor encubierto y sentías el placer de engañar a los demás sin que nadie lo supiera. También constituía un desafío, ya que debías imitar a los otros mientras los auriculares dictaban órdenes distintas y estabas sometido a una leve esquizofrenia. De tanto en tanto, un espectador cercano se percataba de que las voces que brotaban de tus auriculares eran distintas y te miraba con extrañeza.

Me recreé bastante en este juego cuando de repente me asaltó un dilema moral. Para desobedecer a la voz de los auriculares había “imitado” a otro grupo de espectadores. ¿Qué tipo de desobediencia es esa que se limita a rechazar las imposiciones del grupo asumiendo las de un grupo distinto? De inmediato surgió una analogía social, la del adolescente burgués que para rebelarse contra las normas de su estirpe adopta las normas de una tribu diferente y se hace “punky”, “hippy” o “gótico”.

Me fui a un rincón y, en un momento de vacío relativo, crucé el escenario a la pata coja, algo que difícilmente podría estar en la coreografía de Bausch. Una espectadora me lanza una mirada de sorpresa. ¿Una mirada censora, quizás? A pequeña escala, siento el aguijonazo que reciben invariablemente aquellos que no siguen el comportamiento que se espera de ellos. Como decía Sartre, el infierno son los otros.

Por otro lado, mi acción a la pata coja tampoco resulta satisfactoria para mí. ¿Acaso he ido demasiado lejos y estoy boicoteando la propuesta? ¿Acaso estoy desobedeciendo de una manera que atenta contra el espíritu del juego? A continuación, vuelvo a seguir las instrucciones de mi grupo pero esta vez intento diferenciar claramente la cualidad de mis movimientos. Si se trata de ondear los brazos, ondeo los brazos de forma entrecortada. Si hay que saltar, doy saltos minúsculos. De esta manera logro diferenciarme del grupo de manera sutil, pero eso tampoco me satisface del todo. Al fin y al cabo, en cierta medida todos nos diferenciamos espontáneamente de los demás en pequeños detalles.

Algo molesto ya, propongo a una amiga que irrumpamos en escena haciendo ese ridículo gesto de baile de los años sesenta que consiste en taparse la nariz y agitar la cabeza y el brazo como si estuvieses bajo el agua. Mi amiga se ríe de la ocurrencia, se pone los auriculares de nuevo y sigue con la coreografía que le dictan. No he encontrado cómplice, pero indirectamente he vuelto a manifestar que para desobedecer necesito el apoyo de alguien más para resistir la mirada controladora del otro.

Entonces tomo la decisión que quizás me resulta más gratificante. Cuando un grupo de espectadores forma un círculo sobre el escenario, corro a su alrededor por decisión propia. Por un momento he desobedecido sin ir en contra de la propuesta, incorporando algo que no estaba previsto y que enriquecía la coreografía porque parecía “apropiado” y “coherente” con los movimientos ajenos. Por un momento he sido libre y he logrado aportar algo a la sociedad. Por un momento tan sólo.

Cuesta encontrar un instante adecuado para repetir una acción semejante en lo que queda de coreografía. Por otro lado, a medida que pasa el tiempo me siento cada vez más incómodo, porque ningún otro espectador parece rebelarse contra la dinámica autoritaria de la voz de los auriculares. Un autoritarismo del que Bernat parece ser consciente en su texto cuando afirma que “la veu sense cos és només vehicle de poder”. Sin embargo Bernat tampoco puede hacer nada más para promover la revuelta. Si a través de los cascos insinuase la posibilidad de desobedecer indirectamente nos estaría dando permiso. Probablemente eso sería lo peor que podría ocurrir: una desobediencia controlada, instigada por la autoridad dentro de unos límites previamente acotados que serviría, como el carnaval, para garantizar el orden el resto del año.

De la indignación paso al horror y el último minuto de la pieza me pilla escribiendo en las pizarras laterales estas dos frases: “¿Por qué todos obedecen?” “¿Se puede ser diferente en medio de la multitud?”. Iba a proseguir, pero las luces se encienden y, como hay otra función después, nos ruegan que abandonemos la sala. Consternado, me doy cuenta que ninguno de los espectadores con los que hablo ha leído la pieza como yo. ¿Acaso soy yo y tengo un problema con la autoridad? ¿O bien la interpretación mayoritaria es síntoma de una sociedad que obedece ciegamente sin darse cuenta siquiera de hasta qué punto está aletargada?

Unos minutos después del final de la representación, “La consagració de la primavera” se ha convertido ya para mí en una auténtica pieza de terror. Resulta conocido el texto de Harendt sobre el juicio de Eichmann. El rostro del mal, uno de los máximos responsables de los campos de exterminio, era un simple funcionario que se limitaba a obedecer órdenes. Si bien en su texto Bernat denuncia que la educación actual “capacita els futurs ciutadans per sacrificar el seu cos per a les feines per a les quals han estat formats”, el sacrificio de la protagonista en su consagración de la primavera puede servir irónicamente para representar otro sacrificio aún peor. La autoinmolación de una sociedad donde nada se pone en duda.

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