En Tàrrega: Silere y Quim Bigas

johhny-cash

He estado en Fira Tàrrega. Aquí dos recuerdos:

SILERE: Terra condere

Terra condere es una adivinanza sembrada en un campo: ¿qué pudo haber habido en este lugar? Un páramo a la orilla de la carretera, donde trafican los camiones y los coches entre Tàrrega y Lleida. En un rincón del paseo, almendros, el fruto desvestido de su abrigo de terciopelo, la corteza dura y marcada por agujeritos, el tronco estriado, las hojas delgadas y temblorosas.

Me pongo bucólica, pero la propuesta de Silere no quiere dejarme en ese estado. Al subir al autobús, que nos ha recogido frente al cementerio de Tàrrega -un claustro espacioso con explanada de hierba en el centro, casi a la manera de los cementerios anglosajones; allí he visto el retrato de un matrimonio maduro el día de su boda tardía, muy contentos los dos-, nos han dado unas instrucciones muy claras, y nos han avisado de que debíamos dejar nuestras pertenencias. Al bajar, y sin mediar palabra, ni miradas, nos han agrupado, y nos han dado unos monos rojos para vestirnos. Nos habían indicado que siguiéramos las flechas, que guardáramos silencio, y también que atravesaríamos más de ochocientas paredes invisibles.

En el camino hemos encontrado intervenciones sobre el terreno, pistas para esa adivinanza -yo no sabía que aquello era una adivinanza y me preguntaba de qué me estaban hablando-: montículos con un hoyo pequeño para cada uno, y un audio escondido: “¿Qué tiempo hace hoy? Si el día estás despejado, podrás ver los Pirineos a lo lejos. Imagínate vivir en un lugar en el que la niebla te rodea todos los días”. O, después, un almendro partido, de cuyo tronco pende una regadera, que gotea exhausta. O un cuadrado de cemento con un NO FUTURE grabado, o un mensaje tensado entre los árboles que se duele de una herida infligida, que robará cuatro años de la vida del culpable. O cifras apuntadas en maderos que van saliendo al paso, 2014, 2006, algunos millones de euros, símbolos que no logro descifrar.

Cuando los seis grupos nos encontramos al final, en un claro entre los almendros, un megáfono nos ha dado la solución a la adivinanza. Qué proyecto estaba previsto para aquel terreno a las afueras de Tàrrega, y cómo los trámites se han ralentizado hasta detenerse por falta de presupuesto, y qué reclamaciones están pendientes por parte del Ministerio de Justicia, y qué relación guarda este espacio con un edificio de Barcelona donde se hacinan más de mil personas.

Con otro gesto nos conducen hacia el lugar donde nos quitamos los monos rojos, y después caminamos hacia el autobús, que parpadea al fondo. El sendero de regreso bordea un desnivel desde el que se ve la comarca, con sus gasolineras y su tierra baldía, hasta los Pirineos. Junto al camino corre un cable tendido, enredado en plantas con espinas.

MOLAR, de Quim Bigas

Molar como las tijeritas que hace John Travolta en el twist de Pulp Fiction. Molar como Elvis en “A little less conversation, a little more action”. Molar como Lauryn Hill en Sister Act 2. Quim Bigas reúne las baratijas cuyo fulgor nos ha estremecido en las últimas décadas y las lanza por los aires. El goce puro de un baile desenfrenado en la plaza del Ajuntament de Tàrrega, a los treinta y pico grados de la estepa leridana. Nosotros, los espectadores, al principio le rodeamos desconcertados: ¿adónde quiere llegar a parar este chico que suda la camiseta a las doce del mediodía entre niños y programadores acreditados?

Al día siguiente me encontré con Quim Bigas y me dijo algo así como que la pieza no le pertenecía, y tampoco su control.

El audio desgrana un rosario de títulos de libros de autoayuda para encontrar la felicidad. Quim contraataca y acabamos  comprendiendo que no vamos a ningún sitio. Se trata de estar aquí, y saber cuánto nos importa molar. Los niños saltan y estiran los brazos, extáticos. A diferencia de casi todos los demás, este espectáculo no da un rodeo para molar. Aquí se queda, hasta que deje de molar.

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