Macroteatro por la patilla

  No sé cómo me las compongo, que pásase mi vida en un continuo discreto, sin interpolar una mierda. Si hacía casi un mes andaba yo por las viejas calles de la Nueva España buscando donde hincharme a chilaquiles, ahora gasto dieta de nectarinas y paraguayas. Si el año pasado todo solo a mis estrechas morando en una madriguera de mala muerte, de esas de menos de treinta metros cuadrados, ahora danzando por estos mis corredores, de lo que se me antoja inmenso palacio. Y así con todo, que ya puede andar buscando Paco Lobatón a ese el hombre aristotélico, el del término medio, que llamaba el hombre prudente. Porque me paso mañanas y tardes entre modelos, buscando una variedad que minimice la suma de los cuadrados de las distancias a la muestra de todos los datos, y me doy con un canto en los dientes sí hay algún maldito puto punto que esté contenido en ella. Vamos, dicho vagamente, que eso del “promedio” es purita abstracción.  Pero bueno, mea culpa, será que soy hombre de excesos.

  Hacía justo una semana que había ido al teatro, a la Sala Triángulo, donde representaban una obra llamada “La realidad”, y aunque eso de que la oscuridad es luz detenida no me lo acabé de comer, porque un fotón o cualquier otra partícula nunca puede estar en reposo, sino que es sólo su ausencia (la luz se absorbe, se refracta o se refleja), salí muy satisfecho, por ser cosa entendible y currada, lo que es más que suficiente para un hombre lego en el arte del retablo. Así que me andaba con suma cautela por las calles de esta ociosa ciudad, temeroso de que alguna morralla me asaltase a la vuelta de cualquier esquina. Fue en la que traza “Loreto y Chicote” con “Corredera Baja de San Pablo”. Me habían invitado compañeros del curro, y como, a pesar de ser espíritu solitario, uno no puede dar largas eternamente, y menos tratándose de buena gente, había aceptado. Hice mis cálculos, me di una ducha bien larga y salí de Atocha para Malasaña. Trotaba sumido en prejuicios, lata en mano, blasfemias mascando. Luego habría de ratificarlos. ¡Válgame! -me decía- ¿Microteatro por dinero? A estos bien pronto les planto yo un macroteatro por la patilla en el local aledaño. Ya sabéis, por eso de la competencia desleal. Pero bueno, Primum vivere, deinde philosophari… ¡Si, la verdad, comer es lo primero! Pero nótese la clara distinción que hace el Estagirita: por un lado comer, y por otro filosofar ¡Bienaventurados los que puedan hacer de su pasión jornal!

  Llegué como siempre impuntual: demasiado temprano. En la calle se estaba debuti, que dicen los autóctonos. Soplaba ligerísima brisa otoñal, y yo escrutaba el ambiente en busca de alguna exótica mientras apuraba mi birra. Había algo de agitación y me preguntaba la causa. La gente parloteaba a la puerta sin cesar. Una a mi vera, verita, verita mía, ya se había clavado un par de impertérritos en dos frases, y yo me decía: ¡Aquí está la crema! Pronto di con la causa del revuelo: Pilar Bardem estaba a la puerta con su hijo. La verdad es que Pilar Bardem sólo me la pone dura en sus fotos de juventud, y su hijo nunca. Pero tenían pinta de buena gente, y como decía mi padre, eso es lo más importante. Llegaron los colegas y nos entramos al local. El ambigú cojonudo: mesitas en la entrada, barra bien larga y, rebasada la pantalla, pasillo hasta el fondo y baño abajo. La pantalla es cosa de carnicería, de yo a mi número y cuando me llamen, con la diferencia de que el solomillo es proteína de la güena, y lo que estamos a punto de ver inanición del alma.