Lázaro Rodriguez piensa y escribe sobre documentales.

Publicado originalmente aquí

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?

(Este texto fue escrito a partir de una invitación de Magaly Olivera para la revista del Festival de Documental Ambulante. La revista completa se encuentra en ambulante.org/revista/ )

Un día comprendió cómo sus brazos eran Solamente nubes

Luis Cernuda

He sido un entusiasta del documental durante muchos años, como espectador y hacedor, en el teatro he trabajado en sus fronteras desde 2006 con el grupo Lagartijas Tiradas al sol. También he escrito y hecho mucho por respaldar la potencia política del arte. Pero desde hace un tiempo siento un malestar, una inconformidad con mi trabajo y con cierto tipo de documentales, una serie de fricciones, roces y frustraciones que cada vez me son más difíciles de eludir.

Decido publicar estos pensamientos en este contexto porque considero que este espacio (la revista de uno de los festivales de documental más importantes del continente) es el natural para discutir lo que hacemos, para ponernos en duda y exponer nuestros desvelos.

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El campo del documental es muy amplio y soy consciente de que hago generalizaciones bruscas. Estoy claro de que me refiero sólo a cierto tipo de documentales, pero aun así me interesa ponerlos en foco, porque es precisamente ese tipo de documental el que se ha convertido en el hegemónico: el documental de denuncia.

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En 1830 se representó en el teatro «La Monnaie» de Bruselas, la ópera «La muda» que había sido prohibida por el rey Guillermo III. Se dice que a mitad de la ópera una arenga proveniente del escenario hizo que el público se levantara de sus asientos y saliera del teatro a expulsar a los holandeses dando paso al nacimiento del reino de Bélgica. Eso cuenta la leyenda.

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Una leyenda es una ficción que opera en el mundo como materia real y es por eso que «El dorado» aquel mítico lugar repleto de oro en este continente, tuvo consecuencias tangibles y rastreables en la realidad. Así mismo, son varias las leyendas que han construido la idea de que el arte es un instrumento eficaz para transformar la realidad política y social en un contexto dado.

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Históricamente una parte importante de la producción documental, está ligada a cierto linaje de artistas que trasladaron su compromiso político a las obras que realizaban. Prácticas artísticas que han intentado incidir en la realidad, transformarla. Aquel dicho de Brecht del arte no como espejo sino como martillo… etc.

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Hay una serie de frases hechas que se usan cotidianamente para justificar la existencia de los documentales: «son un espejo de la realidad», «son el lugar para contar nuestras historias», «son una forma de articular nuestra experiencia en el mundo», «representan la posibilidad de proponer otras narrativas». Hasta otras francamente desproporcionadas como: «un pueblo sin cine es un pueblo sin memoria».

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Pero más allá de conformarnos con estas consignas podríamos intentar responder: ¿Qué hace hoy el grueso de la producción documental? ¿Para qué hacemos documentales quienes hacemos documentales? ¿Qué queremos y qué conseguimos? y ¿Qué pretendemos que hagan quienes los ven con eso que intentamos o logramos generar?

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No pocos documentales buscan producir “indignación” en quien los mira y aquí radica un problema, a mi parecer, grave. Hay conceptos que tienen un signo político claro: la dignidad, por ejemplo, es un concepto cuya ampliación es un proceso eminentemente emancipador. Para cualquier persona en cualquier lugar, más dignidad es mejor que menos dignidad. La indignación, por el contrario, puede ser de derechas o de izquierdas, hoy están igual de indignadas las personas del movimiento #conmishijosnotemetas que muchas mujeres que marchan para denunciar los 11 feminicidios al día que hay en nuestro país. La indignación no es por sí sola un valor y contiene lo mismo un potencial coercitivo que uno libertario.

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De tanto abordarla, la indignación se convirtió en un género de consumo más. Así como las comedias románticas nos hacen sentir ciertas cosas que obedecen a cierta idea de mundo y las películas de acción nos hacen sentir otras, así los documentales que nos indignan funcionan igual, frente a ellos ya sabemos qué sentir y qué pensar. ¿Qué hacemos las personas que consumimos esos documentales con eso que nos producen? Pienso que muchos documentales están comenzando a funcionar como desactivadores de la transformación que pretenden instigar, domesticando el descontento y confinándolo a un catálogo de consumo donde hoy es un caso y mañana será otro.

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Cuando un caso tan terrible como el de Maricela Escobedo se vuelve parte del menú de derrota y olvido de las plataformas de streaming, podemos empezar a preguntarnos ¿Qué pretenden hacer los documentales y qué están haciendo realmente? ¿Qué es exactamente eso de abrir la conversación?

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Una abrumadora mayoría de los documentales están estructurados bajo los criterios dramáticos que describió Aristóteles en su «Poética»: fábula, personajes, unidad de acción, planteamiento-nudo-desenlace etc. Organizan la vida en los términos más tradicionales de la ficción y nos proponen leer la realidad bajo ese mismo esquema.

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El relato de ficción es una construcción intencionada, por lo que estamos acostumbradas a descifrar las ficciones en términos de causas y efectos, de medios y fines. Ya decía el Estagirita (siempre quise decirle así) que mientras en la Historia las cosas suceden unas después de las otras, en la ficción suceden unas en consecuencia de las otras. Pero al articular la «vida real» por medio de estructuras ficcionales típicas, surgen muchas fricciones éticas y conceptuales.

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Todas intuimos que para lograr un efecto dramático clásico hay que resaltar las características negativas en los villanos y disimularlas en las heroínas, intuimos que

demasiada complejidad impide leer la causalidad, presentimos que es mejor que el personaje tenga más obstáculos, que es mejor que le vaya peor y pierda un brazo o los dos. El tema es que en los documentales se trabaja con vidas de personas no con con personajes y si lo mejor para la película es lo peor para la persona, estamos frente algo así como un «conflicto de interés».

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Para decirlo simple: los términos dramáticos mediante los cuáles están estructurados muchos documentales son inmorales.

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El esquema de producción de buena parte de los documentales hacen que estos partan de una convicción, una opinión o una tesis; y que el rodaje sea el trámite para ilustrar esa certeza. Soy escéptico de que las obras de teatro y las películas deban ser vehículos para la difusión de convicciones políticas.

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Basta asomarse a las redes sociales o abrir cualquier periódico para corroborar que nuestras opiniones políticas son muy aburridas, son tan limitadas y genéricas que dan tristeza. Son repeticiones de repeticiones. Cansancios disfrazados de ardores.

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Así como hay juntas que pudieron ser un mail, hay tantos documentales que pudieron ser un tweet.

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Hay un lugar en el que el periodismo y el documental se tocan.
Tengo enorme respeto por el oficio de las periodistas, es bien sabido que quienes hacen periodismo en no pocas zonas del país se juegan la vida. Tal vez por eso me parece importante diferenciar los criterios del periodismo y los de la producción artística. Pienso que son esferas con distinto linaje, potencias, convenciones, procedimientos y valores.

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Hay que cuestionar una idea del documental que considera más importante leer el periódico que leer poemas.

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No considero que las prácticas documentales encuentren su terreno más fértil en intentar transformar el mundo a base de certezas, denuncias o convicciones.
Pero sí me parece que abordan de manera muy potente el territorio del dilema y de las distintas fuerzas que constituyen una tensión. Pero en un mundo que se nos presenta como dado o cerrado, los documentales tienen la capacidad de hacer manifiesto lo que no entendemos, lo que no sabemos. En recordarnos que comprendemos poco y que la vida es, sobre todo, una incógnita.

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En resumen, pienso que la potencia del documental está en desmantelar certezas y en abrir espacio al misterio.

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Excepciones aparte no considero que el teatro ni el cine sirvan para generar cambios concretos en la sociedad. Estadísticamente hablando si queremos transformar una realidad específica el hacer una obra artística no ha sido lo más eficaz.

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Ta vez haya que separar la práctica artística de la práctica activista. Porque el activismo funciona sobre convicciones y el arte no necesariamente. Cuando yo apoyo una causa como la despenalización del aborto, no me interesa hablar con los «provida», no quiero acercarme a su punto de vista porque no me interesa cambiar al mío. Tengo una convicción que busco defender.

Pero cuando me acerco al campo de lo artístico busco otras cosas: quiero descolocarme, intentar ver lo que no veía antes, busco cambiar.

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Pienso que dividir estos dos espacios, reconocer las potencias y limitaciones de cada campo haría más efectivas las luchas que realizamos por las causas que enarbolamos y también haría más rico el terreno de lo artístico que experimentamos, uno en el que podamos retomar las preguntas fundamentales, como aquella que se hace el poeta:

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?

Lázaro Gabino Rodríguez