Montevideo 5, el ritmo de la noche

por Elena López Riera

«Entonces, este personaje, alguien que se parece mucho a mi, alguien que podría ser yo mismo, señala algo en el horizonte. Algo que está más allá del río, más allá de las montañas, más allá del lago, más allá de la selva, un punto casi imperceptible, allí, muy lejos.
Y dice:
–  Donde hay humo, hay fuego. Donde hay fuego, hay alguien.
Y después, tras una pausa, tras este silencio, breve pero intenso, vuelve a subir a su caballo, y sigue el viaje, primero a paso lento, después cabalgando, cada vez más lejos, cada vez más lejos, cada vez más lejos.
Pero a la vez está cada vez más cerca, cada vez más cerca del humo, cada vez más cerca del fuego, cada vez más cerca del bosque, cada vez más cerca de alguien, cada vez más cerca, más cerca, cerca.»

Estoy aquí hoy, esta noche, el 25 de Enero en la sala Pradillo y no otra noche cualquiera. Estoy aquí diciendo esto para que me quieras. Estoy bailando para me quieras. Estoy siendo yo y estoy siendo todos los hombres. Porque esa noche, el hombre Víctor Iriarte, quiso hablar con los demás hablando de sí mismo ¿A caso hay otra manera?

Teju Cool escribió en Ciudad Abierta. “Hace demasiado tiempo que se nos enseña que la visión de un hombre hablando consigo mismo es un signo de excentricidad o de locura, hemos perdido totalmente el hábito de oír nuestras voces, como no sea en una conversación o protegida por una multitud vociferante. Pero un libro es una sugerencia de conversar: una persona le habla a otra, y en ese intercambio de sonido audible es o debería ser natural. Así que yo leía en voz alta, teniéndome como público, y daba voz a las palabras de otro.”

Leer en voz alta, decir lo que sientes en voz alta (o escribirlo, o filmarlo o escenificarlo). Decir. Escuchar tu voz, sacarla de una multitud vociferante o de una conversación íntima. Cuando tu voz es la voz de otro, cuando tu voz es la voz más íntima, la más secreta. Eso y no otra cosa debería ser un diálogo. Eso y no otra cosa debería ser un texto, una película, una escena teatral, una canción. Hablar de uno mismo para hablar con otro, para poder hablar de todo lo demás.

Yo te escuché. Te escuché a ti y también lo que le decías a Jonás y a Francesco que acababan de desaparecer en el bosque, y a La tristura y a todos los que estuvimos contigo esa noche. Yo soy todas las personas. Yo soy todos los animales. Yo soy todas las cosas, dijiste. Dijiste también: a veces necesito ser otro, cambiar de planes. Contaste la historia de una vida que podía haber sido la tuya, que lo fue. Esa vida que planeaste cuando decidiste ir a estudiar al sur de Francia. Esa vida que se bifurcó cuando al final cambiaste de idea, de planes y de identidad, y te fuiste a vivir a Barcelona. En ese preciso instante, ése que fuiste cuando te marchaste al sur de Francia, empezó a olvidarse de que existías.

Ya sabes, la gente se olvida, es una de las violencias inherentes con las que vive el ser humano. La gente. Una de las violencias que lo hace tan brutal y tan vulnerable al mismo tiempo, que lo desgarra progresiva y doblemente. Y siguió caminando, intentando ligar con bromas como de otro tiempo, de otro lugar, de otro hombre. Lo conocí hace ya tiempo, era un tipo simpático, pero perdió su acento, mezclaba las palabras, pronunciaba galicismos, y además, bailaba mucho peor que tú.

Se debió olvidar de todo, menos de lo de Montevideo.

Un día hablamos de películas imaginadas, de esas que se desean sólo imaginando que existen, sintiendo crujir sus pasos sobre la tierra, como también se desea a los hombres invisibles. Ayer hablé de esto recordando tus palabras y pensando en las ilusiones perdidas de Jonás Trueba y en esa película cuyos pasos escuchamos aunque no pudiéramos ver. El domingo, en Montevideo, deseamos ver esas fotos en las que ibas vestido de vaquero, de médico, la foto en la que aparecías en una camilla junto a un chimpancé. Deseamos con toda la lujuria ver The Last Picture Show, Lost Higway, El espíritu de la colmena, L’avventura, como no la habíamos hecho nunca antes, a pesar de haberlas visto tantas veces. Porque sólo nos diste algunas pistas, algunos sonidos. Porque sólo indicaste sus huellas en el bosque.

Cierra los ojos. ¡Ana! ¡Ana! ¡Aaaaaana!

Los cierro. Abro los ojos y todo está oscuro. Esto es buscar a alguien, dijiste. Y entonces nos estremecimos de miedo y de vergüenza. No nos atrevimos si quiera a mirarnos entre nosotros. Esto es buscar a alguien, dijiste. Y yo deseé más intensamente que nunca llamarme Ana y salir corriendo, no para escapar sino por el deseo de que alguien viniera a buscarme. Llamarme Ana y descubrir mi nuevo nombre tallado sobre la corteza de uno de los árboles de ese bosque en el que te desvaneciste, envuelto en humo como un prestidigitador. Porque algunas veces, yo también necesito ser. Otro. Otra. Cerrar los ojos y sentir que gritan mi nombre y que no soy yo, esta vez, la que corre persiguiendo a alguien.

El hombre invisible. El que se fue al sur de Francia. El niño disfrazado de las fotografías. Todos los hombres que se dieron cita el domingo en Montevideo, se cruzaron, se superpisieron y declamaron en voz alta, hablando consigo mismos y con los otros. Pero sobre ellos, hubo uno al final, uno que se deshizo de los todos los disfraces, de todas las capas, de todos los hombres que quiso ser y de los que se olvidaron que habían sido él. Fue al final, Víctor Iriarte, el que surgió del bosque montevideano (ese bosque que había sido los Años 90 y que había sido también el bosque de las ilusiones) y terminó su pieza invocando a Denis Lavant (No al de Boy Meets Girls del que hablamos ayer sino el de 35 Rhums) Hablándonos a los ojos, hablando de él con más determinación que nunca, hablando de nosotros. Fue él, y no otro, quien dijo que estaba allí para querernos. Para que le quisiéramos. Y entonces el acto más sencillo, el más primitivo, el más inocente, se convirtió, por arte de magia, en el más revolucionario y ya no quisimos cerrar los ojos hasta que amaneció.

Porque el ritmo, la vida, tu vida, mi vida, la noche. Porque el ritmo de la noche, de tu noche, de mi noche. La noche, el ritmo, la noche-el ritmo-la vida. Nos sacó bailando de Montevideo hacia Madrid en un estrépito que duró hasta que despertamos.