El sur de Europa. Días de amor difíciles

Elena López Riera

¿Seremos capaces de bailar, ahora que todo el mundo está triste, ahora que ya nadie nos necesita, sólo por el placer de ir a contracorriente?

La primera vez que oí esta frase, hace ya más de un año, en el estreno de El sur de Europa. Días de amor difíciles sentí la tierra temblar bajo nuestros pies. Primero fue la perturbación, después la rabia. Quisimos salir de allí y correr hasta que nos desintegráramos, hasta que ya no quedara de nosotros más que la incertidumbre. Quisimos desgarrarnos y empezar a querernos de nuevo, ésta vez un poco mejor de lo que lo habíamos hecho. Pero siempre y a cada paso, irrumpía esta frase de manera implacable: ¿Seríamos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesitaba?

Hace unas semanas La tristura nos convocó en la sala Pradillo para celebrar 10 años de vida. Nos convocó como se convocan las revoluciones, los amantes y los fantasmas, usando un pretexto cualquiera para llegar a otro lugar. Hoy, por fin, sabemos que lo que allí sucedió durante esos días fue mucho más que un acto de celebración. Fue el principio de un futuro virgen y asumido, fue la conjura de la fuerza, la intersección de las cosas que se quieren olvidar, de lo que se calla y de lo que a veces se escupe.

Durante esos días hablamos de amor y hablamos de política (si es que a caso uno puede pensarse sin la otra), seguimos bailando la música de Europa; aunque estuviera rota o dispersa, aunque ya ni siquiera fuera nuestra.

La música de Europa se quebraba, y sin embargo, nosotros seguíamos bailando. Bailando, bailando, bailando.

Las vidas que no se sostienen con actos son basura, le dice el chico a la chica en la primera parte de la obra. Aún no los vemos, sólo intuimos sus cuerpos. El motor de un coche, niebla, el ruido del mediterráneo al fondo. El chico ha vuelto para decirle a la chica que aún la quiere, para comprobar que nada ha cambiado desde que él se fue. Que sus vidas (compuestas por actos repetidos un millón de veces, por gestos copiados de cuerpos ajenos, por los besos que otros se daban en las películas) no podían ser una basura. Que ellos no, no estaban haciendo playback. Que si cantaban, lo harían de verdad. Hasta desgarrarse las entrañas.

Algo así se decían un chico y una chica, que se encuentran después de mucho tiempo para demostrarse que no se parecen en nada a aquello que dijeron que serían. Para decirse que aún se quieren. Para mentirse brutal y necesariamente (¿Existe otra manera?). Y esas dos voces, de repente, fueron también las nuestras.

Un dos tres. Shhhh. Escucha. Un dos tres. Sígueme. Un dos tres. El mar.

Estoy aquí, cantando mientras todo se hunde. Estoy cantando mal. Estoy cantando para molar. Cantando para no besarte. Besándote. Cantando para cambiar el mundo. Estoy cantando como el acto más primitivo, el más bello, el más salvaje y el más revolucionario.

Un dos tres. Un paso a la izquierda, dos pasos a la derecha. Un dos tres. Chasquido de talón. Un dos tres, los edificios se desmoronan. Vuelta y media. Un dos tres, las olas del mar quieren tragarnos. Vuelta entera. Un dos tres salto con impulso. Un dos tres. El amor. Un dos tres. El miedo, los temblores. Un dos tres. Joe Crepúsculo. Un dos tres. Johnny Guitar. Un dos tres, sobre todo sigue bailando, no pares, agárrame fuerte la mano.

Un dos tres. Miénteme, dime que nosotros no tenemos la culpa.

Pero no dices nada y ya sólo escuchamos los pasos de un baile que se va aplacando mientras cae el telón, al acabar la noche, y pienso que éste podría ser el retrato de nuestra generación: determinada y melancólica, pero no decadente. Cubierta de oro y de mierda. Una generación feroz.

Después, el silencio. Aparece una mujer arrastrándose sobre una escalera de terciopelo y coge un teléfono. Ciao amore, sonno Chiara. Y su voz suena como la más antigua del Mediterráneo. Chiara se instala en el aire como un temblor eléctrico y susurra ¿Qué se dirá dentro de 100 años de España, de Italia? ¿Qué se dirá de Europa?

Callo. Sigo sin poder dar una respuesta a un pasado que nos llega roto, pero mis pies empiezan a moverse y me pregunto qué pasará si de verdad todo se hunde, que pasará cuando nos hayamos consumido la garganta, el vientre y las entrañas. Cuando ya no quede más de nosotros, que nuestros cuerpos febriles. Que pasará, si de verdad un día, dejamos de bailar.

Y sólo ahora, sólo hoy, después de muchos bailes, estoy segura de que ése sería el auténtico final. La desintegración.

 

 

 

El quinto invierno

Elena López Riera

El ciclo que La tristura organizó para celebrar su décimo aniversario (un aniversario que fue en parte, un canto a los primeros pasos, a los primeros actos, a las primeras convicciones) se selló con la presentación de la última pieza de El canto de la Cabra tras un tiempo ausentes de la escena madrileña. El suelo negro horadado de tijeras, una langosta apostada en una lámpara, una mujer con los ojos vendados, el ruido de mil canicas deslizándose. Ésa fue la participación de El canto de la cabra a aquéllos días intensos de La Pradillo, una toma de posesión determinada, una declaración de principios generacional (Y sí ¿Por qué no iban a estar ellos en el mismo sitio que nosotros?).

Empezamos escuchando una voz que hablaba de un invierno en el exilio, de Ávila, de perros que rodean una casa muy grande, del campo. De cómo se ven las cosas desde el otro lado, de pasar las mañanas en un lugar donde no se oyen los coches. Del quinto invierno. De repente la imagen de una cafetera gigante irrumpe la pantalla y sólo vemos las manos de una mujer y las manos de un hombre, una caja de tabaco de liar y el trabajo de la creación como un desayuno, la intimidad como trabajo. Quizá, y por qué no, también el amor por las mañanas.

En su texto de presentación para esta pieza, Elisa y Juan escribieron: «El momento que atravesamos no se parece en nada al lugar en el que estamos. Los cuatro cachorros que han visto cómo dos perros destrozaban a su madre siguen vivos, juegan, juegan todo el rato. La vida, esa cosa que queremos tener cuando se nos escapa, nos está dejando en blanco” y sus palabras, podrían haber sido las de cualquiera de los que nacimos después de la dictadura. Las repito muchas veces seguidas y pierden sus significado. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. La vida nos está dejando en blanco. Y no sé si la idea de que todas las vidas se repiten a lo largo de la historia me aterra o me tranquiliza.

Después me acuerdo de un pasaje de Pedro Páramo en el que un padre llevando a su hijo a hombros en una noche muy cerrada, le pregunta si puede oír a los perros. El hombre más viejo no puede oír durante el camino porque las piernas del hijo le tapan las orejas. Que un padre le pregunte a un hijo si puede oír a los perros susceptibles de desgarrarles las entrañas, es como decirle que él también tiene miedo a la muerte. A los malos. Es como admitir que la suerte de los padres y de los hijos se repite a través de los tiempos, de las generaciones. Pero el hijo no (nunca) oye a los perros. No sé por qué hablo de Rulfo para hablar de El quinto invierno, pero creo que algo parecido pensé cuando la voz del hombre en el teatro hablaba de una vida que se escapa y también cuando hablaba de cachorros.

En 2009 cerraron su espacio escénico tras 18 años de vida negando el cansancio con una nota en la que decían que les habían dado por muertos y por culo. Hoy la he leído para escribir este post y he pensado que es una manera más que elocuente de resumir el estado de la creación contemporánea madrileña. De la oficial y de la oficiosa, de esa ciudad capaz de provocar todos los amores y todos los odios. Después de esto, El quinto invierno, me parece un título distinto y siento un poco más de frío que cuando los vi en la sala Pradillo, a pesar de que algunos dicen, que ya es primavera.

 

 

 

Mañana vendrá la bala

Elena López Riera

Escribo esto desde una ciudad Europea, una cualquiera. Una de ésas que ahora me parecen tan lejos de Madrid, tan lejos de todos nosotros; y me escucho preguntándote, si seremos capaces de bailar cuando se acaben las ciudades, cuando todo esté arrasado. Y tú, que no estás aquí, que no estás en ninguna parte, me respondes con las palabras de otro: «nunca empezar desde los buenos, viejos tiempos, sino desde éstos, miserables».

La chica le habla al chico sobre su miedo al suicidio y luego se ríe. Y pienso que todas las películas deberían empezar así, como la vida (nosotros, los más tontos, los que parecemos siempre dormidos, lo sabemos),  con la explosión de ese instante sublime, como un movimiento constante entre lo trágico y lo ridículo. Las ganas de reír tapizada con las ganas de besarte. Con el deseo inevitable de desaparecer. Con el amor, con la muerte. Con esas ganas precipitadas de bailar hasta morir.

Mañana vendrá la bala y con la bala vendrá el olvido. Vendrá el olvido. El olvido. Y pienso que ojalá viniera para arrancarnos todo lo que hicimos, lo que aprendimos, lo que nos hicieron creer. Para olvidarnos de los tiempos que vendrán, de esas caras que tendremos dentro de unos años, de los pies cansados, de las decepciones, de la oscuridad que no han parado de anunciarnos desde que tenemos memoria. Hoy quisiera que viniera el olvido pero sólo ha venido la bala. Y aquí está. Y la bala son ellos dos corriendo en la noche, escapando por las esquinas de una ciudad desierta, marcando el ritmo del apocalipsis a golpe de pasos robados. Huyendo. Deshaciendo el camino que otros marcaron para ellos. Sembrando la furia por las esquinas.

La bala son ellos dos y somos nosotros. Todos nosotros. Y entonces pienso que deberíamos dejar de hablar de amor, pienso que siempre hablo de amor y me propongo firmemente hablar de la guerra. Veo al chico y a la chica correr, perseguirse, huir de los malos y me digo que a partir de ahora hablaré sólo de guerra. Y entonces me doy cuenta de que no hay ninguna diferencia.

Las calles de esta ciudad están llenas de basura, de huellas de cadáveres, de noche. Las calles están llenas de mierda y de silencio. Algunas veces se escuchan los disparos, se siente la pólvora, pero eso no es la más grave. Lo más grave es el miedo, siempre el miedo. Ese miedo idiota y aniquilador que ha conseguido acabar con nuestros pasos, con nuestros besos, con nuestras ganas de salir corriendo y arrasarlo todo. Ese miedo que ha convertido las calles en salidas de emergencia, en ruinas prematuras, en lugares donde ya no se puede bailar. Y me digo que deberíamos pensar el principio de siglo como el miedo que ahogó el ruido, que aplacó la furia.

Mañana vendrá la bala es una película furiosa porque existe contra la voluntad de los otros. Es una película que existe cuando nos han dicho que nosotros ya no tenemos nada que decir, que no supimos hacer la revolución, que somos una derivación de lo frívolo, que ni siquiera llegaremos un día a ser malditos. Esta película se ha hecho con 4 personas y la cámara de un teléfono, se ha formulado desde la furia, como el canto desesperado de quienes no quieren ir a dormir. Desde el gesto más urgente: el de una generación que no quiere asumir la derrota, ahora que los otros dicen que ya nada merece la pena. Que ya lo hemos perdido todo, hasta el derecho a contarnos.

Rafa y Jimena son el chico y la chica que huyen de los malos por la noche como si la única salida posible fuera seguir corriendo y corriendo hasta la extenuación: No volver a casa hasta caer rendidos, perderse en la noche,  entre los árboles, los adoquines, los karaokes. Mañana vendrá la bala es un homenaje a los estados de excepción, a las economías de guerra, al amor en los minutos previos al apocalipsis. El chico y la chica hablan de invasores, de la gente triste del medio día, de la diferencia entre pasear (por placer) y deambular (porque se te cae la casa encima), y entonces todos sus movimientos y con ellos, también los nuestros, se convierten en un acto revolucionario. El chico y la chica hacen mucho ruido y entonces me doy cuenta de que el ruido es la única manera de vencer, de que si seguimos bailando, si contradecimos las órdenes de aquéllos que quieren someternos, si no aceptamos esta nueva condición de fantasmas endebles, de niños pijos sin oficio ni beneficio, si no aceptamos ser el final de una raza, quizá, todavía haya una salida.

Te llamo para decírtelo, aunque ya hace demasiado tiempo que no hablamos y no sé si vas a contestar. Te llamo y te digo sólo esto: no digas nada. No quiero que digas nada. Salgamos a bailar. Sígueme hasta el final de noche. Sígueme hasta el final de mi locura. Y aunque tú sabes que es sólo la letra de una canción muy vieja, obedeces. No dices nada y empiezo a escuchar tus pasos sobre el suelo. Son los primeros sonidos del baile y entonces comprendo que ha empezado el viaje.

¿Pero seremos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesita? (pregunta La tristura en el El sur de Europa). Y entonces el acto más sencillo, el más primitivo, se convierte en el más revolucionario. Te acercas a mi oído y me dices con una voz muy suave pero muy determinada: Ahora es cuando bailaremos hasta desaparecer y ésa será nuestra revolución.

 

 

Materia prima

¿Cómo éramos al principio? ¿Quién se acuerda?

El sábado escuchamos con la respiración entrecortada algunos de los textos más hermosos que se han escuchado durante estos días de exposición salvaje en la sala pradillo. “Al principio, vivíamos a golpes. Llego y te digo. Necesito una formación ¿puedes dármela? Y entonces empezamos a golpearnos. Llegará un día en el que alguien dirá: se han acabado los golpes ¿alguien sabe por qué? Pero no lo sabremos y empezaremos a golpearnos otra vez. Estamos juntos porque estamos en vuelo. Los vencejos tienen las patas muy débiles. Y cuando se posan, se las quiebran. Somos vencejos y debemos volar sin detenernos porque el mundo nos ha prometido que nuestras patas se quebraran cuando nos posemos.”

Ginebra tienen 9 años la primera vez que interpreta este texto. Está a un lado de la sala cuando lo hace, pero yo me imagino que lo hace mirando a cámara, en fin, mirándome a mí. Y que habla de nuestra primera hostia, que habla del momento preciso en que empezamos a hacernos daño, que habla de un vuelo inconsciente emprendido un día y que dura ya demasiado tiempo. Y entonces, las palabras que salen de ese cuerpo que está tan lejos de los nuestros, se convierten en las más brutales que hayamos escuchado jamás.

La tristura encontró a Siro, Gonzalo, Candela y Ginebra cuando tenían 9 años, y los miraron de frente. No como si fueran sus superiores, como si sus cuerpos y sus recuerdos de adultos pudieran enseñarles algo del camino que les quedaba, sino al  tratando de imaginar que eran simplemente las mismas personas en momentos distintos. Ser uno en la piel del otro, en un cuerpo ajeno, más pequeño, más flexible, y sin embargo… Sin embargo saber que ese cuerpo de 9 años, de 10 años y hasta de 12 años está tan manchado de historia como éstos, ya un poco cansados, de 30. Que el cuerpo del padre, está tan manchado como el del hijo y que, como el padre, no sabremos dónde estaremos dentro de 10 años. Que no sabremos hacerlo mejor, porque así lo ha escrito la historia.

Supongo que en algún momento de la vida a todos nos gustaría encontrar ese último instante de pureza, en el que la belleza es imperturbable y las palabras te hacen daño de una manera muy distinta a la de ahora, en el que todavía no estamos rotos. Ese momento en el que la fragilidad no representa una amenaza, y todavía podemos creer que todo saldrá bien. Ese momento en el que nunca serás objeto de la culpa. ¿A caso alguien puede imaginar que un niño se convertirá en un artista, un banquero o un asesino? ¿Podemos realmente ponernos en su piel cuando la memoria tiene ese implacable mecanismo que nos obliga a olvidarlo casi todo y a guardar sólo las cosas que nos hacen daño?

En una de mis películas preferidas de todos los tiempos, Mes petites amoureuses, de Jean Eustache, el director intenta apropiarse del momento más inaprensible, quizá el más misterioso de la vida. Ese momento en el que de manera imperceptible se pasa de la infancia a la adolescencia. El larguísimo verano. Ése que definirá el resto de tu vida, el que marca el primer atisbo de cansancio, el primer golpe consciente. Ese instante fugaz, en el que un gesto sobre la piel, se transforma en caricia. Cuando el sábado vi Materia prima por primera vez, no pude parar de pensar, como cuando vi la película de Eustache, que ese gesto casi imperceptible, esa hora y media en que los niños-adultos bailan, se pelean, se anuncian traiciones, amores, noches infinitas, se reprochan cosas que si quieran sospechan que sucederán, era el gesto más importante de la historia. Siro, Gonzalo, Ginebra y Candela nacieron en el año 2001, “cuando el mundo no sabía nada de ellos, pero ya los estaba esperando”. El momento preciso en el que terminó el siglo en que nacimos, en el que cayeron las torres gemelas, en el que empezamos a traicionarnos. El sábado durante la representación de Materia prima, las voces y los cuerpos de 12 años, fueron sin duda, el gesto histórico más determinante, el que nos hace pensar que el vuelo (hasta el de los vencejos) es discontinuo. El que confirma que un día terminaremos quebrándonos las patas.

Cuando salimos del teatro el sábado, lo hicimos en silencio como casi todos estos días. Quise preguntarte si era posible parar, posarse aunque con ello se nos quebraran las patas y el alma. No te pregunté dónde estaríamos dentro de 10 años porque dentro de 10 años es ahora. Porque esa pregunta nos la hacíamos cuando aún volábamos. Cuando éramos más sanos, más estúpidos y menos frágiles, cuando todavía nos hacíamos esa clase de preguntas.

 

 

 

 

El conde de Torrefiel. Observen como el cansancio derrota al pensamiento

por Elena López Riera

La primera imagen es la imagen un árbol, la segunda es la imagen de una línea negra pintada sobre un fondo blanco. Las dos imágenes corresponden a cuadros de esos que cuelgas en tu casa, que tus padres cuelgan en tu casa. Ambas son imágenes abstractas, pero una es más desafiante que la otra. El árbol, aunque sea igual de poco definido, aunque no contenga en su propia figura una explicación, aunque no seamos capaces de descifrar su significado ni su paisaje, resulta una imagen familiar, y por lo tanto, menos sospechosa de amenaza. La línea negra, insondable, aislada, es indicadora de todas las posibilidades, de todas las amenazas. Es la imagen incisiva de un pensamiento minimalista, de una expresión que resume el pensamiento complejo de lo desconocido.  Es el miedo. Es la sugerencia velada. Es el amor. Es la muerte. La línea puede llegar a ser, incluso, un espejo. Y eso, eso sí es peligroso.

Al tiempo que el Conde de Torrefiel formulaba esta teoría sobre las imágenes, el arte abstracto y el interiorismo familiar, 6 tíos se peleaban contra una canasta. 6 tíos aislados como esa línea negra, ponían en escena la progresión del cansancio más inmediato, el más empático, el más inteligible: el cansancio físico. El cansancio de los jugadores de baloncesto, que trazaban trayectorias aleatorias sobre una superficie blanca, indicaba como esa línea negra, un gesto minimalista y a su vez, complejo. Indicaban la amenaza del cansancio. El inmediato, el físico, pero también todos los otros cansancios que nos hacen envejecer precipitadamente, que hacen que todo se convierta en una “puta mierda”. Y el cansancio del jugador de baloncesto, se convirtió en el espejo de todos nuestros cansancios.

Cuando era pequeña nunca jugaba al baloncesto. En realidad nunca jugaba a ningún deporte porque era torpe o porque ninguno de mis compañeros me escogía para sus equipos. O por las dos cosas, vaya usted a saber, las capacidades de la crueldad infantil son infinitas. Unos minutos antes de la adolescencia (algún año, meses, quizá. También el tiempo en la postinfancia es infinito) me apunté al equipo de balonmano del colegio, así no tendría que esperar a que mis compañeros eligieran equipos. Pero tenía las manos demasiado pequeñas para coger el balón (tengo el bizarro record de manos pequeñas entre todas las personas adultas que conozco) y sólo me sacaron a jugar en un partido dos veces en todo el tiempo que estuve allí. Me cansé de que nadie me sacara a jugar y abandoné el deporte para siempre. Nunca lo había pensado, pero seguramente ésa fue la primera vez en que tuve consciencia del cansancio. De que el cansancio era sinónimo de la derrota, era sinónimo de abandono. Y ése fue, seguramente, el principio de lo que soy hoy. Ayer, una voz en los auriculares preguntó ¿Por qué a los 15 años dejas el deporte y empiezas a fumar?

El conde de Torrefiel habló de muchas cosas diferentes. Habló de amor, habló de arte, habló de cosas inexplicables como el exceso de los valencianos, el exilio, las familias, el amor, Europa. Las familias son como cromos que se repiten. Siempre y todas las familias son la misma, repetida. “¿Bajas en nochebuena al pueblo?” Bajar al pueblo, esa formulación gramatical imposible del levante, otra condición inexplicable del cansancio que empiezas a sentir con 14 años. Cuando dejas el deporte por los porros, cuando vives en un pueblo donde todo está demasiado lejos. “La familia es la representación a pequeña escala del desastre del mundo”. Y seguían los tiros, o los intentos de tiros y se iba acumulando el sudor y la humedad. Y los tiros eran a veces canastas, y a veces eran hostias y a veces recuerdos demasiado parecidos a los nuestros. Porque los tiros siempre son balas que van a matar, se disparen desde donde se disparen.

Contar España ¿quieres que te cuenta algo de España? Contar España como el negativo. Como aquello que no es todo lo demás. Como aquello que no es Europa y entonces…Entonces contar Europa haciendo la lista de los fascismos que la gobernaron. Alemania 12 años. Italia 21 Años. Francia 4 Años. España, 40 años de fascismo. ¿Y cómo quieres que vivamos después de eso? ¿Cómo quieres que las familias, los colegios, los curas y la gente que deambula por la calle haya cambiado después de un cáncer de 40 años? Y por eso las familias son la escala de todos los desastres, de todas las pestes y por eso todos los cromos se repiten. Los de las familias y los de la historia, y ahora sólo estamos esperando a que este fascismo esté tan cansado como nosotros y a que venga otro. Repetido. Repetir hasta que nos cansemos. Hasta que nos vayamos agotados.

¿Has pensado alguna vez en marcharte de tu país? Cuando tu país es España. La marca España, eso que llaman España, el contenedor de 17 negociaciones autonómicas de la transición o todo lo que no es Europa. ¿Te gustaría irte de aquí? ¿A cuánta gente conoces que ya se haya ido de aquí? London Calling. La gente se va a Londres siempre porque está triste,  porque piensa que no tiene un sitio mejor al que irse, porque parece que en Londres se llora mejor porque está gris y hace frío y porque los ingleses te tratan siempre mal y entonces las ganas que ya traías de llorar se vuelven más intensas. Más sentías. Y tu pueblo, ese pueblo español o lo que sea, que antes parecía muy pequeño ahora te parece más grande y sigues sin querer volver ni siquiera bajar para nochebuena o para las fiestas de moros y cristianos, pero tampoco quieres estar en Londres. Entonces…Entonces es ya el s. XXI y te vas a Berlín. Berlin Calling.

¿Por qué todo lo importante ocurre a los 15 años? Como el amor, como la política, como el cansancio. El amor, mientras los vimos sudar y encestar o fallar los triples, sus voces hablaban del amor. ¿Cómo describirías el amor? Contradictorio, difuso, y excesivo. Proyectarse en el otro y olvidarse de uno mismo. ¿Y cómo describirías tu primer beso?

Mierda. Y a lo mejor ese primer beso de mierda, coincide con el primer síntoma de cansancio a los 14 años. Ese día que no te apetece salir de casa y lo que parece una siesta banal, se convierte en el primer trazo del resto de tu vida.

Montevideo 5, el ritmo de la noche

por Elena López Riera

«Entonces, este personaje, alguien que se parece mucho a mi, alguien que podría ser yo mismo, señala algo en el horizonte. Algo que está más allá del río, más allá de las montañas, más allá del lago, más allá de la selva, un punto casi imperceptible, allí, muy lejos.
Y dice:
–  Donde hay humo, hay fuego. Donde hay fuego, hay alguien.
Y después, tras una pausa, tras este silencio, breve pero intenso, vuelve a subir a su caballo, y sigue el viaje, primero a paso lento, después cabalgando, cada vez más lejos, cada vez más lejos, cada vez más lejos.
Pero a la vez está cada vez más cerca, cada vez más cerca del humo, cada vez más cerca del fuego, cada vez más cerca del bosque, cada vez más cerca de alguien, cada vez más cerca, más cerca, cerca.»

Estoy aquí hoy, esta noche, el 25 de Enero en la sala Pradillo y no otra noche cualquiera. Estoy aquí diciendo esto para que me quieras. Estoy bailando para me quieras. Estoy siendo yo y estoy siendo todos los hombres. Porque esa noche, el hombre Víctor Iriarte, quiso hablar con los demás hablando de sí mismo ¿A caso hay otra manera?

Teju Cool escribió en Ciudad Abierta. “Hace demasiado tiempo que se nos enseña que la visión de un hombre hablando consigo mismo es un signo de excentricidad o de locura, hemos perdido totalmente el hábito de oír nuestras voces, como no sea en una conversación o protegida por una multitud vociferante. Pero un libro es una sugerencia de conversar: una persona le habla a otra, y en ese intercambio de sonido audible es o debería ser natural. Así que yo leía en voz alta, teniéndome como público, y daba voz a las palabras de otro.”

Leer en voz alta, decir lo que sientes en voz alta (o escribirlo, o filmarlo o escenificarlo). Decir. Escuchar tu voz, sacarla de una multitud vociferante o de una conversación íntima. Cuando tu voz es la voz de otro, cuando tu voz es la voz más íntima, la más secreta. Eso y no otra cosa debería ser un diálogo. Eso y no otra cosa debería ser un texto, una película, una escena teatral, una canción. Hablar de uno mismo para hablar con otro, para poder hablar de todo lo demás.

Yo te escuché. Te escuché a ti y también lo que le decías a Jonás y a Francesco que acababan de desaparecer en el bosque, y a La tristura y a todos los que estuvimos contigo esa noche. Yo soy todas las personas. Yo soy todos los animales. Yo soy todas las cosas, dijiste. Dijiste también: a veces necesito ser otro, cambiar de planes. Contaste la historia de una vida que podía haber sido la tuya, que lo fue. Esa vida que planeaste cuando decidiste ir a estudiar al sur de Francia. Esa vida que se bifurcó cuando al final cambiaste de idea, de planes y de identidad, y te fuiste a vivir a Barcelona. En ese preciso instante, ése que fuiste cuando te marchaste al sur de Francia, empezó a olvidarse de que existías.

Ya sabes, la gente se olvida, es una de las violencias inherentes con las que vive el ser humano. La gente. Una de las violencias que lo hace tan brutal y tan vulnerable al mismo tiempo, que lo desgarra progresiva y doblemente. Y siguió caminando, intentando ligar con bromas como de otro tiempo, de otro lugar, de otro hombre. Lo conocí hace ya tiempo, era un tipo simpático, pero perdió su acento, mezclaba las palabras, pronunciaba galicismos, y además, bailaba mucho peor que tú.

Se debió olvidar de todo, menos de lo de Montevideo.

Un día hablamos de películas imaginadas, de esas que se desean sólo imaginando que existen, sintiendo crujir sus pasos sobre la tierra, como también se desea a los hombres invisibles. Ayer hablé de esto recordando tus palabras y pensando en las ilusiones perdidas de Jonás Trueba y en esa película cuyos pasos escuchamos aunque no pudiéramos ver. El domingo, en Montevideo, deseamos ver esas fotos en las que ibas vestido de vaquero, de médico, la foto en la que aparecías en una camilla junto a un chimpancé. Deseamos con toda la lujuria ver The Last Picture Show, Lost Higway, El espíritu de la colmena, L’avventura, como no la habíamos hecho nunca antes, a pesar de haberlas visto tantas veces. Porque sólo nos diste algunas pistas, algunos sonidos. Porque sólo indicaste sus huellas en el bosque.

Cierra los ojos. ¡Ana! ¡Ana! ¡Aaaaaana!

Los cierro. Abro los ojos y todo está oscuro. Esto es buscar a alguien, dijiste. Y entonces nos estremecimos de miedo y de vergüenza. No nos atrevimos si quiera a mirarnos entre nosotros. Esto es buscar a alguien, dijiste. Y yo deseé más intensamente que nunca llamarme Ana y salir corriendo, no para escapar sino por el deseo de que alguien viniera a buscarme. Llamarme Ana y descubrir mi nuevo nombre tallado sobre la corteza de uno de los árboles de ese bosque en el que te desvaneciste, envuelto en humo como un prestidigitador. Porque algunas veces, yo también necesito ser. Otro. Otra. Cerrar los ojos y sentir que gritan mi nombre y que no soy yo, esta vez, la que corre persiguiendo a alguien.

El hombre invisible. El que se fue al sur de Francia. El niño disfrazado de las fotografías. Todos los hombres que se dieron cita el domingo en Montevideo, se cruzaron, se superpisieron y declamaron en voz alta, hablando consigo mismos y con los otros. Pero sobre ellos, hubo uno al final, uno que se deshizo de los todos los disfraces, de todas las capas, de todos los hombres que quiso ser y de los que se olvidaron que habían sido él. Fue al final, Víctor Iriarte, el que surgió del bosque montevideano (ese bosque que había sido los Años 90 y que había sido también el bosque de las ilusiones) y terminó su pieza invocando a Denis Lavant (No al de Boy Meets Girls del que hablamos ayer sino el de 35 Rhums) Hablándonos a los ojos, hablando de él con más determinación que nunca, hablando de nosotros. Fue él, y no otro, quien dijo que estaba allí para querernos. Para que le quisiéramos. Y entonces el acto más sencillo, el más primitivo, el más inocente, se convirtió, por arte de magia, en el más revolucionario y ya no quisimos cerrar los ojos hasta que amaneció.

Porque el ritmo, la vida, tu vida, mi vida, la noche. Porque el ritmo de la noche, de tu noche, de mi noche. La noche, el ritmo, la noche-el ritmo-la vida. Nos sacó bailando de Montevideo hacia Madrid en un estrépito que duró hasta que despertamos.