El sur de Europa. Días de amor difíciles

Elena López Riera

¿Seremos capaces de bailar, ahora que todo el mundo está triste, ahora que ya nadie nos necesita, sólo por el placer de ir a contracorriente?

La primera vez que oí esta frase, hace ya más de un año, en el estreno de El sur de Europa. Días de amor difíciles sentí la tierra temblar bajo nuestros pies. Primero fue la perturbación, después la rabia. Quisimos salir de allí y correr hasta que nos desintegráramos, hasta que ya no quedara de nosotros más que la incertidumbre. Quisimos desgarrarnos y empezar a querernos de nuevo, ésta vez un poco mejor de lo que lo habíamos hecho. Pero siempre y a cada paso, irrumpía esta frase de manera implacable: ¿Seríamos capaces de bailar ahora que ya nadie nos necesitaba?

Hace unas semanas La tristura nos convocó en la sala Pradillo para celebrar 10 años de vida. Nos convocó como se convocan las revoluciones, los amantes y los fantasmas, usando un pretexto cualquiera para llegar a otro lugar. Hoy, por fin, sabemos que lo que allí sucedió durante esos días fue mucho más que un acto de celebración. Fue el principio de un futuro virgen y asumido, fue la conjura de la fuerza, la intersección de las cosas que se quieren olvidar, de lo que se calla y de lo que a veces se escupe.

Durante esos días hablamos de amor y hablamos de política (si es que a caso uno puede pensarse sin la otra), seguimos bailando la música de Europa; aunque estuviera rota o dispersa, aunque ya ni siquiera fuera nuestra.

La música de Europa se quebraba, y sin embargo, nosotros seguíamos bailando. Bailando, bailando, bailando.

Las vidas que no se sostienen con actos son basura, le dice el chico a la chica en la primera parte de la obra. Aún no los vemos, sólo intuimos sus cuerpos. El motor de un coche, niebla, el ruido del mediterráneo al fondo. El chico ha vuelto para decirle a la chica que aún la quiere, para comprobar que nada ha cambiado desde que él se fue. Que sus vidas (compuestas por actos repetidos un millón de veces, por gestos copiados de cuerpos ajenos, por los besos que otros se daban en las películas) no podían ser una basura. Que ellos no, no estaban haciendo playback. Que si cantaban, lo harían de verdad. Hasta desgarrarse las entrañas.

Algo así se decían un chico y una chica, que se encuentran después de mucho tiempo para demostrarse que no se parecen en nada a aquello que dijeron que serían. Para decirse que aún se quieren. Para mentirse brutal y necesariamente (¿Existe otra manera?). Y esas dos voces, de repente, fueron también las nuestras.

Un dos tres. Shhhh. Escucha. Un dos tres. Sígueme. Un dos tres. El mar.

Estoy aquí, cantando mientras todo se hunde. Estoy cantando mal. Estoy cantando para molar. Cantando para no besarte. Besándote. Cantando para cambiar el mundo. Estoy cantando como el acto más primitivo, el más bello, el más salvaje y el más revolucionario.

Un dos tres. Un paso a la izquierda, dos pasos a la derecha. Un dos tres. Chasquido de talón. Un dos tres, los edificios se desmoronan. Vuelta y media. Un dos tres, las olas del mar quieren tragarnos. Vuelta entera. Un dos tres salto con impulso. Un dos tres. El amor. Un dos tres. El miedo, los temblores. Un dos tres. Joe Crepúsculo. Un dos tres. Johnny Guitar. Un dos tres, sobre todo sigue bailando, no pares, agárrame fuerte la mano.

Un dos tres. Miénteme, dime que nosotros no tenemos la culpa.

Pero no dices nada y ya sólo escuchamos los pasos de un baile que se va aplacando mientras cae el telón, al acabar la noche, y pienso que éste podría ser el retrato de nuestra generación: determinada y melancólica, pero no decadente. Cubierta de oro y de mierda. Una generación feroz.

Después, el silencio. Aparece una mujer arrastrándose sobre una escalera de terciopelo y coge un teléfono. Ciao amore, sonno Chiara. Y su voz suena como la más antigua del Mediterráneo. Chiara se instala en el aire como un temblor eléctrico y susurra ¿Qué se dirá dentro de 100 años de España, de Italia? ¿Qué se dirá de Europa?

Callo. Sigo sin poder dar una respuesta a un pasado que nos llega roto, pero mis pies empiezan a moverse y me pregunto qué pasará si de verdad todo se hunde, que pasará cuando nos hayamos consumido la garganta, el vientre y las entrañas. Cuando ya no quede más de nosotros, que nuestros cuerpos febriles. Que pasará, si de verdad un día, dejamos de bailar.

Y sólo ahora, sólo hoy, después de muchos bailes, estoy segura de que ése sería el auténtico final. La desintegración.