Entrevista a Andrea Zavala

Sábado 12 de noviembre a las 21 h. 

ARQUÉ (con Laura Ramirez, Ainhoa Hernández, Cecilia Gala, Sol Bibriesca, Luz Martín y Matias Daporta) + LINKING (con Jija Sohn)

Domingo 13 de noviembre a las 21 h. 

ARQUÉ + NORTHING (con Maciek Sado)

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Andrea Zavala | Arqué + Linking + Northing

Sábado 12 de noviembre a las 21 h. 

ARQUÉ (con Laura Ramirez, Ainhoa Hernández, Cecilia Gala, Sol Bibriesca, Luz Martín y Matias Daporta) + LINKING (con Jija Sohn)

Domingo 13 de noviembre a las 21 h. 

ARQUÉ + NORTHING (con Maciek Sado)

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Mail de Andrea González a Juanito Jones

img_20161030_205712———- Mensaje reenviado ———-
De: «Aurora Andrea González Garrán» <>
Fecha: 31 oct. 2016 2:42
Asunto: Todas las cosas en las que he pensado mientras veía a Sandra Gómez bailar durante tres horas.
Para: «juanito jones» <>

En el consejo de ministros de octubre de 1975 Franco tenía pegado al corazón un aparato que medía sus constantes vitales. En la habitación contigua, su equipo médico personal seguía en directo su electrocardiograma para irrumpir en la sala si fuera necesario. Si esto ocurriera, solo tendrían treinta segundos para actuar. Ninguno de los asistentes a la reunión, excepto Arias Navarro, sabía esto.

La España de Franco se desmoronaba y según sus propios médicos, cualquier agitación del país provocaba ipso facto «alteraciones arrítmicas» en el corazón del caudillo.

Me quedé atravesada para siempre por la imagen magnética del electrocardiograma, ese diagrama de una intimidad tan desagradable como fascinante entre Francisco Franco y España. La  España de Franco latiéndole a Franco, la España de Franco sincronizada con el corazón de Franco y siendo dibujada a tiempo real y en secreto en la habitación contigua.

Durante las tres horas que he visto a Sandra Gómez bailar sin parar sincronizándose el corazón con temazos del techno, temazos del pop, mientras veía su electrocardiograma proyectado, pensaba en España y el corazón de Franco y en esa imagen que una vez me atravesó y en todas las cosas tan extremas y tan fuera del lenguaje de las que pienso que hablaba.

También he pensado durante esas tres horas en lo que dijo el otro día Chimo Bayo en la presentación de su libro. Habló de la primera vez que pinchó en una discoteca, que solo fue un tío a escucharle. Y que el tío se pasó toda la noche bailando a tope como si no hubiera un mañana, y que Chimo Bayo pensaba: «Joder, si se me va este tío, no habrá nadie en la pista» y que el tío no se fue, aguantó hasta el final ahí dándolo todo, con entrega. 

También he pensado durante esas tres horas en la entrega de Sandra Gómezen la entrega, que es algo en lo que te juro que no dejo de pensar y llevo pensándolo desde el primer día, cada vez que salimos al MONDO o por ahí a donde sea. En cómo entregarse total al baile, a la música, a lo que pase, en cómo hacerlo de verdad, te lo juro.

Esto me empezó a obsesionar el día que mi primo mayor, el que se casó el año pasado, que era un bakala de los de los noventa, de los de ir a la fiesta naranja y llevar el pelo levantado me dijera: «Esta música es muy buena por que te acelera los latidos del corazón, por que te acelera y entonces te lleva a otro sitio». Yo debía tener siete años o así, y me imaginaba a unas hordas de personas ahí, latiendo más rápido que el resto del mundo en un polígono en la fiesta naranja, en la fiesta de la espuma, donde fuera, y pensaba que mi primo era un puto héroe y toda esa gente también.

Luego, en el documental de la ruta del Bakalao  que vimos muchos años más tarde y que no tiene nada que ver con lo que hacía mi primo, o sí, no sé, y que dice el tío en una de las frases preferidas de David » El bakalao te hace… te hace subir ahí ahí… te hace… los cambios, ¿no? » y  en lo que dijo David que le flipaba que había visto en otro video, lo de «AIXÓ TREMOLA» que es algo así como «ESTO TIEMBLA».

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También he pensado en lo de ATODOVOL de Paula del Ranchito sobre la materialidad de las voces de la ruta y sobre la ruta, en el día que fuimos a Barraca y estaba vacío por la mañana y el tío de Barraca nos contó todo lo que había pasado allí pero casi que no hacía falta que nos lo contara por que lo veíamos en el suelo y en las paredes.

También he pensado a veces, durante las tres horas, cuando Sandra Gómez se apoyaba en el suelo y en las paredes, y se veía el sudor apareciendo y evaporándose  en el suelo y en las paredes de Pradillo, he pensado en Pradillo cuando es otro sitio y en las huellas invisibles de cuando pasa esto.

También he pensado, durante las tres horas en las que Sandra Gómez no paraba de bailar temazos, en algo parecido a lo que dijo Juan Domínguez el otro día en Cuenca. Creo que era algo como que había que hacer tiempo. Que había que generar tiempo. Y he pensado que esto era algo de lo que estaba pasando esas tres horas, y que tenía que ver con lo de otro sitio, y con hacer las cosas como si no hubiera, con la entrega, y bueno, supongo que es una de las muchas cosas que quieres decir cuando dices S U P E R M A G I A y es una de las muchas cosas que yo quiero decir cuando digo Y A FLIPAR.

Había otra cosa en la que no dejaba de pensar durante las tres horas de Sandra Gómez bailando y es en lo que debe pensar cualquiera que vea a un puto héroe haciendo algo imposible. En las cosas extremas, en las cosas extremas y absurdas, y otra vez en el bakalao, en la diferencia entre hacer las cosas y no hacerlas, en como si no hubiera, en la entrega, en lo de otro sitio, en el suelo y en las paredes, y en lo que te hubiera flipado estar.

*Imágenes: Javier Cruz.

El estado anal

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  • Texto: Óscar Cornago.
  • Fotografía: Javier Marquerie Bueno.

La Pradillo es una ficción colectiva, también, según dicen, una gran cagada. Aunque este término “ficción colectiva” resulta ya redundante, así como lo de cagada y grande; toda ficción es colectiva, a pesar de que la literatura y la historia nos hagan pensar que son resultado de un solo autor, y toda cagada aspira a una dimensión considerable, aunque prefiramos obviarla para no caer en la vulgaridad. También es posible dar la vuelta a la ecuación y afirmar que toda colectividad es una ficción, al menos el tipo de colectividades identificadas con esa idea tan manoseada de comunidad. Las comunidades como la de Pradillo y tantas otras convocadas desde un deseo de colectivo a través de los afectos generan espacios de placer, oportunidades de acción, intercambios y sensibilidades; con esas comunidades se discute de arte, se bebe y se come, se ríe y se folla, se llora y se odia, pero no sirven ni para solicitar una subvención ni asistir a una reunión ni hacer bien las cuentas o recoger la sala después de un bolo. No son efectivas para el trabajo, aunque indirectamente lo hagan soportable, lo alienten y hasta parezca que le dan un sentido. Detrás de estos espectros comunitarios siempre hay dos o tres personas que son las que hacen las cosas. Si queremos que una comunidad sea operativa a nivel laboral o a nivel de política oficial, hay que transformarla en asociación, plataforma, empresa o partido. Una cosa no excluye la otra. Parece que se puede ser hasta comunidad y Estado, al menos así lo decía Anderson en su estudio sobre la formación de los Estados nacionales Comunidades imaginadas.

Todas las comunidades son imaginarias, la de Pradillo no es una excepción. Ricardo Piglia nos da una versión más perversa de estas comunidades que compara con un estado mental, término que luego ha dado tanto juego. El estado mental es una realidad imaginaria creada por unos pocos, pero sostenida por muchos, como todas las ficciones que terminan teniendo credibilidad. Por comparación, la dimensión afectiva de las comunidades artísticas nos llevaría más bien a hablar de un estado anal, es decir, una dimensión imaginaria creada desde un delicado espacio de tránsito identificado con lo digestivo. También fue Piglia quien dijo que la desintegración es una de las formas persistentes de la verdad. No hay que tomar aquí la comparación por su lado soez, hacer una cagada, en sentido coloquial, tiene también algo de positivo, una cagada no es solo una cagada, sino que suele ser además una buena cagada. Es decir, no solo la jodimos, sino que la jodimos pero bien. Esto último nos salva, al menos algo se hizo bien, o como dicen los del L´Alakran en el fracaso está la solución. En la Pradillo se han hecho y se están haciendo muchas cosas bien, sobre todo muchas cosas que tienen que ver con ese tránsito afectivo-digestivo, muchas cosas que han alimentado a toda esa gente que más de una vez se lo ha pasado muy bien en la Pradillo, o antes de la Pradillo o después, o incluso durante. La obra no es cuestión baladí. En ocasiones esas noches parecen venir como un impulso a seguir festejando esa celebración colectiva de las debilidades humanas que es el teatro. La obra se proyecta más allá de la obra, o quizá solo sea la excusa, una excusa necesaria para que pasen otras cosas, y en la Pradillo han pasado muchas cosas antes, durante y después de las obras. Es un espacio que permite que el hecho artístico, a pesar de su tendencia inevitable a lo absoluto, se reconcilie con la terrenalidad que le da un sentido, con un contexto real y vivo, le abre un hueco en una historia, al menos hay una historia. La Pradillo, entre otras cosas, tiene eso, una historia, y no me refiero a un relato que trata de reducir lo que pasó entre un principio y un final, sino de todo lo que queda entre medias, lo que sostiene y alimenta esa historia y lo que nunca saldrá en ella. En ese medio informe de cosas que están pasando y se nos escapan descansa la fuerza oculta de una historia, la potencia de una ficción colectiva. Lo vimos con el Alakrán y esa recuperación de los orígenes de la que nos hablaban a raíz de su actuación ahora en la Pradillo y con tantas otras obras; pasar por la Pradillo es confrontarse con esa historia, una forma de entender y entendernos a través de la escena, un espacio que no ha dejado de cambiar y sigue cambiando. Esto no solo es cuestión de mucho o poco público, sino de una cierta solera, no es cuestión de cantidad, sino de cualidad de un espacio de gente conectadas por el estómago, aunque a veces duela, es cuestión de un estado más anal que mental, y eso siempre ha favorecido el teatro.

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Puede que esta digresión parezca excesiva para hablar del trabajo que la semana pasada presentó Nyamnyam, Comida, pero ciertamente no lo es. Allí estuvimos todos los que estábamos, bebiendo, comiendo, charlando, bailando o jugando (a mí me tocó el día de los niños), mientras que hacíamos como si hojeábamos unos cincuenta libros que se habían traído Iñaki Alvárez y Ariadna Rodríguez de su casa y que habían colocando de uno en uno a lo largo de una mesa, o mientras refrescábamos la memoria con los títulos de las obras que han pasado por la Pradillo en los últimos años y que se proyectaban al fondo, o escuchábamos las grabaciones con historias raras o momentos de subidón de la Pradillo, o tratábamos de llenar una vez más el cuenco con comida o beber del porrón sin mancharnos. Todo junto y al mismo tiempo, el estado mental y el estado anal, los libros y la comida, el recuerdo y los afectos, el pasado de ese espacio y su presente. El domingo a medio día no había mucha gente, la mitad habituales, la otra mitad quizá familiares que aprovecharon para venir con los niños, y me gustó que me dejaran un espacio en medio de ese lío de obras y libros y pasados que no se sabe si van a algún sitio. Tras un amago de construcción de la caja escénica, con el público sentado, una luz cenital iluminando la nevera con las bebidas y una proyección que decía “COMIDA y bebida para todos”, finalmente se levanta alguien (yo hubiera mantenido un rato más la tensión) y coge una cerveza, y tras él el resto con un suspiro de alivio por la disolución del momento. Ahí se empiezan a mover las gradas, preparar la mesa en el centro, colocar los libros, ponerle a cada uno una hoja con el título de esas obras, los niños montando su fiesta, los demás intentándolo mientras rescatábamos de la memoria obras y libros, algunos bien conocidos, otros solo de oídas, otros totalmente desconocidos, la enciclopedia cultural y artística de una generación; en otro espacio o con creadores distintos los títulos hubieran sido otros, pero comparables, un montón de obras escénicas que ha visto poca gente y con frecuencia siempre los mismos, un montón de libros que habrán leído muchos más, en todo caso otra minoría, otra comunidad imaginaría, más grande pero da lo mismo, otro estado posiblemente más mental, y aquí sí salen perdiendo. Las cagadas hay que vivirlas, y qué sería de Madrid, qué hubiera sido de muchos de los que estábamos allí o no estaban pero podrían haber estado, si no tuviéramos ese agujero negro para ir a despotricar del teatro, ver obras, encontrarse con la gente y discutir de qué iba lo que acabábamos de ver. Siendo generosos más de la mitad de esas obras no se hubieran hecho o no hubieran pasado por Madrid sin un espacio como la Pradillo, ni antes ni después de Carmena. Pero no solo es cuestión de más o menos obras, en torno a estas se genera una producción cultural, crítica y afectiva que funciona como horizonte de identificación y rechazo para seguir pensándonos a través de las prácticas artísticas. Es un punto de referencia vivo en el mapa cultural y artístico de este país.

En el trabajo de Nyamnyam decidir de qué iba es fácil, iba de nosotros, los que estábamos ahí en ese momento, unos más atravesados por esos títulos rescatados del pasado, a otros les sonaría a chino, en cualquier caso ahí estábamos los que estábamos y a nosotros nos tocaba decidir, caso de que quisiéramos meterle cabeza además de estómago, si aquello tenía algún sentido o era una pérdida de tiempo; para los que conocíamos de cerca muchas de esas obras y las referencias que se hacían en las grabaciones, era fácil transpolar la pregunta sobre el sentido de la obra a toda la Pradillo, ¿ha tenido algún sentido toda esta aventura o ha sido solamente una pérdida de tiempo, un proyecto tan dado por otra parte a eso de la bebida (hubo una época en que a la gente se le olvidaba hasta pagarla) y la comida —¿hay algún teatro que pueda llevar este nombre con la deshonra que merece donde no se termine comiendo y bebiendo como un modo de solucionar el mundo?—. ¿Aparte de activar el estado anal, de encontrarnos y reconocernos, seducirnos y odiarnos, aparte de todo lo que pasa por el estómago, y te lo deja encogido, te lo suelta o te lo expande, tiene todo esto otro sentido? Está claro que ha tenido muchos, pero esto ya, como en la obra de Nyamnyam, que lo decida cada uno, que cada uno se haga cargo de su obra, de su lugar en la fiesta. Yo, personalmente, el día que vi el trabajo volvía de Cuenca, y todavía con la resaca de La situación, agradecí que nadie me dijera para donde tenía que mirar, ni lo que había que hacer, ni cuánto tiempo había que estar en un sitio y cuándo había que ir a otro, ni tampoco si aquello tenía que tener mucho sentido o poco o ninguno, me bastó con estar una vez más en ese agujero negro, con las puertas cerradas (un domingo a medio día con el solecito de otoño y las puertas abiertas no hubiéramos durado mucho), y con toda esa mochila de obras, libros y pasados a cuesta, todo eso bastó para sentir aquello de que en la desintegración se esconde la verdad en su máxima persistencia. Y no digo esto porque a la Pradillo le vaya a impactar un misil, sino porque desintegrándose e integrándose, en esa cuerda floja, está todo lo que está vivo, y en ese sentido podemos decir que la Pradillo, efectivamente, está muy viva, justamente porque da la impresión de colgar de un hilo, de no ser más que el ensueño de una imaginación colectiva, una ficción más de esa máquina  de hacer ficciones que es cualquier agujero negro. Uno terminaría concluyendo que las historias –y perdón por la grosería- se hacen con el culo, por eso siempre huelen tan mal, el único consuelo que nos queda es que efectivamente haya sido una buena cagada, y ahí parece que sí han estado a la altura.

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Si la obra se hubiera cerrado reconstruyendo otra vez la caja escénica, es decir, sentando al público nuevamente en las gradas para contemplar en silencio el estado en el que quedaba la escena con los restos de comidas, bebidas y plantas aromáticas entre los libros, vasos y botellas, y en ese momento en lugar de los títulos de las obras hubieran empezado a aparecer las cuentas de cada mes, hubiéramos tenido una alegoría perfecta que condensaría toda una historia. Ciertamente en la Pradillo no solo es un lugar de encuentro, obras y fiestas, también están los que, supongo que acordándose de la bendita comunidad, se hacen cargo cada semana del trabajo que no se resuelve solo con afectos y buen rollo; que conste que a día de hoy nadie cobra en la Pradillo. En este espacio no solo hay obras, también hay números, no solo hay criterios artísticos, también decisiones económicas que hay que tomar delante de un callejón al que no se le ve salida. En un artículo ya clásico Claire Bishop arremete contra la famosa estética relacional de Bourriaud y ese tipo trabajos que el crítico francés coloca en el pódium de la modernidad para terminar llevándose la medalla él como curador, trabajos que consisten en provocar un encuentro en el que se termina encontrando gente que ya se conocía para hacer lo que hacen habitualmente, conversar un rato, tomar una cerveza o comer algo. Esta ausencia de conflicto, de fisuras o tensión, es el argumento que Markus Miessen retoma en La pesadilla de la participación para ahondar en la crítica de un tipo de participación que se exhibe como tal, pero que no genera nada que no esté dentro de lo previsible. El conflicto que recorre la Comida, además de la batalla campal que terminaron montando los niños defraudados por un teatro en el que no había nada que ver, es el provocado por el peso de un pasado de obras, acciones e imágenes, pero también de cuentas que no cuadran porque no pueden cuadrar, de responsabilidades y deberes difíciles de asumir—si en lugar de títulos se hubieran proyectados las cuentas mes a mes esto se vería claro como el agua, ¿por qué las obras no hablan de lo que valen, ni los espacios de lo que cuestan?—; confrontar ese horizonte con la fragilidad del presente de una tarde de domingo, a una semana del comienzo de una nueva legislatura del PP, te hace sentir que lo que quiera que sea esa obra o esa historia no hay más remedio que sostenerla por nosotros mismos, porque ni la una ni la otra dan más de sí, y nadie va a venir a contarnos lo que nos está pasando. Nyamnyam te regala eso, todo y nada; un grupo de personas rodeadas por un pasado de libros y arte, saberes y sabores con los que pareciera que no sabemos qué hacer aparte de deleitarnos el paladar. De esa forma anodina y aparentemente insustancial se hacen los momentos, se tejen comunidades y se sostienen ficciones en las que ni uno mismo seguiría creyendo si no fuera por esos mismos momentos de estar haciendo y no hacer nada, de estar siendo parte sin moverse del sitio, de estar cagando y verlo todo claro, muy claro, esa claridad que dura solo un instante de gloria y alivio.

El arte, dijo, es parte de la historia particular mucho antes que de la historia del arte propiamente dicha. El arte, dijo, es la historia particular. Es la única historia particular posible. Es la historia particular y es al mismo tiempo la matriz de la historia particular. ¿Y qué es la matriz de la historia particular?, dije. Acto seguido pensé que me respondería: el arte. Y también pensé, y ese fue un pensamiento afable, que ya estábamos borrachos y que era hora de volver a casa. Pero mi amigo dijo: la matriz de la historia particular es la historia secreta.

Gracias a Mar, a Roberto, a Antón, a Fer, a Paulina, a Javi, a Getse, a…

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