Cuando lo perdimos todo: estética de la deserción

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En un escenario vacío, una coreógrafa que nos invita a la deserción. Habla con un tono un tanto grave y profesoral, casi antipático, sobre un arte ya desconocido u olvidado: la deserción es mental. Dormimos con un director de marketing, un banquero, un publicitario: no recuerdo exactamente si fue eso lo que dijeron en la obra. Pero creo que también dormimos con el Ministro del Interior, el de Economía y Hacienda, y un pleno del FMI y el Banco Central Europeo. Y me quedo bastante corto.

Vivimos, o vegetamos, en una cultura y una sociedad que ya son un campo de batalla arrasado, pero in abstracto, sin que nadie vea las ruinas ni las cenizas, aunque sí la desolación y el dolor. Hay que pensar para construir algo nuevo sobre los desechos del caos, sobre los páramos llameantes de la devastación cotidiana. Pero pensar jode.

Uno, que tiene la manía de la semiótica, piensa que los grupos como Terrorismo de autor o Canódromo Abandonado, entre otros, construyen un discurso sobre el momento histórico presente ya con su método de trabajo y sus herramientas de representación. Que todos habitamos, realmente, en ese escenario vacío presidido, dominado, por los fantasmagóricos destellos de la pantalla audiovisual.

Pero además los de Terrorismo de autor parecen ser situacionistas: seguidores de Débord, aquel vendedor callejero que afirmaba la necesidad de combatir el Espectáculo, definido este como el ininterrumpido monólogo autoelogioso del poder, pasivamente consumido por el Espectador o Espectaculotario. Y esto conduce a Artaud, su precursor, el teórico y práctico de la destrucción del espectáculo. El que quiso construir un doble diabólico del teatro sobre las ruinas del espectáculo y su dualidad de dominadores activos y dominados pasivos (o espectadores).

Precisamente, el espectáculo mediático dominante ha abusado del manoseado término ideología, cuando lo que se pretendía destruir desde el poder eran las ideas. Destruidas estas, no podría haber sistemas de ideas, que es lo que en definitiva son las ideologías. Lo que está en profundo letargo no son, pues, las ideologías, sino directamente las ideas. Así por ejemplo, ¿cómo coño se puede ser anticapitalista si ni tan siquiera se tiene idea de lo que es el capitalismo? ¿Cómo antiimperialista, si ya nadie sabe definir lo que es un imperio? El poder y su espectáculo cotidiano han difuminado las ideas. La realidad de estas se experimenta como algo blando, viscoso, difuso. El enemigo ha emborronado su propio rostro.

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Anna Karina llora en «Vivir su vida» ante las lágrimas de la Juana de Arco de Carl Dreyer

De ahí lo verdaderamente subversivo de Terrorismo de autor es que hacen teatro (o teatro-cine, o antiteatro, o antiespectáculo) de ideas. Partiendo de la base de que nuestra colonización mental por el poder y los mercados son ya un hecho consumado desde hace muchos años, Valientes nos invita a desertar desde dentro de nuestra propia cabeza. A huir de la asepsia, de la autopromoción y de la competitividad. A dejar de vivir en el vientre del neoliberalismo. A atrevernos a cagarla. Es importante la disposición al error. El arte verdadero es imperfecto, la revolución verdadera es fea, la humanidad es frágil. Y debemos asumirlo de una vez por todas. La no aceptación de nuestra imperfección, de nuestra perfectibilidad, nos convierte en fetiche, en mercancía competitiva. Dice Castoriadis que el sentido último de las sociedades occidentales está en la huida desesperada ante la muerte. El consumismo, la competitividad, el oportunismo social, nos esclavizan como cualquier otra religión: porque exorcizan a la muerte. Truecan su presencia necesaria, por la asepsia confiada y el edulcoramiento hipócrita de la comodidad. Pero he aquí que llega, con pasos sigilosos, una nueva era. La era de las resquebrajaduras. De algo, por ocultado, casi inadvertido en las sociedades-baluarte de Occidente. Las grietas del dolor.

La coreógrafa es un poco antipática porque nos desafía. Nos dice: qué cómodos estáis sentaditos y juntitos, velando confiadamente el Orden del espectáculo, que es el Orden social.

Y somos removidos de nuestra comodidad. Cegados por luces de discotecón que nos invitan a levantarnos de la butaca y bailar, bailar la danza diabólica del doble satánico del espectáculo sagrado. Y con Artaud omnipresente, padre tutelar e intelectual del atentado. El hombre que cocinó la química de la bomba es la guest star. El escritor loco y enfermizo está en el fragmento exhibido de La pasión de Juana de Arco, de Dreyer. Es un actor interpretando a un inquisidor católico en una representación autoelogiosa del poder, como es un auto de fe. El hombre que fue situacionista sin saberlo, que hizo teatro pánico antes del teatro pánico, happening antes del happening. Él está en el tejido de las ideas, en su urdimbre sólida y bella. Aunque no se encuentre en ese tapiz de espectadores cabezagordas donde está Freud, la propia Juana de Arco, y Mao con tetas. Ese público de actores, oxímoron que destruye la idea misma de espectáculo. Actores con máscaras: caracteres, o mejor, ideas. Ideas que, desde la pantalla audiovisual, miran al espectador pasivo y dominado que ha dejado de pensarlas.

El Puente Die Brücke Bernhard Wicki 1959 (12)Imagen de la película «El puente» (1959) de Bernhard Wicki

Y por fin, la voladura esperada y definitiva. La voz del dolor ya ha levantado la cubierta pulida de la sociedad impoluta. Es la voz de la marginación. O mejor: es la voz que nos recuerda que la gran mayoría somos marginados. Es la voz que nos recuerda que la grieta del dolor está abierta y ya no puede cerrarse. Que ya no podemos apartar la vista. Ni el oído. Por eso nos mira fijamente desde la pantalla audiovisual. Los terroristas de autor leen mucho a Lacan. Y saben que la pantalla es un espejo. El espectáculo nos mira, es nuestro reflejo rebelado contra nosotros mismos. Y ya no es el espectáculo: es el reflejo implacable de nuestro propio llanto. Aunque sea un anónimo obrero de un barrio lejano que habla desde el pozo de la locura y de la lucidez. Que también es un pozo, porque desvela la oscuridad profunda y rugosa bajo la superficie pulimentada y límpida que ha tapado sus dobleces con cal viva. Esta voz sencilla, violenta, brusca, tierna, es la voz de la humanidad imperfecta, la del pasado que pudo ser bello y el futuro que debiera poder ser. Es la del pueblo según Pasolini. El pueblo bello en su imperfección, sencillez, sabiduría vital y profunda. El pueblo que ya sólo existe bajo tierra, bajo el pavimento de la masa temerosa y aséptica, pasiva y unánime. Bajo el suelo del consumidor, del competidor y del indiferente. Es la Historia nunca muerta que acecha. En las cloacas de desmemoria y en el subsuelo de la sinrazón, otra vez la Historia que acecha, el pueblo resistente que aguarda entre las sombras, esperando nacer. Subir a nacer. Y punto. Y coma.

Y por eso nos reímos con él. Y por eso lloramos con este sabio, o con este loco lo bastante valiente para ser sabio y loco, cuando ve a unos niños defender un puente con su vida en una película muy vieja. El puente de las ideas que hay que construir y defender, porque ya no quedan puentes. Porque lo único digno y bueno y hermoso lo tendría que defender un pueblo que no ha nacido, pero quizá nazca algún día por fin. Porque tú también estás perdiendo el trabajo y perdiendo el pan y perdiste la esperanza. Porque tú lo perderás todo. Y si lo pierdes, JÓDETE. Y llora, y ríe, y aprende. La vida sin dolor no es el aprendizaje necesario. Tal vez ni siquiera sea vida. Tenemos que aprender a jodernos. Nos vemos en la calle, en la lucha, en los manicomios, en los trabajos-basura. Jodiéndonos, sí. Pero con la rabia y con los dientes apretados. Con la rabia y con la idea.

José Luis López Sangüesa