¿Quién vendrá para salvarnos?

pintura

No es una sensación que tenga con frecuencia. Fácilmente podría contar las veces que me ha pasado. Ni siquiera sé cómo describirla, aunque voy a intentarlo. Sería algo así como que sales del teatro y deseas que nada de lo que ha sucedido se te olvide. No es que quieras que permanezca una ligera idea del montaje o que hayas tenido algún pensamiento que te haya hecho gracia y que apuntas en una libreta, libreta que más tarde acabarás extraviando. Es la sensación de quererlo recordar todo, y cuando digo todo, es todo; hasta el más mínimo detalle de lo que ha pasado.

Últimamente he visto buenas obras. Obras que de una u otra manera me han hecho pensar. Emborracharme con alguno de mis pensamientos y seguir su rastro, cómo avanzan o cómo retroceden. Supongo que cada uno buscamos una cosa diferente. A mi me da placer cuando las obras me dejan enganchado en mi mismo. Pero este ensimismamiento no acaba convertido en asfixia, sino que, más bien, te conecta con el mundo. Es una epifanía extraña. Una epifanía que las palabras, al menos mis palabras, ni siquiera son capaces de bordear.

El sábado, cuando fui a los Teatros del Canal a ver Go Down, Moses de Romeo Castellucci, volví a tener esa sensación. La obra inauguró la XXXIV Festival de Otoño a Primavera (podéis ver un avance de la programación aquí), la primera edición bajo la dirección artística de Carlos Aladro. Aunque dudo que haya sido él el encargado de programarla, más que nada por las agendas de las compañías internacionales y el poco tiempo que Aladro lleva en el cargo, tan solo desde verano. Tampoco es que tenga mayor importancia.

Go Down, Moses, como decía, es una de esas obras de las que me gustaría recordar absolutamente todo. Y esta sensación, a pesar de ser una de las mejores que pueda tener, al menos hasta el día de hoy, es siempre amarga. Amarga por su imposibilidad. La memoria es muy puta y en un abrir y cerrar de ojos puede cambiar los papeles de sitios, mezclarlos. Estas obras no se pueden reducir a unas pocas o unas muchas palabras. Las exceden. Venga esta pequeña crónica a subrayar esta imposibilidad y, por qué no, esta contradicción.

Además de los libros, algún vídeo y otras tantas conversaciones, tan sólo había visto una pieza de Castellucci en vivo en otra ocasión. Fue On the concept of the face, regarding the son of God en el 2011, también en el Festival de Otoño, esta vez en Matadero. Esta obra también forma parte del accidente de mi biografía, esta vez no sólo por la obra en sí, sino también por circunstancias familiares que ahora no vienen al caso. Puede pasar que cuando te acercas de nuevo a la obra de un artista, la obra de Romeo Castellucci ya había sido importante para mí y más en aquellas circunstancias especiales, sientas algo parecido a la desilusión: te acercas al teatro pensando que puedes volver a sentir lo mismo y no lo encuentras ni de lejos. Por suerte, esta vez no ha sido este el caso.

He escuchado muchas cosas en contra de su obra. Que si la manipulación. Que si juega con el público apretándole más de la cuenta. Que es muy fácil hacer lo que él hace teniendo el presupuesto que él tiene. Incluso en esta ocasión escuché cómo una persona decía que Go Down, Moses no dejaba de ser un telefilme de sobremesa. ¡Menudo lumbreras! Lo que hace Castellucci está muy lejos de parecerse a una película de suspense de Antena3, en todo caso, podría parecerse a las películas de otro italiano, Pier Paolo Pasolini, con quién creo que sí tiene cosas en común.

Que tanto Castellucci como Pasolini sean italianos no es una cuestión menor. Solo de un país que es la cuna del catolicismo pueden nacer unas lecturas tan contemporáneas sobre los relatos bíblicos. Y es que esos relatos, por más que nos empeñemos en obviarlos, por más que a algunos les gustaría que fuese de otra manera, aún forman parte del ADN de nuestra identidad. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso suponga. Castellucci puede permitirse hacer esta obra porque, en mayor o menor profundidad, conocemos la historia de Moisés. Hace lo mismo que hacían los trágicos griegos cuando escribían sus tragedias y contaban con que el público ya conocía las tramas que abordaban. Cuando Castellucci, en uno de los momentos más cuestionados de la obra debido al diálogo dramático, -sí, una escena de interrogatorio policial en medio, como corazón, de una obra de Castellucci-, posa la historia bíblica de Moisés en nuestra contemporaneidad da un giro certero, una nueva lectura que justifica y hace posible el resto del montaje. Es ahí donde está el diccionario desde el que leer las demás imágenes.

Vayamos por un momento algo más atrás. Una mujer acaba de perder su hijo, mejor dicho, acaba de abortar y dejar a su hijo en un contenedor, aún con vida, dentro de una bolsa de basura. Antes hemos visto cómo la mujer se desangraba en los baños pulcros y elegantes de un restaurante y hemos visto cómo todo el baño se llenaba sangre. A la mujer la llevan a la comisaría e intentan que les diga dónde ha dejado al recién nacido para salvarle. Para intentar salvar su vida aunque ella no quiera hacerse cargo de él. La mujer no dice nada. Enmudece frente a las preguntas. El policía está cada vez más desesperado. En un momento dado, a sus preguntas rutinarias y cotidianas, ¿dónde está el niño?, ¿por qué lo hizo?, la mujer responde con la historia bíblica de Moisés. Está enajenada, pero cómo todos aquellos de los que decimos que han perdido parte de su razón, es capaz de decir grandes verdades. Para mí esta es una de las claves del montaje del italiano. El policía quiere rellenar el informe y marcharse a casa, la mujer sigue viendo animales en el suelo convencida de que su hijo, Moisés, ha nacido para salvarnos. El Moisés bíblico, rescatado de las aguas, criado como príncipe egipcio y figura importante en un buen puñado de religiones, vino al mundo para salvar al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Moisés es una figura clave, recuerden las plagas de Egipto, el éxodo, las tablas de la Ley. Moisés es un personaje muy principal en la Biblia. No tiene que ver con otros personajes más secundarios, qué sé yo, personajes como Noé, Jonás o Job. Castellucci da a su Moisés la misma importancia. Un Moisés, abandonado esta vez en un contenedor, que ha venido a un mundo donde ya es imposible cualquier tipo de salvación. Cualquier tipo de redención. Cualquier tipo de consuelo. La mujer llega a responder, cito de memoria: ¿no os dais cuenta de que estáis construyendo los ladrillos de Egipto? Incluso en este diálogo tan duro -literal y metafóricamente- hay humor (uno de los imprescindibles en cualquier obra de arte contemporánea)

A la mujer, que es tomada por loca, y es probable que así sea, por psicópata o tarada, la llevan al hospital para hacerla pruebas médicas. Cuando la meten dentro del TAC, el agujero de ese scanner nos lleva al origen: a una cueva donde están hombres primitivos que comen vísceras y en donde se muere un niño que es enterrado debajo de unas piedras sin mayores ceremonias para, a continuación, volver a reproducirse. Para que continúe el ciclo. Castellucci arrebata cualquier posibilidad de transcendencia para convertirnos en mera biología. Esa mujer primitiva se dirige al público, toda la obra sucede detrás de un telón plástico, y manda un mensaje de socorro pintando con barro un SOS que no tendrá nunca respuesta. No puede tenerla. No puede ser oído ni puede ser visto por nadie más allá. Aquí está la catástrofe de la vida de los hombres, su misterio.

Es cierto que Go Down, Moses es más. Que podríamos hablar de otras imágenes, del motor que gira y que traga pelucas, toda una metáfora de lo que la obra esconde; que podríamos hablar del cuidado espacio sonoro o la belleza de la iluminación, del vestuario, del espacio, de sus cortinas blancas, o de los actores. Hasta de las herramientas del cine aplicadas al teatro -o viceversa-. Es cierto que podría escribir mucho más, ser más prolijo en los detalles, empezar por el principio y acabar por el final, pero también es cierto que por mucho que escriba nunca seré capaz de acercarme a todo aquello que Castellucci nos llega a contar en su pieza. Ya comienza el olvido. Por eso, utilizando una de las frases más manipuladas de la historia de la filosofía del S. XX, terminaré aquí esta crónica porque, como escribió Wittgenstein para cerrar sus Tractatus, de lo que no se puede hablar, es mejor callarse.