El animal que corretea por el color blanco

Hoy lanceamos este animal imaginario
que correteaba por el color blanco.
Raúl Zurita

Esta es el quinta vez que intento escribir sobre Extraños mares arden.

La primera acabé liado en consideraciones sobre el ZIP, el ciclo organizado por el Teatro Español donde se presentó la obra en Madrid (es la entrada anterior).

La segunda vez empecé a escribir sobre Raúl Zurita. De cómo llegué a casa, el domingo después del teatro, y cogí de la estantería Purgatorio y releí los poemas de El Desierto de Atacama. De lo que me gusta el libro -publicado en el año 1979-, de lo que significa social y políticamente, de su importancia en un Chile roto por la dictadura y de la renovación formal que suponen sus poemas. Y citaba muchos versos del libro, versos como: “i. Los desiertos de atacama son azules // ii. Los desiertos de atacama no son azules ya ya dime lo que quieras // iii. Los desiertos de atacama no son azules porque por allá no voló el espíritu de J. Cristo que era un perdido” o “ii. Miren esas ovejas correr sobre los pastizales del desierto. // iii. Miren a su mismo sueño balar allá sobre esas pampas infinitas” Etcétera. Al final casi citaba el libro entero, y hablaba mucho de Zurita y sus entrevistas y de cuando le vi el año pasado, y que haré lo posible por verle este año en el Festival POETAS. Y me inventé conexiones entre Zurita y Extraños mares arden, conexiones que ahí están.

La tercera vez intenté ponerme objetivo. Que si al entrar en la sala vemos, al fondo, pies de micro, altavoces y focos; a la izquierda sobre una peana, una réplica de For the Love of God de Hirst y a la derecha un cuadro de Malevich. Que si entra Juan Cristóbal Saavedra, encargado de la música y se coloca detrás de una mesa de sonido donde también hay una guitarra eléctrica, también a la izquierda. Que Txalo y Laida nos dan la bienvenida, de cómo nos hablan, de cómo van vestidos -aquí empezaba a enfrascarme en algunas relaciones ya no tan objetivas-, de cómo colocan las obras de arte, y la peana, junto a los pies de micro, los altavoces, los cables y los focos. De cómo sacan dos telones negros y cubren los objetos, y crean una montaña, y luego sacan telas blancas que extienden por el escenario, de la importancia de la luz pintando las telas, de cómo todo el escenario se va convirtiendo, capa tras capa, tela tras tela, en el desierto de Atacama, y al final aparecen camiones que trabajan en las minas y pequeñas casitas, y cómo el texto, proyectado en su mayoría en el panorama del fondo, nos va revelando, capa tras capa, frase tras frase, las relaciones entre el nitrato de Chile, la fortuna de los Guggenheim, el funcionamiento del mercado del arte, del mercado de valores y el capitalismo, de la inauguración del Museo Guggenheim de Nueva York y luego del Guggenheim de Bilbao. De la cantidad de obras que están ocultas en sus almacenes. De los vídeos explicativos sobre la especulación o el mercado del arte para dummies. De cómo funciona ese documental leído, apenas interrumpido por la historia personal de los abuelos paternos de Txalo y su padre, -y la camiseta verde comida por el sol con la que jugaba al fútbol su padre-, con lo que está sucediendo en escena. Y del baile final de Laida, enmascarada. Entonces pensé que mi descripción se quedaba muy corta frente al paisaje de la obra y mis palabras no eran capaces de alumbrarla.

La cuarta vez escribí que Extraños mares arden es una obra sobre el colonialismo y sobre el exilio. De la importancia de poner a dialogar la «historia del éxito» de los Guggenheim con otras historias familiares. De cómo se entretejen tres planos diferentes en el texto (cuatro con la escena, cinco con la música, seis con la luz…). Las causas y las consecuencias. Del sistema económico sostenido en el aire. Y de la complicidad de los políticos. De enseñar la cara oculta de la moneda. De lo íntimo y lo público y lo social y lo político. De sus ruinas. Y hablaba de José Monleón y de algunas de sus reflexiones sobre la Cultura de la Paz y el Bien Común y el Teatro. Y también de cómo funcionaba la écfrasis cuando Txalo describe las fotos del álbum familiar. De las relaciones entre las imágenes y las palabras. Patatím, patatám.

Fue Plutarco el que escribió en el prólogo a las biografías de Alejandro y César -perdón por la cita-: “Pedimos a los lectores que, si no lo contamos todo y en particular algo de lo más conocido en forma exhaustiva, sino recortando la mayor parte de las cosas, no se quejen. Pues no escribimos Historias, sino Vidas, ni es generalmente en las empresas más gloriosas donde se encuentran pruebas de virtud o vicio, sino que, con más frecuencia, una situación momentánea, una frase o broma refleja mejor el carácter que batallas con miles de muertos o los más espectaculares asedios de ciudades y los más prodigiosos movimientos de tropas.”

Ahora, esta quinta vez, que ya pensaba tirar la toalla, quiero contar una pequeña historia personal de Txalo que, en la obra, nos cuenta Laida.

Hace unos años inauguraron una nueva tienda de Sephora en Barcelona. En la tienda, de maquillaje y otros productos de cosmética, pusieron unos ordenadores con acceso a Internet para atraer a los consumidores. Mientras la gente compraba, se felicitaba y disfrutaba con aquella celebración, Txalo entró en la tienda para conectarse a Internet y leer su correo. En la bandeja de entrada un correo decía que su abuela había fallecido dos días antes. Txalo comienza a llorar frente al ordenador. Es en ese momento de pausa, en el que un hombre llora y otros compran, ajenos, en donde se resumen, para mí, algunas de las claves de Extraños mares arden. Donde lo íntimo se convierte en público y lo personal, es político.

En esa tensión, en esa contradicción, arde el mar.