El trabajo del orfebre

Fragmentos de una conversación con Sara Molina

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Dramatizar la teoría

«Es una obsesión mía desde el comienzo. Casi desde las primeras dramaturgias. Lo que se llama dramatizar la teoría. He utilizado en muchas piezas textos que eran teóricos. He abordado a un autor no por su obra dramática, si no por su teoría. En mi caso se ha dado de manera natural, he tenido una especie de facilidad para encontrar al actor y el decir oportuno. Cuando hice Made in China todos los textos de la pieza eran de Lacan y se articulaban prácticamente como reflexiones personales. Como conversaciones. Es algo que manejo de forma muy intuitiva: la capacidad de hacer liviano o dramático textos muy sesudos. En la Universidad hicimos un trabajo sobre Kantor que se sustentaba en un enorme planteamiento visual, trabajo corporal, etcétera, pero todo lo que decían los actores eran textos teóricos de Kantor.»


Kantor

«Kantor es importante en mi vida desde hace muchísimos años. En el ochenta y pico, tengo ya una edad en la que prefiero que me bailen las fechas, Kantor hizo un manifiesto en el que hablaba del teatro como un lujo y en un congreso, no sé dónde, creó mucha controversia. Yo lo leí en un artículo de El País y apunté su nombre en mi libreta. Un tiempo después fui a Sevilla a actuar con un Ubú Rey y al llegar a la salita San Hermenegildo, que luego fue sede del Parlamento en Sevilla, me encuentro con que hay una obra de Kantor que se llama La clase muerta. Les digo a mis compañeros que vayamos a verlo, pero todo el mundo prefiere irse a pasear. Estábamos solamente tres personas en unas gradas inmensas. Empieza la obra y comienzo a quedarme fascinada. Me dan ganas de salir a la calle y gritar: qué hacéis todos por ahí fuera que no estáis viendo esto. Pero lo más sorprendente es que a los quince o veinte minutos de representación uno de los tres que allí estábamos se sale. Baja dando unos pisotones enormes y la grada resuena. Estaba sobrecogida porque lo que estaba viendo era muy potente. Lo recuerdo como una cosa fabulosa. Este señor iba caminando ya por proscenio cuando Kantor salió a su encuentro, lo agarró del brazo y literalmente lo empujó hasta la puerta, la abrió, dijo algo en polaco, cerró de un portazo y volvió al escenario. Estaba encantada. Para mí es una anécdota maravillosa. También recuerdo como algo importante en mi vida el momento de los aplausos: ver a la compañía entera saludando y solamente aplaudiendo dos personas, pero aplaudiendo las dos entusiasmadas. Fue poderoso. Luego, años más tarde, voy a Madrid para ver Kantor, en un coche lleno de amigos, y el teatro está lleno y hay gente besándole las manos cuando sale del camerino. A partir de ahí veo todas las cosas que trae a España. Para mí, ver La clase muerta de esa manera fue muy importante, luego comencé a leer y siempre ha sido uno de mis pilares.»

«He recogido muchísimas cosas de él. Hay una fundamental en lo que respecta a la actuación. Kantor dice que ser un actor es ya ser un personaje. Gracias a él he sido capaz de resolver muchas controversias en la sala de ensayos respecto a este tipo de trabajo en el que eres tú mismo. Tiempo después esta frase de Kantor la amplio con otra de Pessoa: ni siquiera soy el actor, solo sus gestos. A partir de estas dos frases comienzo a articular la idea que tengo sobre la actuación.»

«No. No tiene nada que ver que en algunas de mis piezas esté en escena. Eso no viene de Kantor ni hace referencia a él. Es simplemente por la necesidad de piezas concretas. Él funda algo y es inevitable la referencia, pero yo en algunas piezas he estado, en otras no, y la manera de estar es muy diferente.»


El humor

«En los primeros cuatro o cinco espectáculos que hice era imposible que no hubiera humor. Para mí era una herramienta, un distanciamiento, una posibilidad. Como poder respirar cuando la cosa se pone difícil. El giro al humor era una estrategia. Como salir por la tangente. Luego, como otros aspectos de mi trabajo como pueden ser la verdad o lo real, ha sufrido un desarrollo. El humor se ha convertido en algo peligroso, en algo que es una aventura, y que también tiene una relación con el psicoanálisis. El humor nunca puede ser objetivo. Para mí es algo absolutamente inconsciente. Hay un humor preparado, más cercano a la ironía, que es un humor intelectual, del que se participa; y hay otro humor que es el de aquí te pillo aquí te mato, que es el inconsciente: yo hago una broma y tú no puedes evitar dar una carcajada. Después hay otro humor en el que colocas al espectador en una posición caritativa: has venido aquí y mi objetivo es hacerte gracia, que mi propuesta funcione en el humor, y entonces el espectador suele decirte en bloque, venga, vale, voy a aceptar que me haces gracia, te voy a dejar. Creo que este humor es el humor del esclavo. El humor que toma al público como amo. También hay otro humor chusco en el que alguien compra la entrada para un espectáculo que ya tiene previsto que le haga gracia. No necesita que le haga gracia porque ya la tiene prevista. Creo que en mi trabajo se da ese humor peligroso que conecta con el inconsciente y también el intelectual, que es un pacto entre los actores y los espectadores: vamos a hacer este humor, pero no voy a pedirte tu beneplácito. En todo caso el humor nunca es el objetivo. Creo que es una aventura peligrosísima.»


Lo contemporáneo

«Llevo siete años sin estar en cierto tipo de circuito, muy pegada a la docencia, primero en una escuela de teatro musical de Málaga y luego en la Universidad. Entonces cuando regreso, ¿a dónde regreso?, ¿desde dónde?, todo es un cuestionamiento. Parece que en estos siete años no haya hecho teatro contemporáneo, aunque en la Universidad hice montajes sobre Beckett, Kantor o Pasolini que están en la tradición clásica de un cierto tipo de pensamiento y contemporaneidad. Entonces, fruto de esa indagación, al tener un conflicto con un significante, encuentro el texto de Agamben sobre lo contemporáneo. He hecho teatro moderno, contemporáneo… siempre he pensado que mis propuestas han sido performativas, pero también han tenido enormes rasgos clasicistas. En un momento dado llegué a dirigir un Fausto para el CAT, que podía haber sido una obra para el Centro Dramático Nacional, y al mismo tiempo tenía unos rasgos performativos muy importantes. Creo que esa mezcla siempre ha formado parte de mi formación ecléctica. Cuando me pongo a crear no le tengo miedo a nada de eso. Pero cuando tengo que hablar sobre mi trabajo, sí encuentro una dificultad. No en la sala de ensayo. Ante esta dificultad siempre echo mano del pensamiento crítico y la filosofía. Mi relación con la filosofía es continua. Las lecturas filosóficas no son excluyentes, todas abren un posible campo de reflexión. Ahora Agamben me ha dicho que hay otra posibilidad de nombrar lo contemporáneo, incluso saliéndose de lo absolutamente teatral y dramático. Es interesante cuando Agamben, citando a Nietzsche, dice que lo contemporáneo es intempestivo, inactual.»

«Desde un primer momento. Al ver una pieza en el Instituto del Espolón del Gallo y ver cómo estaba concebida, me dije que esa era la manera en la que quería trabajar. Cuando vi el escenario vacío, el cómo empleaban los textos, cómo rompían la narrativa. Eso era lo que quería hacer. Desde un primer momento ha habido una consciencia. Quería trabajar el escenario de esa manera. Ser heredera de un tipo de pensamiento que viene desde los presocráticos y una manera de hacer en teatro que arranca en las vanguardias de la década de los cincuenta y sesenta. Me siento portadora de esa herencia, no pretendo innovar, sino que este pensamiento siga estando vivo. Una herencia que recibes y cuidas porque quieres mantener.»


La escritura

«Tengo compartimentos estancos que no logro hacer que se relacionen. Por un lado escribo poesía, cuentos, he escrito una novela, pero en el teatro soy muy pudorosa. He pasado mucho tiempo utilizando los textos de los demás. El fragmento, el collage, el puzle. A veces colaba un par de frases mías. Las piezas como Fuera, dentro, fuera o Suhuf, donde el texto es mío, han venido muy tarde.»

«He intentado recuperar el decir de los actores, que no haya una palabra que sea palabra de categoría y otra palabra espuria que no merece la pena, si no irlas trenzando. Pero siempre he sido muy pudorosa con mi propia palabra. Mejor coger textos de otros y yo, como un orfebre, ir engarzando esas joyas. Siempre he sufrido una fascinación por los textos, he estado subyugada por la literatura y la filosofía, cómo iba a poner un texto mío si ya está dicho en esos textos maravillosamente. Me he preocupado por sostener y que la gente oiga esos textos en escena, bien vestidos, bien articulados, de manera especial, para que cuando salgan del teatro se vayan con ganas de ir a leer, qué sé yo, a Kafka. Siento placer al compartir algo así. Pero con mis textos no he sido así…, ahora me doy cuenta de que quizá me haya equivocado un poco y que tendría que haberme atrevido más. Aún hay tiempo.»

«Desde hace algunos años pienso en el director como en un orfebre, el encargado de unir las cuentas de un collar. Este pensamiento te permite un lugar frente a un exceso que podría aplastarte. Encuentras un rubí, bueno, vale, es un rubí, pero dónde lo colocas y cómo; al final, la construcción de esa joya es tuya. Puedes hacer una corona que no puede llevar nadie, un collar precioso, algo que se puede robar. Se abre un mundo muy curioso. Simpático. También puede servir sólo para estar guardada porque es tan valiosa que no puedes ni enseñarla.»


La teatralidad

«Desde pequeña me fascinó mucho el nivel de teatralidad de la vida. Me crié con una familia que no era la mía y que era absolutamente teatral. Esa gente capaz de abrir una puerta del pasillo y hacer que aparezca un personaje. Era una teatralidad tan grande que siempre me ha fascinado entrar en diálogo con ella. La veía de una manera tan explícita en la vida que por eso, creo, me ha seguido llamando la atención en mi trabajo.»


Los actores

«Hay cierto tipo de actores, no generalizo en absoluto, que están siempre en la posición del alumno. Está contigo, está aprendiendo y está para aprender. Hay un momento que el aprendizaje tapona y acaba con lo que puede darte alguien. Está tan preocupado con hacerlo bien que al final existe una pretensión de blindaje, o sea, llévame a escena de tal manera que pueda defenderme de la opinión y la visión de los demás porque yo sé que lo he hecho bien; esto dificulta mucho. Las escuelas fomentan mucho el nunca llegarás a estar lo suficientemente formado. Yo les digo, no aprendáis más. Trabaja conmigo. Aprendamos juntos. Hay que dejar de ser alumno y hay que empezar a dar. Empezar a querer saber, pero por un deseo personal.»

«Un actor debe estar preparado y saber que lo que da conecta con el deseo de alguien y que ese deseo es efímero. Buñuel tenía un personaje famoso, casi un demente, y hay gente que dice que quien lo interpreta es su mejor actor, bueno, no lo creo, es simplemente un actor que encaja perfectamente con el deseo de Buñuel, que se presta, que pasaba por allí, pero no vamos a hacer de ahí el artificio del mejor actor o la mejor manera de actuar; esa es sólo la manera de que dos deseos confluyan: el que se proyecta sobre ti y el que tú eres capaz de ofrecer y cumplir. Donde más he articulado esto es como profesora de interpretación, intentado protegerlos de esa especie de usar y tirar.»

«A la hora de trabajar yo te veo, me interesas y ya no pienso en nada más. Nos ponemos a trabajar e intento ayudarte, si no tienes experiencia como actor, a nivelarte con quién sí la tiene. Es una labor de crear equipo. Nunca me han gustado los protagonistas. Me gusta que todo el mundo trabaje en un nivel muy parecido y, sobretodo, si alguien no está en el pensamiento y la reflexión, meterlo ahí por el lado del deseo.»


Lo emocional versus lo intelectual

«Me interesa provocar deseo en lo intelectual. Que lo intelectual no vaya separado en absoluto de lo emocional. Siempre he pensado que no se pueden separar. Hasta en la tarea intelectual más ardua hay emoción: cómo estás sentado en la mesa, cómo estás escribiendo, cómo está el corazón de agitado…, siempre está el cuerpo al cien por cien. Es imposible sustraer el cuerpo de la misma manera que es imposible que alguien que está en escena, moviéndose, no piense. El pensamiento siempre se está haciendo cuerpo. Yo no veo la diferencia.»


El público

«Asumí desde muy pronto que había un público, hasta que Badiou me dijo que el público era para el cine y el espectador para el teatro. Me gusta más la idea del espectador. De uno en uno. Me parece que yo jamás puedo hablarle a un público. Hay piezas que a nivel mío, personal, están construidas sólo para una persona. Siempre intento identificar para quién la hago y a los actores también les invito a que lo hagan. Si alguien llega a identificar su deseo de una manera tan clara y nítida aporta algo fenomenal al trabajo.»

«Con los aplausos pasa algo parecido a lo que hablábamos antes del humor. Es una vía más narcisista y vana. A veces te aplauden muchísimo y están en un acto de violencia, aplaudiendo están diciendo: menos mal que ya se acabó, aunque sea inconsciente, o también pueden estar en un acto de bondad… Cuando llego a los camerinos y me dicen que el aplauso ha sido muy bueno digo, cuidado. Siempre desconfió de los aplausos.»


El presente

«Ahora se ha dado una de esas operaciones del azar que acabas por aceptar. Cuando acabé mi trabajo en la Universidad, que acabó con el cambio de rector, me fui a casa, lo hablé con mi compañero, y decidí estar en casa, leer y no poner en marcha nada hasta que no apareciese el deseo. Comencé y apareció un cierto vértigo, de vacío. Los días empezaron a ser demasiado largos y no me he dejado vivirlo. Tal vez no hubiera estado mal vivirlo un poco más de tiempo. Estaba practicando mucho zen en casa, cuatro o cinco meditaciones diarias. Apareció una relación con el silencio importante y, al cabo de unos meses, me dije que iba discretamente a poner en funcionamiento algo. Había gente con la que había trabajado que me lo estaba demandando. Y sin darme casi cuenta he puesto en funcionamiento cuatro cosas. Pensaba que las cosas iban a ser más lentas y que muchas se caerían, pero, al final, de alguna manera, todo ha cuajado. Me han invitado a DT de residencia todo el mes de octubre y he venido con todo. Aunque de todas las propuesta que he estado trabajando, y enseñando, con la que más me gustaría continuar es con Senecio. La que más me apetece ensayar, investigar y sacar a fuera. Es donde está la aventura creativa mía más viva.»

«Son cerca de treinta años dedicándome a esto y creo que el panorama ha cambiado. He tenido experiencias kafkianas de ir al mismo despacho, con el mismo cenicero y la misma lámpara, para ver a cuatro señores diferentes en distintos momentos. Ni siquiera cambiaban la mesa. Ahora creo que las cosas están cambiando. Me gustaría pensar que está apareciendo un perfil de gestor más afín a la creación y menos apegado a unos presupuestos. Es lo que me gustaría pensar. Aunque sigue habiendo personas que están en puestos estratégicos y que son tapones. Que siguen impidiendo que circule la vida. Parece que hay pequeños brillos, algún destello, de que la cosa puede ser diferente. Hay personas distintas. Pero todo es frágil. En cualquier momento lo igual puede volver a reaparecer con una contundencia absoluta.»


Biografía robada del Archivo Virtual de Artes Escénicas. Aquí.

Sara Molina ha desarrollado su trabajo de dirección principalmente en Granada, aunque ha colaborado con compañías de Tenerife, Alicante y Murcia y realizado alguna puesta en escena para el Centro Andaluz de Teatro. En su producción de los noventa fue central la atención a lo fragmentario (entendido como lo nimio, como lo roto o como lo aludido). Tres disparos, dos leones (1993) incluía fragmentos textuales de Francis Bacon, Margueritte Duras, Paul Auster, Botho Strauss, John Berger y la propia directora, así como material verbal de los actores e incluso restos de improvisaciones desechadas o caminos de trabajo interrumpidos. Los textos no son interpretados, son más bien citados, del mismo modo que son citadas las músicas (de Williams Boyce, Albéniz o Nino Rota, entre otros), los gestos e incluso el proceso mismo de trabajo. Multiplicando las mediaciones, Sara Molina construye teatros dentro del teatro, sustituyendo las arquitecturas formales por reglas de juego e invitando al público a participar con sonrisas cómplices o apelaciones tímidas, invitaciones a que el espectador mire por el ojo de la cerradura o se cuele por debajo de las puertas. Tras una larga relación con Teatro para un Instante, Sara Molina inició una colaboración con Margarita Borja y el Teatro de las Sonámbulas, con el que produjo Almas y jardines (1995), escenificación de una serie de textos poéticos de Margarita Borja en el Castillo de San Juan de Alicante, con partitura musical original de Manuel Seco, y Hécuba, nómos y músicas de las ciudadanas (1997), en la isla de Tabarca. Aunque ha sido con la compañía Q. Teatro, que ella mismo fundó en 1995, con la que ha producido la mayoría de sus creaciones de la última década, entre ellos, Nous in perfecta armonía (2002) y Mónadas (2003)

¿Quién vendrá para salvarnos?

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No es una sensación que tenga con frecuencia. Fácilmente podría contar las veces que me ha pasado. Ni siquiera sé cómo describirla, aunque voy a intentarlo. Sería algo así como que sales del teatro y deseas que nada de lo que ha sucedido se te olvide. No es que quieras que permanezca una ligera idea del montaje o que hayas tenido algún pensamiento que te haya hecho gracia y que apuntas en una libreta, libreta que más tarde acabarás extraviando. Es la sensación de quererlo recordar todo, y cuando digo todo, es todo; hasta el más mínimo detalle de lo que ha pasado.

Últimamente he visto buenas obras. Obras que de una u otra manera me han hecho pensar. Emborracharme con alguno de mis pensamientos y seguir su rastro, cómo avanzan o cómo retroceden. Supongo que cada uno buscamos una cosa diferente. A mi me da placer cuando las obras me dejan enganchado en mi mismo. Pero este ensimismamiento no acaba convertido en asfixia, sino que, más bien, te conecta con el mundo. Es una epifanía extraña. Una epifanía que las palabras, al menos mis palabras, ni siquiera son capaces de bordear.

El sábado, cuando fui a los Teatros del Canal a ver Go Down, Moses de Romeo Castellucci, volví a tener esa sensación. La obra inauguró la XXXIV Festival de Otoño a Primavera (podéis ver un avance de la programación aquí), la primera edición bajo la dirección artística de Carlos Aladro. Aunque dudo que haya sido él el encargado de programarla, más que nada por las agendas de las compañías internacionales y el poco tiempo que Aladro lleva en el cargo, tan solo desde verano. Tampoco es que tenga mayor importancia.

Go Down, Moses, como decía, es una de esas obras de las que me gustaría recordar absolutamente todo. Y esta sensación, a pesar de ser una de las mejores que pueda tener, al menos hasta el día de hoy, es siempre amarga. Amarga por su imposibilidad. La memoria es muy puta y en un abrir y cerrar de ojos puede cambiar los papeles de sitios, mezclarlos. Estas obras no se pueden reducir a unas pocas o unas muchas palabras. Las exceden. Venga esta pequeña crónica a subrayar esta imposibilidad y, por qué no, esta contradicción.

Además de los libros, algún vídeo y otras tantas conversaciones, tan sólo había visto una pieza de Castellucci en vivo en otra ocasión. Fue On the concept of the face, regarding the son of God en el 2011, también en el Festival de Otoño, esta vez en Matadero. Esta obra también forma parte del accidente de mi biografía, esta vez no sólo por la obra en sí, sino también por circunstancias familiares que ahora no vienen al caso. Puede pasar que cuando te acercas de nuevo a la obra de un artista, la obra de Romeo Castellucci ya había sido importante para mí y más en aquellas circunstancias especiales, sientas algo parecido a la desilusión: te acercas al teatro pensando que puedes volver a sentir lo mismo y no lo encuentras ni de lejos. Por suerte, esta vez no ha sido este el caso.

He escuchado muchas cosas en contra de su obra. Que si la manipulación. Que si juega con el público apretándole más de la cuenta. Que es muy fácil hacer lo que él hace teniendo el presupuesto que él tiene. Incluso en esta ocasión escuché cómo una persona decía que Go Down, Moses no dejaba de ser un telefilme de sobremesa. ¡Menudo lumbreras! Lo que hace Castellucci está muy lejos de parecerse a una película de suspense de Antena3, en todo caso, podría parecerse a las películas de otro italiano, Pier Paolo Pasolini, con quién creo que sí tiene cosas en común.

Que tanto Castellucci como Pasolini sean italianos no es una cuestión menor. Solo de un país que es la cuna del catolicismo pueden nacer unas lecturas tan contemporáneas sobre los relatos bíblicos. Y es que esos relatos, por más que nos empeñemos en obviarlos, por más que a algunos les gustaría que fuese de otra manera, aún forman parte del ADN de nuestra identidad. Con todo lo bueno y todo lo malo que eso suponga. Castellucci puede permitirse hacer esta obra porque, en mayor o menor profundidad, conocemos la historia de Moisés. Hace lo mismo que hacían los trágicos griegos cuando escribían sus tragedias y contaban con que el público ya conocía las tramas que abordaban. Cuando Castellucci, en uno de los momentos más cuestionados de la obra debido al diálogo dramático, -sí, una escena de interrogatorio policial en medio, como corazón, de una obra de Castellucci-, posa la historia bíblica de Moisés en nuestra contemporaneidad da un giro certero, una nueva lectura que justifica y hace posible el resto del montaje. Es ahí donde está el diccionario desde el que leer las demás imágenes.

Vayamos por un momento algo más atrás. Una mujer acaba de perder su hijo, mejor dicho, acaba de abortar y dejar a su hijo en un contenedor, aún con vida, dentro de una bolsa de basura. Antes hemos visto cómo la mujer se desangraba en los baños pulcros y elegantes de un restaurante y hemos visto cómo todo el baño se llenaba sangre. A la mujer la llevan a la comisaría e intentan que les diga dónde ha dejado al recién nacido para salvarle. Para intentar salvar su vida aunque ella no quiera hacerse cargo de él. La mujer no dice nada. Enmudece frente a las preguntas. El policía está cada vez más desesperado. En un momento dado, a sus preguntas rutinarias y cotidianas, ¿dónde está el niño?, ¿por qué lo hizo?, la mujer responde con la historia bíblica de Moisés. Está enajenada, pero cómo todos aquellos de los que decimos que han perdido parte de su razón, es capaz de decir grandes verdades. Para mí esta es una de las claves del montaje del italiano. El policía quiere rellenar el informe y marcharse a casa, la mujer sigue viendo animales en el suelo convencida de que su hijo, Moisés, ha nacido para salvarnos. El Moisés bíblico, rescatado de las aguas, criado como príncipe egipcio y figura importante en un buen puñado de religiones, vino al mundo para salvar al pueblo hebreo de la esclavitud de Egipto. Moisés es una figura clave, recuerden las plagas de Egipto, el éxodo, las tablas de la Ley. Moisés es un personaje muy principal en la Biblia. No tiene que ver con otros personajes más secundarios, qué sé yo, personajes como Noé, Jonás o Job. Castellucci da a su Moisés la misma importancia. Un Moisés, abandonado esta vez en un contenedor, que ha venido a un mundo donde ya es imposible cualquier tipo de salvación. Cualquier tipo de redención. Cualquier tipo de consuelo. La mujer llega a responder, cito de memoria: ¿no os dais cuenta de que estáis construyendo los ladrillos de Egipto? Incluso en este diálogo tan duro -literal y metafóricamente- hay humor (uno de los imprescindibles en cualquier obra de arte contemporánea)

A la mujer, que es tomada por loca, y es probable que así sea, por psicópata o tarada, la llevan al hospital para hacerla pruebas médicas. Cuando la meten dentro del TAC, el agujero de ese scanner nos lleva al origen: a una cueva donde están hombres primitivos que comen vísceras y en donde se muere un niño que es enterrado debajo de unas piedras sin mayores ceremonias para, a continuación, volver a reproducirse. Para que continúe el ciclo. Castellucci arrebata cualquier posibilidad de transcendencia para convertirnos en mera biología. Esa mujer primitiva se dirige al público, toda la obra sucede detrás de un telón plástico, y manda un mensaje de socorro pintando con barro un SOS que no tendrá nunca respuesta. No puede tenerla. No puede ser oído ni puede ser visto por nadie más allá. Aquí está la catástrofe de la vida de los hombres, su misterio.

Es cierto que Go Down, Moses es más. Que podríamos hablar de otras imágenes, del motor que gira y que traga pelucas, toda una metáfora de lo que la obra esconde; que podríamos hablar del cuidado espacio sonoro o la belleza de la iluminación, del vestuario, del espacio, de sus cortinas blancas, o de los actores. Hasta de las herramientas del cine aplicadas al teatro -o viceversa-. Es cierto que podría escribir mucho más, ser más prolijo en los detalles, empezar por el principio y acabar por el final, pero también es cierto que por mucho que escriba nunca seré capaz de acercarme a todo aquello que Castellucci nos llega a contar en su pieza. Ya comienza el olvido. Por eso, utilizando una de las frases más manipuladas de la historia de la filosofía del S. XX, terminaré aquí esta crónica porque, como escribió Wittgenstein para cerrar sus Tractatus, de lo que no se puede hablar, es mejor callarse.

 

No dejéis que la realidad se imponga

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No sé cuántos años han pasado, tal vez diez, pero sí sé que antes de aquello apenas había ido al teatro, más allá de un montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea al que fui en el instituto. Los colegios, o al menos los colegios de antes, tenían que haber pensado más las actividades que hacían para acercar la cultura a los jóvenes. Aunque sea parte de nuestro Patrimonio Cultural, la lectura de La Celestina a los dieciséis años puede conseguir lo contrario de lo que se espera: en vez de crear lectores, los ahuyenta.

Hace una década, como empecé diciendo, sólo me había acercado a lo que puede suceder encima de un escenario por la poesía. Había poetas que, con mayor o menor acierto, habían expandido el recital yendo más allá de la mesa con lámpara y botella de agua o el micrófono abierto en bar bohemio. Por aquel entonces, dentro del mundo de la poesía, surgió una manera de hacer que se nombró, creo que de manera no muy acertada, perfopoesía. Nacieron festivales como el Internacional de Perfopoesía de Sevilla. No era nada nuevo. Ahí tenemos los cabarets dadaístas o algunos fenómenos de las segundas vanguardias del siglo veinte, con sus diferencias entre Europa y Norteamérica. También tenemos el spoken word y figuras como John Giorno o Patti Smith. En Barcelona había y sigue habiendo una forma de hacer muy interesante con gente como Eduard Escoffet o Josep Pedrals, por deciros dos nombres de ahora. Y no entramos en Brossa, Felipe Boso o José Luis Castillejo -que perteneció a Zaj- y que ampliaron los horizontes de la escritura. La propuesta que presentaron María Salgado y Fran MM Cabeza de Vaca el año pasado en El lugar sin límites, Hacia un ruido, también tiene algo de esto. En Salamanca me perdí pocas sesiones de la Sala Marte Poesía, ciclo comisariado por Ben Clark que tuvo que suspenderse por falta de presupuesto. También hubo cosas interesantes en el Facyl, cuando el Facyl, bajo la batuta de Calixto Bieito, era una cosa diferente a lo que es ahora. Pero dejemos eso para otro momento.

En la edición de 2008, Cosmopoética, festival en torno a la creación poética que se organiza en Córdoba, programó a Dario Fo y a Franca Rame, compañeros inseparables. La obra: Rosa Fresca Aulentissima (e altre giullarate). En el Gran Teatro. Compré entradas, cogí el tren y allí me fui. Recuerdo que Franca Rame hizo un monólogo espléndido y luego, Dario Fo, al que recuerdo vestido con ropa de calle, salió a un escenario vacío. A su lado una mujer con un micrófono preparada para hacer una traducción consecutiva de la pieza. Sí. Traducción consecutiva en el teatro. Es decir, Dario Fo hablaba y a continuación la chica traducía. Eso que a veces da tanto miedo porque rompe el ritmo de cualquier conversación. Dario Fo tendría ya 80 años. Pero Dario Fo, encima del escenario, sin nada más, era el escenario entero. En el espectáculo hacía varios lazzi de la Comedia del Arte. Aún recuerdo el del mendigo hambriento que tiene tanta hambre que se come a sí mismo y tengo en la cabeza la imagen de Dario Fo sacándose las tripas para devorarlas. Dario Fo y su cuerpo y su voz y el gesto y la mirada y una palabra supeditada a la interpretación. Comprobé cómo encima de un escenario se podía llegar a la verdad a partir de la mentira. Quizá esa sea una de las grandezas del teatro.

Cuando cogí el tren de vuelta, había cambiado. Comencé a pensar en el escenario de otra manera. Empecé a leer a Dario Fo, primero su Manual mínimo del actor y, más tarde, gran parte de lo demás. El teatro ya no era aquel montaje pésimo de El Alcalde de Zalamea, era y debía ser algo más, algo mejor y más divertido. Un lugar para la resistencia. Un lugar donde todo es posible. Un espacio que no está ensimismado. Un juego que puede y debe tomarse muy en serio. Dejé de estudiar lo que estaba estudiando y me vine a Madrid a aprender otras cosas sobre teatro.

Ayer murió Dario Fo, tenía 90 años. El día de mi cumpleaños. Ayer también otorgaron el premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, un músico. Hace diez años, Dario Fo, sin saberlo, me cambió de alguna manera la vida. Está claro que por eso no se gana un Premio Nobel, al italiano se lo dieron en 1997 por «emular a los bufones de la Edad Media y defender la dignidad de los oprimidos»; pero estoy seguro de que no se lo dieron sólo por eso. Sit tibi terra levis.

No todo en la cueva es oscuridad

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El 8 de octubre, sábado, después de ver Contar para / sobre vivir 2 (El lugar sin límites, CDN), también han escrito sobre las piezas Pablo Caruana y Oihana Altube; me descubrí intentando explicarle a mi acompañante, una de mis antiguas alumnas de teatro, conceptos que a veces ni yo misma entiendo. Cosas sobre el ciclo, que ella no conocía, y cosas sobre las piezas que acabábamos de ver.

Esto no es teatro, decía en el descanso después de ver el trabajo de Edurne Rubio. ¿Por qué?, le preguntaba. Por el ojo, contestó, a mi me enseñaron -y recuerda que tengo un máster- (risas) que la diferencia está en el ojo. Ahí está la diferencia entre el cine y el teatro. No hemos mirado a través de nuestro ojo, hemos mirado a través del ojo de la cámara, dice haciéndose la intelectual. Hemos mirado a través de los ojos de las personas que nos cuentan su historia, le digo. Le cuento paparruchas sobre la experiencia estética para que sepa a mi sí me ha gustado Ligth Years Away. Y que me importa una mierda si es teatro o no. Aunque me lo haya parecido. Edurne Rubio plantea un documental sobre el Grupo de Espeleología Edelweiss, al que pertenece su padre, y el descubrimiento de la cueva de Ojo Gareña en el norte de España.

Entramos en la Sala Valle-Inclán completamente a oscuras, con una temperatura de menos de veinte grados, y Edurne, en escena, con una linterna apuntado al suelo nos da la bienvenida al recorrido por Ojo Gareña. A partir de ahí, envueltos en un espacio sonoro pensado para la inmersión -al igual que los pensaba Buero Vallejo, del que este año celebramos un parco centenario-, se proyectan imágenes del grupo de los espeleólogos en sus expediciones fotográficas. El audio de sus testimonios también se transcribe en la pantalla. El relato se convierte en una metáfora del lugar que ocupa el hombre en el mundo y en la Historia. La poesía y el abismo del tiempo geológico, los huesos apilados durante la Guerra Civil. Los espeleólogos nos cuentan como la cueva se convierte para todos ellos en un espacio de libertad: allí abajo pueden hablar de cualquier cosa. Edurne con la luz de su linterna recorre los focos y paredes para que podamos contemplar las estalactitas de la cueva en la que estamos para, más tarde, acompañarnos hasta la salida, advirtiéndonos de lo resbaladizo que puede resultar el suelo.

Explicado así, sí que parece teatro, dijo. Qué más da, dije. Seguimos hablando. Le cuento, por qué no, que también reconozco algún paralelismo con la fotografía contemporánea, por ejemplo la obra de Miren Pastor, y también con las películas y vídeos de Lois Patiño. Por eso me gustó. Por el relato y por la casa. Porque es capaz de entretejer un material delicado e íntimo para compartirlo con los que allí estábamos. En un momento de la pieza, Edurne le pregunta a su padre si en las expediciones en las que pasaban varios días allí abajo, volver a su campamento, junto a una laguna subterránea, era como volver a casa. Él contesta que sí.

Entonces del concierto. ¿Qué piensas del concierto?, le digo mientras nos sirven la cerveza de después. Ah. Sí. El concierto. Eso sí es teatro, teatro del bueno además. No sé qué decirte. Estos modernos me tienen desconcertada (sic) ¿Y Cris Blanco? Cris Blanco te gustó, le digo. Sí. Claro. Muchísimo. No hace falta ir de moderna para ser moderna. (sic) Bebo de la cerveza. Prefiero no ahondar en el tema de los bandos de «modernos» y «antiguos», etcétera. Le pido que me cuente por qué le gustó Fäustino IV o Concierto para esfuerzo y sonido de Sergi FäustinoPorque es honesto, me dice.

En su propuesta Sergi Fäustino se convierte en la langosta de Accidents (Rodrigo García, El lugar sin límites, 2015), al colocarse unos aparatos que recogen los sonidos de su cuerpo, amplificados y mezclados en una mesa, mientras realiza una serie de rutinas físicas. Sentados en el escenario asistimos al concierto que da su cuerpo, su sangre, su respiración, sus intestinos. El cuerpo vivo siempre está en movimiento. El cuerpo tiene que salir de escena para convertirse en silencio. Entré totalmente, me alegra haberme puesto este peto del mercadillo solidario. Me costó 3€ y así he podido tumbarme. Allí tumbada casi entro en trance como en un ritual (sic).

Al final, convencidas de haber entrado en dos cuevas esa noche, apuramos nuestra tercera cerveza concluyendo que no se trata de lo bueno o de lo malo, de si es teatro o no es teatro. No se trata de diferenciar, etiquetar o intelectualizar. Las etiquetas solo sirven a los taxónomos para dibujar fronteras. Ah, claro, por eso se llama El lugar sin límites, descubre mi acompañante con una felicidad no solo propia de las cervezas.

Nos despedimos en Tabacalera. Es guay que haya esto. Me gusta ver estas cosas. Gracias por haberme invitado, dice. Es muy «guay» y es muy necesario. Ten en cuenta que al mismo que está programado esto, está Espido Freire debutando como actriz en el María Guerrero.

Al día siguiente salí a comprar tabaco y yogures. Después de haber lamentado las butacas vacías y al pasar delante de la casa de mis vecinos –Teatro Pavón Kamikaze– pude comprobar que hay guerra en todos los lados: Israel Elejalde estaba a la puerta del teatro esperando a más de la mitad del patio de butacas que aún no había llegado. Qué lastima. Y es que al final, más allá de bandos, lo único importante es que la gente vaya al teatro a ver cosas interesantes. Cosas como éstas.

Esta casa en medio del viaje es el viaje

Casa

En el mes de octubre pasa todo, pero mientras pasa todo también pasan otras cosas. Sara Molina es artista en residencia en DT Espacio Escénico y durante todo el mes va a ir mostrando aproximaciones a distintos proyectos en los que está embarcada últimamente y en los que se acompaña de distintos artistas.

El fin de semana pasado pudimos ver Suhuf, pieza creada junto a Ahmed Benattia. Una interesante conversación entre Ahmed y Sara, entre el norte de África y el sur de Europa, entre la juventud y la madurez, entre el patio de butacas y el escenario, entre el cuerpo y la palabra. Durante su época en el teatro universitario de la UGR, Sara Molina ya trabajó en varios montajes con Ahmed, escribió poemas en torno a su relación y un día decidió enviárselos; Ahmed se los envió de vuelta, corregidos y puntuados. Así empieza una conversación y así empieza Suhuf, con Ahmed en el escenario y Sara sentada entre el público, y donde las palabras en árabe y castellano van sobrevolando nuestras cabezas, nos van envolviendo y van dibujando un paisaje emocional que nos habla de una forma de mirar, de mirarse, de mirarnos.

El viaje es una conversación y la conversación puede ser una casa: un lugar que habitar y un lugar que ocupar. El trabajo de Sara Molina y Ahmed Benattia nos sirve, por qué no, de contrapunto a los que estamos disfrutando con las propuestas de La casa y el relato, de El lugar sin límites en el CDN. La casa de Sara y Ahmed está hecha de palabras y durante el viaje trazan un camino en común, entre sus pasados y futuros, sus deseos y sus miedos, sus amores y sus desamores. Las palabras nos animan a la contemplación y, poco a poco, las hacemos nuestras: desde sus lugares más íntimos viajamos a los nuestros y allí, al fondo, una letra árabe en la oscuridad se convierte en una serpiente roja del desierto y caminamos largas distancias pese a estar quietos o un turbante enroscado nos dice algo sobre la imposibilidad de encontrarnos con el otro y unas babuchas de neón se convierten en todo un bazar.

Todavía queda mucho octubre y en DT pueden encontrarse con el trabajo de Sara Molina. Es probable que merezca la pena.

Todo está a punto de saltar por los aires

Bad Translation

Hay obras que no sabemos muy bien qué es lo que nos quieren decir, estas obras las tenemos que leer a la luz de las notas del programa de mano o gracias a las entrevistas con sus creadores, suelen ser obras excluyentes que se sirven de artículos teóricos o informes para subrayar lo que no han sido capaces de decir por sí mismas. Este corpus analítico adviene a posteriori y suele ser ajeno a su concepción. Estas obras no suelen provocar nada pues por sí mismas no son nada. Necesitamos que alguien, reencarnado en un mesías, les dé un mínimo de sentido. Gracias a estas obras hay gente en las universidades que lleva el pan a casa.

En cambio hay otras obras que exceden los límites de sus sinopsis y teorías. Obras que no necesitan de una explicación externa porque cuando nos acercamos a ellas, desde nuestros conocimientos y experiencias, somos capaces de saber de lo que nos están hablando. Esto no quiere decir que sean frívolas, superficiales o más planas que una tabla de planchar, al contrario, tienen tantos niveles como personas se acercan a ellas. Estas obras son inclusivas y fomentan tanto la lectura y el pensamiento como el goce y el disfrute; si acaso ambos niveles pueden existir por separado. Gracias a estas obras sigue existiendo el teatro.

Bad Translation de Cris Blanco pertenece al último grupo. Este fin de semana hemos podido disfrutarla por segunda vez en Madrid, ya pudimos verla a principios de este verano, y, una vez más, a pesar de la programación madrileña, el patio de La Casa Encendida estaba hasta arriba, y eso que las diez de la noche de un domingo no es la mejor hora. Con las piezas de Cris Blanco el bocaoreja está claro que funciona, la gente no hace más que recomendar sus trabajos y cuando alguien ve alguno por primera vez, suele repetir. Da gusto ver un trabajo de eso que por aquí llamamos artes vivas -o coreografías expandidas como lo llama Óscar Cornago, suponemos que a partir del concepto de teatro expandido que conocíamos por José Antonio Sánchez-, es decir, mola ver cómo a las artes vivas no les falta público y que una sala que programa este tipo de trabajos acoge por igual a actores del teatro comercial, programadores, estudiantes de arte dramático o diletantes culturales. Tal vez esto signifique que Bad Translation, por su saber hacer, se sostenga más allá -o a pesar- de las etiquetas.

La sinopsis de Bad Translation que podemos leer en la página web de La Casa Encendida es una sola frase, además de un juego que reconoceremos al ver la pieza, que dice: “Bad Translation es una batalla en la que lo analógico vence a lo digital”. Y sí, puede que sea eso, pero a su vez son más cosas.

En El Agitador Vórtex, la anterior pieza que pudimos ver también en La Casa Encendida y Teatro Pradillo, Cris Blanco, sola en escena, juega con un dispositivo similar al de Bad Translation. Esta vez ha sabido seguir avanzando en el juego y rodearse de un buen grupo de performers para apretar más la tuerca y, por qué no, cargar la maquinaria de otro pensamiento.

En todo momento Cris Blanco sabe estar y sabe hacer encima del escenario. Podemos decir que es una buena anfitriona cuando nos invita a ver uno de sus trabajos. Sabe que una mirada, un guiño o una sonrisa a tiempo comunica más que cualquiera de los aparatos conceptuales. Todo lo que pasa en escena, más allá de la destreza, las pautas marcadas o los diferentes artefactos, está muy vivo. Tan vivo que en su trabajo convive el éxito con el fracaso, la buena factura con la chapuza escénica, el genio con la tontería, la elegancia con el do it yourself. Entiéndase en sentido positivo, por favor.

En Bad Translation Cris Blanco nos presenta el interior de nuestro ordenador convirtiendo a los chips, impulsos eléctricos y demás vainas tecnológicas en trabajadores que hacen que el sistema sea posible, igual que en Inside Out convierten a los sentimientos en bichos de colores diferentes. No creo que a Cris Blanco, si llega a leer este texto, le importe la comparación: las referencias a la cultura pop están presentes en su obra. El sistema, con unos obreros que asumen su función y se ven desbordados por el trabajo, acaba colapsando por su uso y abuso. ¿Les suena? En este momento el ordenador se convierte, sin forzar el análisis, en una metáfora de lo social.

Gracias a una dramaturgia casi circense y a partir de macguffins, no es importante lo que se nos cuenta sino el cómo y el para qué se nos cuenta, Cris Blanco consigue hacer una pieza que nos habla de cómo la tecnología organiza nuestra vida: está más vivo el ordenador que quien lo utiliza, de hecho su usuaria nunca aparecerá en escena; o de cómo la parte primordial para el buen funcionamiento de un sistema son sus trabajadores y el propio sistema los ahoga sin demasiadas contemplaciones. El cambio de lo analógico a lo digital es también un cambio en los ritmos, un cambio de tiempos. Cuando la sociedad quiere ir más rápido que la vida surge la frustración y se impone la imposibilidad.

No deja de ser Bad Translation una metáfora de los usos y costumbres de la sociedad contemporánea que partiendo de un elemento tan presente en nuestras vidas como un ordenador, Internet y las redes sociales, teje un relato disparatado sobre nuestro acontecer y las mentiras que inventamos sobre nosotros y nuestra vida. Está claro que para afianzar la identidad siempre ha tenido un papel muy importante quién está enfrente, ¿nos importa más lo que somos frente al otro que lo que somos frente a nosotros mismos? Al vivir en sociedad necesitamos el contacto con el grupo, que la individualidad se diluya en las colectividades, pero pareciera que un like de Facebook fuese ya la única forma de posteridad y reafirmación posible. Y para eso nos inventamos diferentes estrategias que nos permiten alejarnos de la realidad y su permanente insatisfacción, ya sean viajes falsos a Cancún o poemas en polaco que no son más que canciones de Ricky Martin mal traducidas por Google.

El título de la pieza, Bad Translation, no creo que sea inocente. Existe una mala traducción. Un puente en ruinas. Si la sociedad corre al ritmo de la tecnología, al ser humano no le queda más remedio que convertirse en un robot. Y esto hecho y contado desde el juego y el ingenio. Desde un sentido del entretenimiento casi brechtiano, mucho humor: sólo el pensamiento pacato está reñido con el humor, y un buen puñado de honestidad. A partir de disonancias entre lo que se ve proyectado y lo que se ve encima del escenario: no es baladí que los encargados del mantenimiento del sistema salten y retocen agobiados cuando tienen que desempeñar una tarea que le sobrepasa. Es probable que como ocurre en Bad Translation todo esté a punto de saltar por los aires. Pero es más probable que Bad Translation, como todas las cosas buenas, sea mucho más de lo que en un principio nos pueda parecer.

Propiedad privada

seedbed

Si alguna vez me preguntáis por mis artistas favoritos, estoy casi seguro que no nombraría entre ellos a Vito Acconci. Sin embargo, desde que conocí su trayectoria, y de eso ya han pasado más de diez años, su obra se me aparece cada cierto tiempo como una guía para acercarme al trabajo de otros artistas.

Sus trabajos más conocidos son los que desarrolla en el campo de la acción, y por tanto del arte conceptual, durante los 60 y 70. Algunos de sus vídeos de esta época los podemos comparar con obras de Beckett. Ya como poeta experimental siente la hoja en blanco como un espacio en donde las palabras se comportan como objetos en movimiento. Más tarde abandonará el mundo del arte por la arquitectura, según reconoce en esta entrevista, porque le interesa mucho más lo que pueda pasar en la vida cotidiana y el espacio público, que en un espacio específico como el museo o el teatro. Nunca se sintió cómodo en el mundo del arte y no se reconoce como artista: «quizá lo fui, pero ya no».

En enero de 1972 Vito Acconci presentó en la Sonnabend Gallery de Nueva York Seedbed. Que podemos traducir como semillero. La performance era más o menos así: la gente entraba en la galería y se encontraba el espacio vacío. Vito había construido un doble suelo en donde estaba escondido y, cuando pasaban por encima de él, podían oírle masturbándose y susurrando sus fantasías. Jugaba con lo obsceno, al igual que jugaban los griegos y que juega Haneke: a veces lo que ocurre fuera resulta más crudo o evocador que lo que sucede dentro. Según está recogido en sus notas, parte de lo que decía era más o menos así: estoy haciendo esto contigo ahora… estás delante de mí… te estás girando… me muevo en dirección a ti… me inclino sobre ti… bajo la rampa: me muevo de punto a punto, cubriendo el suelo… me he vuelto hacia mí mismo; me he vuelto hacia mi interior: en contacto constante con mi cuerpo (friego mi cuerpo para borrarlo, para borrar algo de este, dejo eso y sigo adelante): masturbándome: tengo que continuar todo el día: cubrir el suelo con esperma, sembrar el suelo… puedo formarme una imagen de ti, soñar contigo, trabajar en ti… puedo seguir mientras pienso en ti, puedes reforzar mi excitación, servirme de medio…

El sábado me acordé de Vito Acconci cuando estaba en La Casa de Aitana Cordero. Obra programada en el CDN dentro de El lugar sin límites. Más allá del sentido simbólico que tiene ver esta pieza en este espacio, lo primero que pensé nada más entrar fue que la Valle-Inclán parecía la Nave1 de Matadero. Un gran rectángulo, esta vez sí, blanco, -como un gran lienzo-, que se extendía hasta el fondo. Y en el fondo descansaban, apoyadas en la pared, puertas, cajones, vigas y otras maderas, además de un retrete, algún ladrillo y una rueda. Los performers activarán estos objetos colocándolos por el espacio o construyendo diferentes estructuras frágiles y efímeras -intentos de casa o refugio, más que de hogar. Incluso retornándolos a su posición inicial. También hacen más cosas. Aunque esa acción predomina durante las tres horas que dura la pieza. Se desnudan, mueven la cadera adelante y atrás con leves movimientos, lamen y restriegan sus partes pudendas por las paredes del teatro o intentan introducirse un palo por el ano. Todo esto, dicho así, a alguno le pudiera parecer soez, no es el caso; tampoco es provocativo. Simplemente es. Mediada la obra dos de los performes se masturban y se sirven de su semen para pegar dos pequeñas astillas en una pared de madera blanca, que habían anclado al suelo en otro momento. Este resumen, ni mucho menos completo, a alguno de vosotros os habrá servido para tender un puente, el puente del espacio y del deseo, con la obra de Vito Acconci.

El lenguaje, aunque sea deconstruído, onomatopéyico, tiene una presencia muy fuerte en la obra del norteamericano de los 70. El artista implica a los espectadores en sus performances a través de la palabra, consiguiendo que se conviertan en sus cómplices y que un acto tan solitario como la masturbación, sea un acto compartido. La acción existe, aunque no sea vea, y el espectador accede a ella a través del sugerente juego de la palabra. Es una de las claves de la práctica artística: los diferentes niveles de significado, lo velado, el hueso de la fruta que se intuye en cada mordisco. Ya está aquí la preocupación de Acconci por los límites entre el espacio público y privado que le llevarán a dedicarse a la arquitectura.

En La Casa de Aitana Cordero aparece una cuarta pared -otra arquitectura-, que en vez de agruparnos en la comunidad, servir como reflejo o acicate; sentí que nos alejaba. No estoy diciendo que la cuarta pared sea algo malo. Ni mucho menos. A fin de cuentas una casa es un espacio de intimidad. El espectador, en su voyeurismo, puede descodificar a su manera lo que ve encima del escenario. El juguete creado por Aitana Cordero se convierte en el lienzo en blanco donde se puede posar lo que se nos pase por la cabeza. Aitana deja al público, consciente o inconscientemente, en un segundo plano. Fuera de lo que está pasando o pueda pasar. Ella, que con claridad no ocupa el papel de los performers, sí puede atravesar esa cuarta pared, quitar las astillas de sus dedos o recoger su semen; ella sí puede salir y entrar del teatro y a ella, sentada en la primera fila, sí le pueden dar tablas para la instalación que veremos una vez salgamos de la sala. En algún momento pensé que la obra era sólo para ella y que los espectadores no éramos más que unos invitados molestos, sobre todo cuando alguno abandonaba el teatro, encendía el teléfono o murmuraba.

En Seedbed Vito Acconci pone al público en un plano diferente. Más parecido al lugar donde él se sitúa. Lo necesita, lo usa y lo imagina. En definitiva: lo incluye. «Puedo formarme una imagen de ti, soñar contigo, trabajar en ti… puedo seguir mientras pienso en ti, puedes reforzar mi excitación, servirme de medio…» No es la única manera en que lo podría haber hecho, pero sí una de las posibles. Qué más da, siempre y cuando la masturbación no sea un simple placer solitario.

Aitana Cordero tenía a su disposición todas las posibilidades.

p.d. Óscar Cornago ha escrito sobre la pieza en el blog de El lugar sin límitesaquí. También Carlos Fernández, aquí. Y Ainhoa Hernández Escudero, acá.