O sancta simplicitas!

Cuando en el S. XV, Jan Hus, condenado por hereje, se estaba quemando en la hoguera, vio como una viejecilla se acercó hasta las llamas que le estaban consumiendo y comenzó a arrojar más leña. La última frase que dijo fue: O sancta simplicitas!

Esta breve historia, a camino entre la verdad y la leyenda, es la primera imagen que me ha venido a la cabeza esta mañana. Al levantarme he leído en El País que 700 profesionales piden que se recupere el teatro en Matadero, pero también he leído la columna de Marcos Ordoñez, Cuando se agota el ánimo, en donde nos cuenta que, después de diez años, la Fundación Collado-Van Hoestenberghe deja la escena. No les ha salido ni un solo bolo de su última pieza en toda España. Recuerdo con ánimo y cariño los trabajos suyos que he visto.

El primer comentario que hay en El País a la columna de Ordoñez es de un tal Antonio Jiménez que afirma con rotundidad que en 50 años que lleva él de espectador no había escuchado hablar de esa compañía ni una sola vez y que, por lo tanto, no pasa nada porque dejen el teatro ya que, llega a insinuar, no se habían ido antes de España por las subvenciones. Esta manera de ver el mundo y usar como regla para medirlo a uno mismo, de forma tajante y con exclusividad, es sólo uno más de los males que nos llevan a la uniformidad y a la extinción cultural. Lo que yo no conozco: no existe; lo que a mí no me gusta: no tiene el derecho de existir.

Esta nueva guerra entre clases, donde ya no hay obreros y sindicatos contra dueños de fábricas, mantiene parte de sus antiguos modos. Se lucha, en definitiva, porque el dinero no cambie de lado. Combaten los visibles contra los invisibles. Unos tienen miles de seguidores en redes sociales, se les para por la calle para hacerles una fotografía, salen en series de televisión y hacen cine de cualquier pelaje, ganan premios (y si no los ganan se quejan de su limpieza e imparcialidad, solo hay que pensar en la pataleta de Peris-Mencheta cuando La cocina, estrenado y producido gracias al CDN, no consiguió las nominaciones a los Premios Max que el sentía como propias) y también ganan los artículos de prensa y la repercusión, con solo una llamada miles de acólitos acudirán a su lado y otros, los invisibles, luchan porque les salgan siete bolos y algún que otro proyecto para intentar sobrevivir un nuevo año.

Entiendo que la producción privada de teatro, que busca rentabilidad y que busca dinero, apueste por los primeros; no entiendo que ninguna institución pública sea capaz de apostar y dar apoyo a los segundos, pues su primer objetivo no debería ser solo el económico. Parece que Naves Matadero, desde su separación del Teatro Español, iba a ser ese espacio, pero, antes siquiera de que su director artístico programe una temporada completa, los que antes ocupaban ese espacio público y que se servían de él para mantener sus empresas privadas, se han levantado en armas. Y es que creían que lo público era suyo y no de todos. No pueden explicarse de otra manera las declaraciones de Peris-Mencheta en El Mundo en las que afirma que su compañía ha tenido que cerrar porque su nueva producción ya no encontrará acomodo en Matadero, dando por hecho que cualquier director artístico, más allá de cuál sea su proyecto, tiene que programar sus montajes. Usando como vara para medir el mundo únicamente a sí mismo.

Pero si hay algo que aún me das más pena, es el desconocimiento absoluto hacia el trabajo que realizan compañeros que han elegido vías diferentes a la suya. Afirmar que no se programa teatro de texto de Matadero desde febrero cuando hace apenas una semana podíamos ver MDLX de MOTUS es algo que solo se puede afirmar desde el resquemor y la ignorancia. Al igual que esas declaraciones capciosas, que demuestran las miserias más profundas de un ser humano que ve peligrar su negocio, y que afirman que en Matadero solo quieren programar lo del Patio Maravillas, la vanguardia de la vanguardia y que Peris-Mencheta, solamente él y «algunos de los suyos», ha llevado y puede llevar público al teatro.

Leyendo el manifiesto, titulado engañosamente Defendiendo lo de todos, pues está muy bien en estos tiempo de buenrollismo defender los intereses personales maquillándolos de bien común, me pregunto: ¿por qué no defendieron antes «lo de todos», desde su atalaya de la repercusión mediática, ayudando de verdad a sus compañeros cuando espacios públicos como Matadero los tenían cerrados a cal y canto para ellos? ¿Por qué ellos, que supuestamente defienden la educación y la pluralidad cultural, se olvidan de sus principios cuando ven peligrar su cartera? ¿De dónde sacan que los montajes que antes se programaban en las Naves del Español han hecho que el espacio sea reconocido internacionalmente?, ¿ha sido por El jurado, por Pingüinas, por El cartógrafo? ¿dónde están las giras internacionales, las notas de prensa internacionales, de esos montajes? ¿En qué momento se puede llegar a pensar que al ser un teatro municipal, pagado con los impuestos de los madrileños, no puede haber compañías de fuera de Madrid, no pueden apoyar el proyecto gente que no sea de Madrid?

Por primera vez se intenta que los teatros estén incluidos y participen de la programación de Matadero, por lo que, en verdad, es reconocido internacionalmente. Que las Naves de Matadero estén, no solo por su localización, en Matadero.

Ya he hablado en al menos tres ocasiones diferentes sobre lo que me parece esto: aquí, acá, allá. Esta vez prometo que será la última pues, al igual que la Fundación Collado-Van Hoestenberghe, he perdido el ánimo. Y también la última esperanza. Solo me queda decir, como Jan Hus, O sancta simplicitas! El resto es silencio.

El animal que corretea por el color blanco

Hoy lanceamos este animal imaginario
que correteaba por el color blanco.
Raúl Zurita

Esta es el quinta vez que intento escribir sobre Extraños mares arden.

La primera acabé liado en consideraciones sobre el ZIP, el ciclo organizado por el Teatro Español donde se presentó la obra en Madrid (es la entrada anterior).

La segunda vez empecé a escribir sobre Raúl Zurita. De cómo llegué a casa, el domingo después del teatro, y cogí de la estantería Purgatorio y releí los poemas de El Desierto de Atacama. De lo que me gusta el libro -publicado en el año 1979-, de lo que significa social y políticamente, de su importancia en un Chile roto por la dictadura y de la renovación formal que suponen sus poemas. Y citaba muchos versos del libro, versos como: “i. Los desiertos de atacama son azules // ii. Los desiertos de atacama no son azules ya ya dime lo que quieras // iii. Los desiertos de atacama no son azules porque por allá no voló el espíritu de J. Cristo que era un perdido” o “ii. Miren esas ovejas correr sobre los pastizales del desierto. // iii. Miren a su mismo sueño balar allá sobre esas pampas infinitas” Etcétera. Al final casi citaba el libro entero, y hablaba mucho de Zurita y sus entrevistas y de cuando le vi el año pasado, y que haré lo posible por verle este año en el Festival POETAS. Y me inventé conexiones entre Zurita y Extraños mares arden, conexiones que ahí están.

La tercera vez intenté ponerme objetivo. Que si al entrar en la sala vemos, al fondo, pies de micro, altavoces y focos; a la izquierda sobre una peana, una réplica de For the Love of God de Hirst y a la derecha un cuadro de Malevich. Que si entra Juan Cristóbal Saavedra, encargado de la música y se coloca detrás de una mesa de sonido donde también hay una guitarra eléctrica, también a la izquierda. Que Txalo y Laida nos dan la bienvenida, de cómo nos hablan, de cómo van vestidos -aquí empezaba a enfrascarme en algunas relaciones ya no tan objetivas-, de cómo colocan las obras de arte, y la peana, junto a los pies de micro, los altavoces, los cables y los focos. De cómo sacan dos telones negros y cubren los objetos, y crean una montaña, y luego sacan telas blancas que extienden por el escenario, de la importancia de la luz pintando las telas, de cómo todo el escenario se va convirtiendo, capa tras capa, tela tras tela, en el desierto de Atacama, y al final aparecen camiones que trabajan en las minas y pequeñas casitas, y cómo el texto, proyectado en su mayoría en el panorama del fondo, nos va revelando, capa tras capa, frase tras frase, las relaciones entre el nitrato de Chile, la fortuna de los Guggenheim, el funcionamiento del mercado del arte, del mercado de valores y el capitalismo, de la inauguración del Museo Guggenheim de Nueva York y luego del Guggenheim de Bilbao. De la cantidad de obras que están ocultas en sus almacenes. De los vídeos explicativos sobre la especulación o el mercado del arte para dummies. De cómo funciona ese documental leído, apenas interrumpido por la historia personal de los abuelos paternos de Txalo y su padre, -y la camiseta verde comida por el sol con la que jugaba al fútbol su padre-, con lo que está sucediendo en escena. Y del baile final de Laida, enmascarada. Entonces pensé que mi descripción se quedaba muy corta frente al paisaje de la obra y mis palabras no eran capaces de alumbrarla.

La cuarta vez escribí que Extraños mares arden es una obra sobre el colonialismo y sobre el exilio. De la importancia de poner a dialogar la «historia del éxito» de los Guggenheim con otras historias familiares. De cómo se entretejen tres planos diferentes en el texto (cuatro con la escena, cinco con la música, seis con la luz…). Las causas y las consecuencias. Del sistema económico sostenido en el aire. Y de la complicidad de los políticos. De enseñar la cara oculta de la moneda. De lo íntimo y lo público y lo social y lo político. De sus ruinas. Y hablaba de José Monleón y de algunas de sus reflexiones sobre la Cultura de la Paz y el Bien Común y el Teatro. Y también de cómo funcionaba la écfrasis cuando Txalo describe las fotos del álbum familiar. De las relaciones entre las imágenes y las palabras. Patatím, patatám.

Fue Plutarco el que escribió en el prólogo a las biografías de Alejandro y César -perdón por la cita-: “Pedimos a los lectores que, si no lo contamos todo y en particular algo de lo más conocido en forma exhaustiva, sino recortando la mayor parte de las cosas, no se quejen. Pues no escribimos Historias, sino Vidas, ni es generalmente en las empresas más gloriosas donde se encuentran pruebas de virtud o vicio, sino que, con más frecuencia, una situación momentánea, una frase o broma refleja mejor el carácter que batallas con miles de muertos o los más espectaculares asedios de ciudades y los más prodigiosos movimientos de tropas.”

Ahora, esta quinta vez, que ya pensaba tirar la toalla, quiero contar una pequeña historia personal de Txalo que, en la obra, nos cuenta Laida.

Hace unos años inauguraron una nueva tienda de Sephora en Barcelona. En la tienda, de maquillaje y otros productos de cosmética, pusieron unos ordenadores con acceso a Internet para atraer a los consumidores. Mientras la gente compraba, se felicitaba y disfrutaba con aquella celebración, Txalo entró en la tienda para conectarse a Internet y leer su correo. En la bandeja de entrada un correo decía que su abuela había fallecido dos días antes. Txalo comienza a llorar frente al ordenador. Es en ese momento de pausa, en el que un hombre llora y otros compran, ajenos, en donde se resumen, para mí, algunas de las claves de Extraños mares arden. Donde lo íntimo se convierte en público y lo personal, es político.

En esa tensión, en esa contradicción, arde el mar.

Doce puntos breves para «flipar pepinillos»

Durante los últimos cinco días el Teatro Español ha estado “okupado” por “compañías jóvenes que luchan contra el proceso de envejecimiento del lenguaje convencional”. En un alarde de originalidad han llamado a esta semana corta “semana radikal”, y al ciclo ZIP, porque es un ciclo “comprimido”. No querría extenderme demasiado, pero como la forma en que se presenta el ciclo a la prensa y al público es importante, porque de la comunicación depende la normalización de unas prácticas relegadas constantemente a los márgenes, además de que las piezas encuentren su público, no puedo dejar pasar la ocasión para decir:

1, esta “okupación” supone un nuevo desalojo de la programación principal del Teatro Español. Podemos pensar, por tanto, en palabras del Teatro Español, que su programación principal está “okupada” por compañías que hacen montajes en un lenguaje convencional envejecido.

2, pudiera parecer que las compañías que forman parte del ciclo no están en la programación por méritos propios y que, en el anonimato de la noche, han tenido que reventar las cerraduras y atrincherarse en el Español a la fuerza. Esta «okupación» no comparte ninguno de los valores del movimiento «okupa». No se abre un espacio, más allá de la «semana radikal» los espacios vuelven a estar cerrados a cal y canto. Es como comprarse una camiseta en ZARA con la «A» de anarquía.

3, los archivos comprimidos pueden perder calidad, me pregunto si el formato de presentar ocho trabajos en cinco días repartidos por varios espacios es el más adecuado y respetuoso con las piezas de estas compañías. Me pregunto: ¿qué es lo que piensa el posible público cuando, sin conocer apenas a las compañías, lee semejante información?¿Qué es una «semana radikal»? ¿Suena a Semana Trágica?

4, no tengo, en principio, nada en contra de que la programación de un teatro esté estructurada en ciclos. Tal vez así se facilita la comunicación y se puede llegar de manera más directa al público potencial de cada obra. Pero estoy en contra, como ya os he dicho en más de una ocasión, de que haya ciclos mayores y ciclos menores; y de que los ciclos menores, no solo por cuestión de presupuesto, sean siempre los destinados a los “que luchan contra el proceso de envejecimiento del lenguaje convencional”. Tampoco me convencen los ciclos organizados únicamente por cuestiones formales.

5, ¿se imaginan en 2017 un ciclo, de una semana de duración, dedicado al teatro realizado por mujeres?, ¿se imaginan que las mujeres no pudieran acceder a los demás meses de la temporada porque ya tienen su ciclo de una semana? ¿O los iluminadores indios? ¿O los pelirrojos?

6, tengo mis dudas de que una directora artística que confiesa que el único montaje destinado al público infantil lo programó su sobrina de siete años, tenga un plan claro, unas líneas maestras, para programar teatro infantil o juvenil. Por desgracia, este mal no  lo sufre solo el teatro infantil en el Español.

7, desde hace meses podemos consultar en el blog de Matadero el proyecto de Mateo Feijóo y hacernos una idea de sus posibles aciertos y sus probables errores. A pesar de habérselo pedido al Teatro Español en varias ocasiones, el proyecto de Portaceli sigue siendo invisible.

8, quizá sea el momento de reclamar mejores departamentos de prensa y comunicación en los teatros. Quizá sea uno de los departamentos más importantes en un teatro. También el pedagógico. Prensa debe acercar las obras al público y no, como aquí sucede, alejarlos.

9, no, no y no. La culpa no es que los artistas hagan “cosas raras que nadie entiende”, sino de los discursos que se generan desde el desconocimiento a partir de esas obras.

10, un público informado puede elegir con libertad. Y luego le gustará lo que le gustará. No digo que un público informado sea un público que disfrute con estas prácticas. Solo digo, uno, que les deis la posibilidad de informarse/formarse; dos, que le deis una oportunidad a los nuevos públicos.

11, mejor no hablar de los fallos tipográficos en los programas de mano…, una vez más son síntoma del cuidado con el que se realizan determinados trabajos.

12, lo público es público, es decir, accesible, en condiciones similares, para todos.

Final, estos doce puntos son sólo doce. Igual que los doce tweets y retweets, en total, que ha dedicado el Teatro Español en su cuenta de Twitter a estos ocho trabajos, de siete compañías diferentes, durante más de una semana.

Es un milagro, con todo esto encima de la mesa, que se hayan vendido entradas para ver estas piezas. Imagínense qué ocurriría en otras condiciones. Desde luego, esto sí que es lo verdaderamente «radikal». Para «flipar pepinillos», que diría Portaceli.

En realidad yo quería hablar de Extraños mares arden, pero me he liado, lo siento. Lo dejo para la próxima entrada.

«Te espero a la salida» o «eso no me lo dices en la calle»

No sabía si titular estas notas rápidas como te espero a la salida o eso no me lo dices en la calle. Y al final he puesto los dos. Ese ambiente de discoteca a las cinco de la mañana, donde los pensamientos están nublados por la borrachera, ha sido la tónica de la autoproclamada “profesión teatral” en los últimos días. No se me ocurre otra manera de justificar reacciones del tipo: “nosotros nos jugábamos el dinero y a esta gente ahora les van a pagar cachés” (Concha Busto, recogido por José Luis Romo en El Mundo) ¿En serio el problema es pagar cachés en un teatro público? ¡y yo que pensaba que eso es lo que tenía que haberse hecho desde siempre!

El teatro, que es el arte de la escucha, tanto que “se escucha hasta el silencio”, “ese espacio de reunión e imaginación”, como dice Juan Mayorga, se ha convertido hoy en el lugar de las ideas preconcebidas. ¡Y eso de ponerse en el lugar del otro y eso de la empatía, mejor ni hablar! Esos lugares tan comúnmente defendidos por “los del teatro”: el encuentro, la reunión, el bien común, son palabras ya vacías. En la presentación de Naves de Matadero parece que los autocoronados como “profesión teatral” se han atrincherado en el qué hay de lo mío. Pero es que lo suyo, en lo público, también es mío. Lo vuestro, en lo público, también es nuestro. De todos. ¿Necesitamos que vuelva a escribir Javier Marías?

Es triste, patético y penoso que una parte de la “profesión teatral” sea incapaz de reconocer a otra. No voy a repetir lo obvio, aunque manipuléis las palabras, aún considero que todo es teatro. Teatro, igual de necesario e igual de valioso, por usar vuestras palabras. Aquellos a los que no reconocéis, los otros, los marginados, han estado trabajando igual que vosotros, buscando y creando espacios, llamando a unas puertas que siempre estaban cerradas, que rara vez se abrían para ellos y si se abrían lo hacían en forma de breves y efímeros ciclos que desaparecían de un año para el otro. Y ahora que Mateo Feijóo y su equipo ha ganado un concurso público y ponen en marcha el proyecto por el que fueron elegidos soltáis a los perros. ¿Qué os han hecho?, ¿por qué no les queréis ahí? Durante años en esos espacios se ha programado igual que se programaba en el Teatro Español. Con todo lo bueno y con todo lo malo. Solo quiero recordaros, no me vengáis con argumentos cogidos con pinzas, que si allí habéis visto a Romeo Castellucci o Angélica Liddell es porque en esos espacios se celebraba el Festival de Otoño a Primavera de la Comunidad de Madrid, no porque los programase el director artístico del Teatro Español. Y si habéis visto a Mapa Teatro o Agrupación Señor Serrano ha sido porque existía un Frinje, que tanto habéis criticado y al que ahora parece que tanto vais a echar de menos, y que ya no hará falta de la misma manera (dicen que están pensando otros contextos), como bien ha explicado esta mañana Getsemaní de San Marcos. Matadero no tenía identidad propia, eran los almacenes del Teatro Español, no se programaba nada “más contemporáneo ni menos” que en la Plaza Santa Ana.

No me parece tan descabellado, llamadme loco o Salomón, que si el Ayuntamiento de Madrid gestiona dos buques insignia: Teatro Español y Naves de Matadero, y digo insignia porque son los que más presupuesto manejan, pues, como empecé diciendo, al separase en dos direcciones artísticas autónomas, se pongan en marcha dos proyectos diferentes y cada uno dé cobijo a sensibilidades diferentes. Nadie echa al teatro de ningún sitio. Por primera vez en las artes escénicas madrileñas habrá algo de igualdad.

Y luego está el debate estúpido ese de “las artes vivas”. Me gustaría pensar que habéis sacado a relucir ese argumento a la desesperada, al no tener otro. Decís que qué desfachatez de nombre, qué tomadura de pelo, qué desencuentro. Que eso quiere decir que lo demás está muerto. Si esos argumentos los dabais en serio no puedo pensar más que qué poco mundo, qué desconocimiento de las artes escénicas, de sus festivales y encuentros, pero no lo pienso, os tengo aprecio. Me gustaría pensar que solo era un mal juego de retórica y que no vivís en una realidad tan pobre y sesgada. Espero que en la presentación de Naves Matadero hayáis empezando a comprender que ni es un concepto que se ha inventado Mateo ni se ha inventado ayer noche. Hacía tiempo que Madrid necesitaba un proyecto como Naves Matadero. Más allá de disciplinas y generaciones, expandiendo la escena.

Nunca habéis querido sumar en las programaciones oficiales este tipo de prácticas, ya sea del Teatro Español o del CDN, por más que se reclamaba año tras año, y ahora decís que en vez de sumar, Mateo ha sustituido. ¿Cuándo habéis sumado a vuestras programaciones otra manera diferente de trabajar en escena? ¿Qué han hecho durante este tiempo los directores artísticos de estas instituciones: sumar u obviar, convivir o marginar? Os quejáis porque ahora será más difícil ganarse la vida y os equivocáis, no sólo porque el Teatro Español y Naves Matadero dejan de programar a “ventanilla” -por utilizar la nueva expresión de Daniel Ramírez en El Español-, si no porque los teatros van a seguir programando a gente que se dedica a la escena (danza, teatro, llámale X, etcétera). Tendréis que dejar hueco a los que no queréis considerar de los “vuestros”. Pero nadie dice que se deje de programar nada. Podéis ver toda la programación de Naves Matadero en su página web. Eso también es gente que quiere “ganarse la vida con el oficio”. Reconozco que si fuese Mateo Feijóo, que menos mal que no lo soy, hubiese incluído en la programación un Rodrigo o un Conde o alguna de la gente que está en Madrid haciendo cosas interesantes y así, creo, estaríais más contentos.

¿En serio estamos en ese nivel de mirarnos el ombligo? ¿Quién os ha dado el uso y disfrute exclusivo de la palabra?, ¿acaso sólo existen vuestras palabras?, ¿vuestro teatro? No hay porque darle la razón a la canción. En España no tiene porque haber “un hombre que lo haga todo”. Habláis de la «violencia» de Mateo en la presentación, pero ¿de dónde viene la vuestra, tan enraizada en la médula? «¿Qué pasa que nos vais a pegar?»

Y luego, por favor, si os queréis autoproclamar, una vez más, como “modernos”, que conocéis y respetáis otras manera de hacer en escena, como si hiciese falta un carnet o algo por el estilo, y dais como argumento que os gusta Angélica Liddell, al menos escribid bien su nombre. He leído a dramaturgos, actores y directores diciendo que a ellos les gusta Angélica “Lidell”, “Ángela Linde” o la “Lidl”. Como si fuera un supermercado. No sé qué pensar. Por cierto, hay cosas mucho más allá de Angélica Liddell. Mucho más lejos.

He leído a unos y otros. A los que se han erigido a sí mismos como portavoces. A los de las pataletas. A los que les cuesta leer hasta el punto final, a los que no escuchan. A los tibios que les parece todo mal y todo bien. ¡Llenemos los espacios de exhibición y dejemos de pelearnos en las puertas! Si tenemos en cuenta las palabras de Heiner Müller, “si una obra no es capaz de generar controversia, es irrelevante”, la presentación de Naves Matadero es lo más relevante que le ha ocurrido al teatro de Madrid desde hace tiempo.

 

Este funeral bien vale tirar la casa por la ventana y organizar una buena fiesta

Desde que se publicase esta noticia en Diario de Madrid, el 20 de febrero, mucha gente se ha llevado las manos a la cabeza. Yo también. Al ver a la gente llevarse las manos a las cabeza. Esta mañana, tomando el café, me ha ardido la sesera viendo cómo en twitter se creaba la etiqueta #noalcierredelasnavesdelespañol. Etiqueta de la que se han hecho eco personas como Blanca Portillo y, tras ella, otros con pocas ganas de leer y entender la noticia.

En estos diez días he leído opiniones tan cortas de miras que no sé ni por dónde empezar. Intentaré resumir y ser claro. El equipo de gobierno del Ayuntamiento, que ha dado algunos palos de ciego en su gestión y algunos más en su gestión cultural, tuvo el acierto, aunque sus maneras no fueron las mejores, de separar el Teatro Español y las Naves de Matadero. Propuso crear dos espacios independientes, cada uno con su director artístico y sus señas de identidad. Se convocaron dos concursos públicos, ya conocen la historia. Carme Portaceli, Teatro Español. Mateo Feijóo, María José Manzaneque y Almudena Álvaros, Naves de Matadero.

Carme Portaceli puso en marcha hace un mes su programación. No voy a escribir nada sobre ella porque ya lo ha hecho mejor de lo que yo podría hacerlo Pablo Caruana. Mateo Feijóo y su equipo presentan, si no me bailan las fechas, su programación el siete de marzo. Dentro de cuatro días. En los meses que el equipo lleva trabajando, Mateo ha dado algunas entrevistas explicando un poco por dónde van a ir los tiros. Se pueden leer aquí o acá. Madrid no tenía, y ya era hora, un centro como el que proponen: abierto, plural, flexible social y artísticamente. Hasta ahora las Naves se programaban sin tener en cuenta ni su contexto ni el espacio donde se enmarcan ni la programación que realiza Matadero. Lo mismo podías ver una obra de José Luis Alonso de Santos en la plaza de Santa Ana que en Matadero. ¿Por qué? Porque sí. Esto creaba no poca confusión en un público que sabe que el Prado y el Reina Sofía son ambos imprescindibles, pero claramente identificables.

Ahora que Mateo Feijóo, María José Manzaneque y Almudena Álvaros apuestan por prácticas contemporáneas, formas diferentes de sentir y pensar la escena, la gente sale a Internet con las antorchas prendidas. Vayamos rápido, pero vayamos por partes. Han cambiado el nombre de Naves del Español a Naves Matadero. Centro Internacional de Artes Vivas y, por fin, lo han definido: “tiene como objetivo generar un espacio de creación y pensamiento contemporáneos -prestando especial atención a los nuevos lenguajes escénicos y a los territorios de transversalidad- para que funcione como un catalizador entre creadores y ciudadanos. Un espacio en el que las artes escénicas, visuales, la literatura, la filosofía, el cine, la música y las actividades transmedia se interconectan en un programa interdisciplinar.”

Con lo de Artes Vivas comienza la madre del cordero. En estos días he leído cosas como: “estamos de luto porque el teatro pierde un espacio”, “se cierra otro teatro, ¿cómo es posible?”, “las Naves de Matadero, con toda su dotación técnica, tienen que ser para el teatro, las Artes Vivas ya tienen otros lugares como los Centros Culturales o Casa de Vacas”, “¿Artes vivas?, ¿eso qué es? Live arts. ¡Ah! Se refieren a Artes en Directo, ¡qué fuerte!”. Paro para no combustionar.

No creo que sea necesario explicar qué son y qué entendemos por Artes Vivas en un espacio como TEATRON, Libre Comunidad de Artes Vivas. La etiqueta lleva años funcionando. Visibilizando unas prácticas que, por desgracia y a nuestro pesar, desde las instituciones dramáticas se han menospreciado. Ya dijo Wittgenstein que todos los problemas eran problemas del lenguaje por culpa de su natural inexactitud. Las airadas reacciones de los últimos días son un intento por hablar y opinar de lo que no se conoce ni se tienen ganas de conocer (¿se puede hablar de xenofobia cultural?) y como también dijo el austriaco, en un sentido más profundo, claro, de lo que no se puede hablar, porque no se sabe, es mejor guardar silencio.

En España se utiliza la etiqueta de Artes Vivas como herramienta de acción y campo de batalla. Para normalizar las cosas. Las Artes Vivas también son Teatro. Teatro en sentido amplio, que viene del griego theatron: “lugar para ver”, que abraza los «nuevos lenguajes escénicos y los territorios de transversalidad», donde se pone en valor la palabra, pero también el cuerpo, la música, el ruido y el silencio, el concepto, la reflexión y la emoción, donde no se obvian los transvases entre disciplinas, etcétera, etcétera. Esto en las artes plásticas, por ejemplo, ya está más que superado. Nadie se llevaría las manos a la cabeza si en el Reina Sofia se expone una instalación y no un cuadro, se programa una performance en vez de exhibir una escultura. Se trata de convivencia. De horizontalidad. De riqueza. Estas etiquetas que nos sirven para comprender el mundo, manipuladas y sin querer, separan más de lo que deberían. En la primera mandanga que escribí decía algo parecido, no me repito. Si las grandes instituciones teatrales albergarán estas prácticas en su programación, en igualdad de condiciones, sin relegarlas a sus rincones más oscuros, admitiendo la realidad de las prácticas escénicas tal y cómo es: rica, plural, diversa, autónoma, estas etiquetas solo serían necesarias para hacer trabajos en la universidad. Por desgracia todavía no es así. De ahí lo necesario del proyecto y su nombre.

Como hay gente que tiene muy claro lo qué es y debería ser el Teatro, se arman estas estúpidas batallas. A cosas parecidas se debieron enfrentar, qué sé yo, Lope cuando escribió su Arte nuevo o Valle-Inclán. “¡Eso no es teatro!, ¡así no se hacen las cosas!, si quieres hacer esto, hazlo, está bien, pero no aquí, hazlo en un lugar donde no molestes”.

Y luego hay otra cosa obvia. Si el equipo de Mateo Feijóo dice que va a abrir el espacio al cine, la filosofía, la música o la literatura se está menospreciando al Teatro. Ahora bien, cuando en el Circo Price se hacen conciertos, pocos dicen que se menosprecie al circo o cuando en el CDN se presentan libros o se realizan diferentes encuentros o el Español hace exposiciones de fotografías o en el Pavón se proyectan películas…

Mirada amplia y pensamiento ancho.

Espero con ansias que presenten la programación de Naves Matadero. Centro Internacional de Artes Vivas.  No creo que se cierre un espacio para el Teatro, creo que se abre un espacio para el Arte. No se le pueden poner vallas al monte. Por ahora, no puedo hacer más que celebrarlo.

El interior de un ataúd también es danza

De nuevo por aquí con más mandanga. Este sábado fui a la Sala Negra de los Teatros del Canal y vi Another Disntinguée, un espectáculo de La Ribot (sic.). Entré por primera vez en la Sala Negra hace algún mes para ver Much Ado About Nothing de David Espinosa, no escribí nada y ya es demasiado tarde para hacerlo. Está bien así. Me atrae este espacio de los Teatros del Canal. Subir en ascensor hasta la sala tiene su punto. Son los lugares cotidianos que más se parecen a los cohetes espaciales. Si van llenos de gente a la que no conoces, -aunque tampoco es gente desconocida: no es la primera vez que os cruzáis en un teatro y os vais a pasar más de una hora encerrados en una sala oscura-, falta intimidad y también falta el tiempo para construirla, pero sobran los minutos para que el silencio no pase lento. Una vez arriba, esperamos en el pasillo para entrar. Una hora y veinte de pieza. Público de pie. La sala está en penumbra, sin butacas, y en medio una gran masa irregular cubierta con un plástico negro. Un secreto que hace que el espacio orbite a su alrededor.

Another Disntinguée es un proyecto que La Ribot comenzó hace veintitrés años y que, copio del programa de mano, “no ha dejado de desplegarse y transformarse desvelando cada vez nuevas capas y significados”. “Acciones cortas organizadas en serie” que se han presentado “en varios dispositivos, pasando del teatro a la galería de arte”. En el Canal se hacían, por este orden, las piezas número 48, 51, 50, 46, 47, 53, 52 y 49.

Más allá de las acciones, de las que podría contaros mis justificaciones narrativas o conceptuales, subjetivas y ni mucho menos importantes, o hablar sobre la teatralidad, los problemas de la identidad, de las pistas de baile o de lo sensual o lo turbio, oscuro, o de la imagen de Juan Loriente desnudo sobre el suelo, con una peluca cortada por la mitad y los testículos entre sus muslos, sobresaliendo por detrás, o de cortarse a jirones un traje de nylon o dos pantalones o trazar líneas con un rotulador rojo y con otro negro que también cortan el cuerpo o de cómo La Ribot pintó a Thami Manekehla y Juan Loriente con pintura roja, brocha en mano, para después colorearse a sí misma; más allá de estas cosas, comencé diciendo, hay algo que volvió a llamar profundamente mi atención: la danza del público.

En el programa puede leerse que “cada espectador debe hacerse cargo de su propia presencia y es libre para decidir dónde y cómo quiere estar en cada momento” y eso hice. Me explico. Llegados a un punto me separé, tomé distancia, y pensé, de manera alucinada, personal y particular, que al igual que en el “cuatrotreintaytres” de John Cage, donde se visibiliza la imposibilidad del silencio, en Another Disntinguée la danza, la música, no estaba en los intérpretes sino que estaba (y está) en el público, como masa, y en cada espectador, como sujeto autónomo, capaz o incapaz de tomar decisiones. Como uno de esos chistes que cuenta Zizek: “hay una vieja historia acerca de un trabajador sospechoso de robar en el trabajo: cada tarde, cuando abandona la fábrica, los vigilantes inspeccionan cuidadosamente la carretilla que empuja, pero nunca encuentran nada. Finalmente, se descubre el pastel: ¡lo que el trabajador está robando son las carretillas!” Ahí está el secreto de esa gran masa irregular, tapada con una lona negra, que no sabemos qué oculta ni hace falta saberlo. Oculta nuestro misterio. Como dice José Luis Rey en uno de sus versos, “desde luego el misterio no existe para ser explicado.” Y el público orbitando a su alrededor, intranquilo -como en el ascensor-, buscando un mirador desde el que poder ver a La Ribot, a Thami Manekehla, a Juan Loriente, sentándose en el suelo o poniéndose de puntillas, levantando su cabeza por encima de las demás cabezas, o tirándose al suelo para ver la escena entre el bosque de nuestras piernas, avanzando y retrocediendo, arremolinándose, cansándose de llevar una hora de pie, apoyándose en las paredes o estirando sus piernas, sus movimientos de traslación y rotación alrededor del misterio; más allá de las acciones, como en el chiste del pensador esloveno, la periferia está cargada de sentidos y la danza comparte con Dios su omnipresencia. Y esa periferia, que también es centro, porque ni lo uno ni lo otro existen, es una de las cosas más inteligentes y mejor construidas de Another Disntinguée: tenemos que aprender a deslocalizar nuestra atención, el asombro, la curiosidad, la poesía. Ahí comienza nuestro poder.

Celebro, como no podría ser de otra manera, que los Teatros del Canal hayan programado a La Ribot. Para celebrarlo me he puesto a bailar. ¿Bailas?

Fui al teatro y me tiraron una bengala

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Parecía que iba a ser una mañana de domingo como otra cualquiera, pasar la aspiradora y pasar la resaca, pero Javier Marías ha tenido a bien dedicar su columna de El País Semanal al teatro y, sin pretenderlo, me ha alargado el café y alegrado el desayuno. En su columna, Ese idiota de Shakespeare, nuestro preciado académico reconocía, como ya hizo a principios del S.XXI, que hacía años que no iba al teatro y que los “directores adaptan grandes clásicos a las tontunas contemporáneas”. Pueden leer sus consideraciones, si acaso tienen interés, aquí. Una de mis partes favoritas es cuando critica los excesos de directores y «adaptadores» teatrales poniendo como ejemplo una serie de televisión. Sí. Se nota que desde el siglo pasado no pisa un teatro, por mucha “admiración” que sienta por su colega José Luis Gómez. Ni siquiera se le ocurre poner como ejemplo, qué sé yo, el Fuenteovejuna que estrenó Pepa Gamboa el jueves en el Teatro Español, adaptación que interpretan mujeres gitanas de El Vacie. Haría bien José Luis Gómez en replicarle. Igual que le replicó Adolfo Marsillach cuando publicó una columna calcada a ésta hace quince años. Mientras José Luis se decide o no, y como tenía un rato libre esta tarde, he decidido escribir esta nota rápida.

Querido académico, tal vez le venga bien sacar las narices de su biblioteca de vez en cuando. A sus narices no creo que les siente mal algo de aire, aunque, ¡faltaría más!, puede hacer con ellas lo que más le venga en gana. Quizá quieran saber qué es lo que se cuece más allá de sus -seguro que bien fundados, no lo dudo- añejos prejuicios. Además, y esto sí se lo aseguro, cuando vuelva al calor y confortabilidad de su sillón orejero Shakespeare o su querido Valle-Inclán o su admirado Beckett seguirán igual de lozanos y hermosos en los estantes de su biblioteca. Estarán igual. Tranquilícese. Sin una coma cambiada. Allí seguirán, blanco sobre negro, encuadernados en piel. Pero, digo yo, que tal vez a ellos les gustaría algo más que sus textos estén encima de un escenario, a fin de cuentas para eso perdieron su tiempo en escribirlos. Por muchas trifulcas que haya -y habrá- entre autores y directores.

Hay en alguna cosa en la que sí le daré la razón. Por ejemplo, no son pocos los compañeros que utilizan los textos clásicos como pretexto para atraer al público a sus obras -bienvenido a la época del marketing-, cobrar derechos de autor y presentar montajes de dudosa factura con textos libres de derechos. Se hacen hoy en día, y se seguirán haciendo mientras el mundo sea mundo, verdaderos sinsentidos bajo el paraguas de la cultura. No tiene más que mirar cualquier listado de novelas publicadas, ir al cine, ver alguna serie en la televisión o acercarse, si tiene a bien, a un par de museos. Quién sabe. Quizá dentro de bastantes años, quiera el tiempo que muchos, esos sinsentidos se hagan con sus propias novelas. Acostúmbrese. No vaya a ser que alguien se proponga fastidiarle su merecido descanso eterno.

En lo que no puedo darle la razón es en lo demás. A no ser que yo no me haya enterado y sea usted el albacea de Shakespeare y guarde en su biblioteca reglas escritas y estrictas en donde el inglés deja claro cómo quiere que se monten y representen sus textos. Pienso yo, cosas que le pasan a uno por la cabeza después del vermú del domingo, que estos textos «clásicos», sus tramas y sus puestas en escena también fueron en su día “tontunas contemporáneas” para alguien como usted. Y menos mal que hubo gente que hizo oídos sordos y siguió yendo y llenando los teatros.

Hay una última cosa, y ya me callo, que me demuestra que de lo que uno no sabe es mejor callar la boca. Llevo veinte años yendo al teatro. Sobre todo a ese tipo de teatro que usted llama “moderno”. A veces a los académicos también les falta el vocabulario para referirse a las cosas con algo más de precisión. Pocas veces he escuchado una etiqueta tan parca. Pues bien. En esos veinte años nunca he ido a una obra en donde se me lanzase “agua o pintura o bengalas” o se me haya obligado a interactuar con los intérpretes “que bajan al patio de butacas para restregarse” con el público “y vejarlo”. Es probable que tenga usted una visión del teatro “moderno” miope y tal vez más cercana al teatro «moderno» que se hacía en su juventud, bajo el régimen franquista, una época, el siglo pasado, en la que el teatro universitario hacía lo que buenamente podía, y gracias y menos mal que lo hacía. Pero ha pasado el tiempo, y ha llovido en los campos y en las ciudades, y su columna está tan caduca como las referencias y el imaginario que tiene. Tranquilo. Es un mal compartido. Hace menos de una semana Came Portaceli hablaba de “el teatro más radical” y de “okupar con ka” el escenario. Salga y vaya al teatro. En serio. En el teatro se han hecho muchas cosas mal y se han cometido muchos excesos, pero no creo que le haga daño a nadie, y mucho menos a Shakespeare, salir y darse un paseo por los escenarios de su ciudad. Le aconsejo alguna de “teatro moderno”. Yo estoy deseando ir al teatro y que me tiren una bengala.

A ver, que yo lo vea

Contaminació copia

Esta mañana me he levantado para ir a una entrevista de trabajo. He estrenado una chaqueta de lana que me compré ayer por siete euros para causar una buena impresión. Que se supone que es lo que uno tiene que causar en una entrevista de trabajo. Luego me ha sorprendido que quien me hacía la entrevista, para ser profesor de una clase de lectura en un Centro Cultural de las afueras de Madrid, dos horas a la semana por cinco euros la hora, ni siquiera conocía, qué sé yo, a Eduardo Mendoza. Por no hablar de las muecas raras de su cara al referirme a otros escritores. No sé qué impresión habré causado y, visto lo visto, puede darme igual. Mañana me dirán. De vuelta a casa, que es cuando me vienen los pensamientos, cuando se acerca la tranquilidad, he pensado qué coño hacía ese hombre entrevistando candidatos para dar clases de lectura, en qué se basa para decir tú sí, vales, tú no, no vales.

He llegado a casa, sin mucho que hacer sin muchas ganas, y me he puesto a leer algunos artículos. Y al pasarme por uno de los suplementos culturales más importantes de la prensa nacional, que lleva la palabra cultura en su nombre, he visto una breve nota sobre una obra de teatro que está en Madrid este fin de semana. Pues bien. La nota, de dos párrafos, repito, dos párrafos que para escribirlos tampoco hace falta informarse como si tuvieses que escribir mil palabras o cinco páginas, estaba llenita de errores, empezando por el apellido del autor de la obra. Y no sólo es que hubiese errores que se hubiesen resuelto con una pregunta rápida a Google o con saber mínimamente sobre lo que uno está escribiendo, si no que las últimas líneas, aquellas que hablan de la textura de la obra y su sinopsis, son, directamente, un cortapega. Esas cosas que hace uno cuando no sabe muy bien qué escribir y tiene que rellenar espacio. Lo que viene siendo paja, que no grano. Supongo que los periodistas ya no tienen tiempo para leer con atención las notas de prensa que les llegan. La ajetreada vida moderna. Aunque, también es verdad, tampoco tenga mucha fe en el buen saber y buen hacer de quiénes se encargan de la prensa y comunicación en los propios teatros.

Después me he leído un artículo de Sergio del Molino, aquí, en Eñe, sobre el Convenzéme (sic.) de Mercedes Milá. Y, para terminar, otro, acá, en Oculta, de Diego Álvarez Miguel. Que al menos me ha salvado la mañana con algo de -tal vez forzada- esperanza.

Así están las cosas en este enero de un frío que llega y desaparece en Madrid, he pensado, igual que el año pasado. Que se acabó con la publicación de las listas de los mejores montajes teatrales de 2016. Listas, que sin entrar a analizarlas, a veces están escritas por la misma gente que lleva la prensa de teatros privados, como ésta de El Español, aquí, escrita por Pablo Giraldo, prensa del Teatro Kamizake, que comienza dando la bienvenida a “nuevos modelos de teatro como El Pavón Teatro Kamikaze” y en la que se resaltan al menos tres montajes directamente relacionados con el teatro en donde trabaja, ya sea porque son producciones o montajes que se han visto en esa casa o puestas en escenas de su codirector artístico, es decir, su jefe. Y eso sin crear una teoría de la conspiración sobre los puntos de conexión entre todas las demás.

Entonces he recordado el vídeo del hombre que, al ser preguntado por las restricciones de tráfico y los problemas de contaminación, dijo: “No. Joder, ¿Dónde está la contaminación? Coño. A ver, que yo la vea. ¿Hay un hongo sobre Madrid? Que me lo enseñe alguien.”

Y he escrito estas palabras rápidas y breves para empezar el año y matar el tiempo y desearos mis mejores deseos. Con algo de retraso y a pesar de todo. Pues como dice Diego Álvarez Miguel en su artículo “los otros, los ocultos, los pacientes, los rechazados, esos, solo esos están vivos, y deberían temerles, mucho, porque se les acercan por la espalda y van armados hasta los dientes.”

La vida, ese esplendor

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Llevo días sin escribir, y no porque no haya querido. El catarro persistente, la familia y sus problemas, además de algún que otro apaño para ganar algo de dinero, me lo han puesto difícil. Pero acabo de levantarme, febril, después de estar casi diez horas en la cama, agotado, y me he dicho que de hoy no pasaba. Por suerte, durante estas semanas que no he sacado la cabeza por La Mandanga, sí he podido ir al teatro. A veces por trabajo. A veces por placer. Y aunque ya hayan pasado los días, quizá demasiados para la urgencia propia de estos tiempos, no me gustaría pasar sin escribir sobre alguna de las piezas.

Decía un profesor mío, crítico de teatro en un par de medios nacionales, que la crítica, llamémosla mejor la escritura sobre teatro para no entrar en conflicto entre lo que es o no es crítica, siempre tiene la finalidad de llenar butacas. Pero llevo pensado algún tiempo que, en este contexto en el que nos movemos, la escritura además debe ayudar a los artistas a hacer más a bolos. A conseguir más trabajos. A que determinados agentes culturales apuesten por determinados nombres para construir su programación. Sí. Lo sé. Me he venido un poco arriba. Quizás para lo único que sirva es para crear y construir memoria, aunque sólo sea la propia, que es, en definitiva, para lo que ha servido siempre. Y, de paso y por qué no, hacer algo de ruido. Como el ruido que ahora oigo de los albañiles en el piso de mis vecinos, rompiendo ladrillos, abriendo espacios.

Hace ya dos semanas, el jueves 1 de diciembre, que vi LA MITAD (una celebración) de Jaime Vallaure. Sólo estuvo durante tres escasos días en DT. Para situarnos: Jaime Vallaure es la mitad de Los Torreznos, la otra mitad es Rafael Lamata, en La Mandanga hablé del trabajo que presentaron en la última edición de Acción MAD. No es la primera vez que Jaime realiza un trabajo en solitario, recuerdo El desdoblamiento que pudimos ver en La Casa Encendida hace dos años o alguno de sus primerizos trabajos en vídeo de hace más de veinte años, disponibles en HAMACA.

Cuando entramos en la sala una bola de espejos gira en un lateral, el derecho, manchando de estrellas fugaces las paredes. Un micrófono en el otro extremo. También vencidos a la derecha, una peana negra al fondo y algo delante, pegado en la pared, un ventilador. Se escucha un carraspeo forzado y un texto aparece en escena. Hola. El texto dice que a alguien le sonará el teléfono. Detrás de las butacas alguien dice: ring, ring. Este breve prólogo, que nos da la bienvenida y nos incluye en el espacio común donde ocurrirá la pieza, no está sólo cargado de humor, sino también de una reflexión metaescénica que arroja una manera personal, íntima, de sentir lo escénico. En esta última frase han salido tres palabras que, para mí, definen el trabajo: humor, intimidad, reflexión.

Jaime entra en escena y se sitúa tras el micrófono. El texto, siempre proyectado al fondo, construye un relato alocado, fresco y colorido, absurdo en ocasiones, doloroso casi siempre; y mientras, como en una sinfonía, Jaime lo acompaña con susurros, onomatopeyas, chasquidos. Repite palabras o frases para profundizar y abrir grietas en su significado. Acaba de cumplir cincuenta años, la mitad de su vida, dice con ironía, bueno, tal vez, dos tercios de su vida, y nos ha reunido allí para celebrarlo. Aún se pregunta qué es lo que quiere, qué desea, por qué ha hecho lo qué ha hecho. No hay respuesta buena o, mejor dicho, no hay respuesta. Ese puente entre nuestra intimidad y lo público me recordó a Manuel Jabois. Hace poco, en una entrevista, decía: “Lo que hago es intentar parecerme a lo que los lectores y la gente espera de mí. Cumplir unas expectativas. Se supone que si he citado a Proust, es porque he leído En busca del tiempo perdido. Así que, después de citarlo, voy a leerlo desesperadamente, para estar a la altura de lo que la gente cree que soy.”

En esa mezcla entre el humor y dolor, entre crisis y empeño, Jaime consigue construir algo –algo que pasa y no sé qué es- que rara vez he visto en un escenario. Todavía hoy, dos semanas más tarde, es capaz de llevarme a lugares diferentes. Qué sensación tan extraña esa de llorar en una fiesta o reír en un entierro.

Jaime va hasta una isla huyendo del ruido. En la isla, si quiere quedarse, tiene que recoger tapones de plástico. Coloca encima de la peana los testigos del viaje: botellas de diferentes tamaños llenas de tapones. El tapón, siempre fuera, ahora está dentro. Lo que encierra, está encerrado; pienso. Y también pienso que la obra se construye en una pugna constante entre un adentro y un afuera. Y ahora también lo conecto con alguna de las cosas que nos contaba Pablo Caruana en su Nota que patina bastarda #1.

En la proyección, trufadas con el texto, aparecen las fotografías del viaje. Paisajes de una isla. Tapones de plástico entre las rocas. El mar, los árboles. Jaime intenta coger los tapones de la imagen, primero con los dedos, después con los brazos. En este momento de la pieza, la pieza es un diario. Recordé, entonces, los libros de Sebald. En particular Los anillos de Saturno, uno de los mejores que he leído, donde el alemán, después de haber realizado un trabajo importante y que el vacío se haya apoderado de su interior, para intentar detener su avance, emprende un viaje a pie por el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra.

Cuando Jaime comienza a sacarse piedras en los bolsillos para construir un muro, para hacer mojones -que fijan las lindes, términos y senderos-, me acordé del Molloy de Beckett. No puedo resistirme a poner un fragmento, además, creo, que más de lo que pueda parecer en una lectura rápida, tiene bastante puntos en común con esta celebración.

Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero los llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo). Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando me volvían las ganas de chupar hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con la certidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poner en orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero sólo a medias me satisfacía esta solución. Pues no se me ocultaba que, por una extraordinaria casualidad, podían estar circulando siempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno, en realidad estaría succionando sólo cuatro, siempre las mismas, por turno.

Hay dos momentos en la pieza que, para mí, resumen parte de su sentido. El primero es cuando Jaime, repitiendo una y otra vez qué queréis de mí, se rompe las gafas, se arranca mechones del pelo y termina por sacar de su camisa dos pedazos de carne, su páncreas y su hígado, y tirándolos al suelo, nos los ofrece. Qué más queréis de mí. El segundo es cuando recita de manera frenética tres poemas, Lorca y Neruda, pero sobre todo el vivo sin vivir en mí y muero porque no muero de Teresa de Jesús. No creo que sea casualidad que la Santa de Ávila tenga otro poema donde cada estrofa da comienzo con un «¿Qué queréis hacer de mí?» o «¿Qué mandáis hacer de mí?» Tal vez Dios, el sometimiento, sea ahora, en algún modo, los otros, en algún modo, la presión social, la imagen, en algún modo, lo íntimo y lo público, el afuera y el adentro, la muerte y la vida.

Al final, volvemos al principio, a la bola de discoteca, a las estrellas, a la celebración. Juntos en el mismo espacio. Otra vez con humor, y a modo de confesión, el texto nos dice que Jaime no quiere vivir otros cincuenta años entre paréntesis. Que no quiere que le reciclen ni le pongan un corazón de plástico. Prefiere vivir un sola hora con intensidad. Con la misma intensidad que acabamos de ver sobre el escenario. Esta crisis sobre la existencia termina por arrojar un canto de vida. La vida, ese esplendor, que diría algún personaje de una de las películas de García-Berlanga. Hay algo en este mecanismo, en la distancia que se origina entre el texto y el cuerpo presente de Jaime, con sus pensamientos no dichos, sino escritos, capaz de generar la extrañeza de la que os hablaba al principio. Un cóctel entre humor y dolor que no cae ni en el patetismo ni la complacencia.

Supongo que es culpa de la fiebre, de la tos persistente, del ruido de los albañiles y, por supuesto, de mi propia incapacidad, que apenas haya podido contaros algo de lo que sentí en la pieza. Sirva este texto meramente como esbozo para mi memoria y como una invitación para algo de lo que apuntaba en el segundo párrafo. Tal vez sea bueno poner el punto y final con una de las frases, no por trillada menos contundente, de Kafka. También LA MITAD (una celebración) tiene algo de pelea que se inicia en derrota. Como diría el checo «en la lucha entre ti y el mundo ponte de parte del mundo». Aunque, después de ver esta pieza, hayamos aprendido que lo importante está en la lucha, y no en su previsible resolución.

I have a dream

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Hoy he soñado con una hija que no tengo. Ahora, que ha entrado el frío en Madrid, como entran las tropas de un batallón, y las tardes se dejan ir tranquilas hacia la noche atravesando la lluvia, he soñado que la hija que no tengo jugaba en la piscina con unos primos que tampoco existen. Y yo, con los pies sobresaliendo de la sombrilla y las marcas de las sandalias tatuadas por el sol, veía cómo la luz, fuerte, quemaba la superficie del agua, mientras los niños, ajenos a los peligros del tiempo, se salpicaban y el agua era para ellos como un veneno que provoca la risa. Mi hija sabe nadar. Le enseñé hace unos años. Tiene un bañador rosa con una patos estampados en amarillo. Los niños, en corro, jugaban a las aguadillas. Metían la cabeza de alguno bajo el agua y, después de unos segundos, dejaban que volviese a coger aire y, después de unos segundos, volvían a meter su cabeza bajo el agua. Al salir a la superficie se escuchaba cómo cogían profundas bocanas de aire. He intentando decirles algo, pedir un poco de calma, que tuviesen cuidado, pero el sueño no me ha dejado. Los sueños son un paisaje, he pensado al despertarme. Te mantienen como un espectador inmóvil. Incapaz para la acción. Y dentro del sueño, casi sin querer, mecido por los gritos inocentes, he vuelto a dormirme. En algún momento me ha despertado un chillido agudo. He dado un respingo. La sombrilla bajo la que estaba había desaparecido y el sol me cegaba con una luz fuerte, como si un helicóptero de la policía me estuviese apuntado directamente a los ojos. Me he puesto la mano en forma de visera, cubriéndome las cejas. En la piscina los niños estaban pálidos. Callados. El ruido de la chicharras iba creciendo lentamente hasta volverse insoportable. He intentado levantarme y no he podido. Desde allí, quieto, he visto como su cuerpo flotaba bocabajo. Esta vez sí, me he despertado. He bajado de la cama y he ido hasta la cocina a beber un vaso de agua. El suelo frío en mis pies descalzos. Estaba acalorado, sudoroso. El gato dormía.

Pasada la agitación del sueño, algo más compuesto, he pensado, en esa afición que tiene el cerebro para unir las cosas, para construir metáforas, que el sueño tenía algo que ver con la situación de la Cultura en España. Y, como un fantasma, en la pared de la cocina, de madrugada, se me ha aparecido algo similar a la cara Iñigo Méndez de Vigo, con una mueca sonriente dibujada en el rostro. Me ha invadido la intranquilidad y el insomnio ha conquistado mi cuerpo. Si mi hija en vez de un bañador rosa hubiera llevado un bañador blanco, con la palabra Cultura o Teatro o Cine o ponga usted lo que más desea, estampada en letras negras; todo estaría más claro. Comenzó como un juego al que no di mayor importancia. Algo que, incluso, llegué a asumir. Vale, bien, piensas, te vas a poner encima de mis hombros y empujar hasta el fondo de la piscina, pero después, no puede ser de otra manera, sigues pensando, vas a dejarme salir a respirar. Las cosas no van bien, aunque hay momentos de cierta calma en los que tienes la cabeza fuera del agua. No es un juego agradable, sientes angustia. Aún así sobrevives. Te parece que eso es lo normal. La intranquilidad que has elegido. Que a pesar de todo vamos tirando. Pero hay un punto de no retorno: cuando se pasa más tiempo con la cabeza dentro del agua que con ella fuera. Y si te dejan salir a respirar, respiras con un tubo de escape metido dentro de la boca, igual que una traqueotomía. Comienzas a tragar agua. Los pulmones se encharcan. Se muere. Lo que comenzó como un juego, como un pequeño y breve recorte, una subida del IVA revisable, se ha convertido en, como dirían en la mafia, unos pies de cemento. Así estamos. A pocos les interesa que nos estemos ahogando. Mucho menos a nuestras queridas, honradas y amadas clases dirigentes. He tenido una mañana rara. Espesa. Como la noche. Todavía no estamos muertos, pero ya hemos contados varias veces las celdillas de los azulejos del fondo de la piscina. Por desgracia, no somos peces.