La vida, ese esplendor

isla

Llevo días sin escribir, y no porque no haya querido. El catarro persistente, la familia y sus problemas, además de algún que otro apaño para ganar algo de dinero, me lo han puesto difícil. Pero acabo de levantarme, febril, después de estar casi diez horas en la cama, agotado, y me he dicho que de hoy no pasaba. Por suerte, durante estas semanas que no he sacado la cabeza por La Mandanga, sí he podido ir al teatro. A veces por trabajo. A veces por placer. Y aunque ya hayan pasado los días, quizá demasiados para la urgencia propia de estos tiempos, no me gustaría pasar sin escribir sobre alguna de las piezas.

Decía un profesor mío, crítico de teatro en un par de medios nacionales, que la crítica, llamémosla mejor la escritura sobre teatro para no entrar en conflicto entre lo que es o no es crítica, siempre tiene la finalidad de llenar butacas. Pero llevo pensado algún tiempo que, en este contexto en el que nos movemos, la escritura además debe ayudar a los artistas a hacer más a bolos. A conseguir más trabajos. A que determinados agentes culturales apuesten por determinados nombres para construir su programación. Sí. Lo sé. Me he venido un poco arriba. Quizás para lo único que sirva es para crear y construir memoria, aunque sólo sea la propia, que es, en definitiva, para lo que ha servido siempre. Y, de paso y por qué no, hacer algo de ruido. Como el ruido que ahora oigo de los albañiles en el piso de mis vecinos, rompiendo ladrillos, abriendo espacios.

Hace ya dos semanas, el jueves 1 de diciembre, que vi LA MITAD (una celebración) de Jaime Vallaure. Sólo estuvo durante tres escasos días en DT. Para situarnos: Jaime Vallaure es la mitad de Los Torreznos, la otra mitad es Rafael Lamata, en La Mandanga hablé del trabajo que presentaron en la última edición de Acción MAD. No es la primera vez que Jaime realiza un trabajo en solitario, recuerdo El desdoblamiento que pudimos ver en La Casa Encendida hace dos años o alguno de sus primerizos trabajos en vídeo de hace más de veinte años, disponibles en HAMACA.

Cuando entramos en la sala una bola de espejos gira en un lateral, el derecho, manchando de estrellas fugaces las paredes. Un micrófono en el otro extremo. También vencidos a la derecha, una peana negra al fondo y algo delante, pegado en la pared, un ventilador. Se escucha un carraspeo forzado y un texto aparece en escena. Hola. El texto dice que a alguien le sonará el teléfono. Detrás de las butacas alguien dice: ring, ring. Este breve prólogo, que nos da la bienvenida y nos incluye en el espacio común donde ocurrirá la pieza, no está sólo cargado de humor, sino también de una reflexión metaescénica que arroja una manera personal, íntima, de sentir lo escénico. En esta última frase han salido tres palabras que, para mí, definen el trabajo: humor, intimidad, reflexión.

Jaime entra en escena y se sitúa tras el micrófono. El texto, siempre proyectado al fondo, construye un relato alocado, fresco y colorido, absurdo en ocasiones, doloroso casi siempre; y mientras, como en una sinfonía, Jaime lo acompaña con susurros, onomatopeyas, chasquidos. Repite palabras o frases para profundizar y abrir grietas en su significado. Acaba de cumplir cincuenta años, la mitad de su vida, dice con ironía, bueno, tal vez, dos tercios de su vida, y nos ha reunido allí para celebrarlo. Aún se pregunta qué es lo que quiere, qué desea, por qué ha hecho lo qué ha hecho. No hay respuesta buena o, mejor dicho, no hay respuesta. Ese puente entre nuestra intimidad y lo público me recordó a Manuel Jabois. Hace poco, en una entrevista, decía: “Lo que hago es intentar parecerme a lo que los lectores y la gente espera de mí. Cumplir unas expectativas. Se supone que si he citado a Proust, es porque he leído En busca del tiempo perdido. Así que, después de citarlo, voy a leerlo desesperadamente, para estar a la altura de lo que la gente cree que soy.”

En esa mezcla entre el humor y dolor, entre crisis y empeño, Jaime consigue construir algo –algo que pasa y no sé qué es- que rara vez he visto en un escenario. Todavía hoy, dos semanas más tarde, es capaz de llevarme a lugares diferentes. Qué sensación tan extraña esa de llorar en una fiesta o reír en un entierro.

Jaime va hasta una isla huyendo del ruido. En la isla, si quiere quedarse, tiene que recoger tapones de plástico. Coloca encima de la peana los testigos del viaje: botellas de diferentes tamaños llenas de tapones. El tapón, siempre fuera, ahora está dentro. Lo que encierra, está encerrado; pienso. Y también pienso que la obra se construye en una pugna constante entre un adentro y un afuera. Y ahora también lo conecto con alguna de las cosas que nos contaba Pablo Caruana en su Nota que patina bastarda #1.

En la proyección, trufadas con el texto, aparecen las fotografías del viaje. Paisajes de una isla. Tapones de plástico entre las rocas. El mar, los árboles. Jaime intenta coger los tapones de la imagen, primero con los dedos, después con los brazos. En este momento de la pieza, la pieza es un diario. Recordé, entonces, los libros de Sebald. En particular Los anillos de Saturno, uno de los mejores que he leído, donde el alemán, después de haber realizado un trabajo importante y que el vacío se haya apoderado de su interior, para intentar detener su avance, emprende un viaje a pie por el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra.

Cuando Jaime comienza a sacarse piedras en los bolsillos para construir un muro, para hacer mojones -que fijan las lindes, términos y senderos-, me acordé del Molloy de Beckett. No puedo resistirme a poner un fragmento, además, creo, que más de lo que pueda parecer en una lectura rápida, tiene bastante puntos en común con esta celebración.

Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero los llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo). Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndomela en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando me volvían las ganas de chupar hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con la certidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poner en orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero sólo a medias me satisfacía esta solución. Pues no se me ocultaba que, por una extraordinaria casualidad, podían estar circulando siempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno, en realidad estaría succionando sólo cuatro, siempre las mismas, por turno.

Hay dos momentos en la pieza que, para mí, resumen parte de su sentido. El primero es cuando Jaime, repitiendo una y otra vez qué queréis de mí, se rompe las gafas, se arranca mechones del pelo y termina por sacar de su camisa dos pedazos de carne, su páncreas y su hígado, y tirándolos al suelo, nos los ofrece. Qué más queréis de mí. El segundo es cuando recita de manera frenética tres poemas, Lorca y Neruda, pero sobre todo el vivo sin vivir en mí y muero porque no muero de Teresa de Jesús. No creo que sea casualidad que la Santa de Ávila tenga otro poema donde cada estrofa da comienzo con un «¿Qué queréis hacer de mí?» o «¿Qué mandáis hacer de mí?» Tal vez Dios, el sometimiento, sea ahora, en algún modo, los otros, en algún modo, la presión social, la imagen, en algún modo, lo íntimo y lo público, el afuera y el adentro, la muerte y la vida.

Al final, volvemos al principio, a la bola de discoteca, a las estrellas, a la celebración. Juntos en el mismo espacio. Otra vez con humor, y a modo de confesión, el texto nos dice que Jaime no quiere vivir otros cincuenta años entre paréntesis. Que no quiere que le reciclen ni le pongan un corazón de plástico. Prefiere vivir un sola hora con intensidad. Con la misma intensidad que acabamos de ver sobre el escenario. Esta crisis sobre la existencia termina por arrojar un canto de vida. La vida, ese esplendor, que diría algún personaje de una de las películas de García-Berlanga. Hay algo en este mecanismo, en la distancia que se origina entre el texto y el cuerpo presente de Jaime, con sus pensamientos no dichos, sino escritos, capaz de generar la extrañeza de la que os hablaba al principio. Un cóctel entre humor y dolor que no cae ni en el patetismo ni la complacencia.

Supongo que es culpa de la fiebre, de la tos persistente, del ruido de los albañiles y, por supuesto, de mi propia incapacidad, que apenas haya podido contaros algo de lo que sentí en la pieza. Sirva este texto meramente como esbozo para mi memoria y como una invitación para algo de lo que apuntaba en el segundo párrafo. Tal vez sea bueno poner el punto y final con una de las frases, no por trillada menos contundente, de Kafka. También LA MITAD (una celebración) tiene algo de pelea que se inicia en derrota. Como diría el checo «en la lucha entre ti y el mundo ponte de parte del mundo». Aunque, después de ver esta pieza, hayamos aprendido que lo importante está en la lucha, y no en su previsible resolución.