¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

El domingo, 13 de noviembre, fui a La Casa Encendida y vi Seguimos mirando de Ivana Müller. He escrito sobre la pieza aquí, El cadáver, ay, sigue muriendo. Pero, cosas bonitas de Internet, he recibido un mail a lamandangayallego@gmail.com de Cándido Losada, no del todo conforme con lo que apuntaba en Mambo, en el que adjuntaba una crítica de la pieza y, de alguna manera, también una crítica a mi crítica. Os dejo aquí su texto.

multitud

¿Para qué, Ivana Müller?, ¿para qué?

Por Cándido Losada

Todo día es susceptible de convertirse en un gran día y todo día es susceptible de convertirse en el día más importante de la Historia. Ayer, 13 de noviembre de 2016, también y, por eso, fui a La Casa Encendida a ver We are still watching en el marco del festival Ser Público. Por si acaso. Allí estaba y no había nadie, pensé, coño, a ver si va a ser el día más importante de la Historia sólo para mí. Menos mal que poco a poco fue llegando gente. ¿Qué gente? Los de siempre, los chicos de los domingos, dijo alguien; porque aunque no nos conozcamos sí nos conocemos, aunque no hayamos hablado entre todos sabemos quiénes somos. Digo esto, no porque me moleste, por lo general solemos ser gente maja, pero vendrá al caso dentro de un par de párrafos.

Ya todos allí, entramos en un espacio cerrado con gradas a cuatro bandas y telones negros rodeándonos, íntimo, un lugar seguro, sin nadie que nos moleste. Nos toca un número y con el número un asiento, los asientos están desordenados, así que, ya, de primeras, te separas de tus amigos, lo cual, se agradece, porque la mirada juguetona comienza a lanzar asociaciones extrañas: esas tres chicas que parecen amigas de toda la vida probablemente no se conozcan de nada, esos pegan de pareja, etc., venga a funcionar la maquinaria (¿de la imaginación, de la manipulación, del deseo?, ¿las tres anteriores son válidas?).

Comienza la mandanga con unos cuantos sacando un guion de debajo de la silla y comenzando a leer, diálogos sugerentes sobre temas livianos, ¿quién es actor y quién es público? ¿por qué se paga para ver esto? ¿cómo se dicen las palabras? Todo sospechas y dudas aunque en realidad no tanto, quizá fue nuestro grupo que lo tuvo claro desde el principio, pero no había dudas muy reales, había quizá una representación de una duda como había la representación de un diálogo y la representación de un teatro (¿representación de representación: metarepresentación?). Teníamos claro que jugábamos a leer. Estuvimos conformes y nos pusimos a leer. Tampoco es que hubiese nada para provocar conflicto, para que dudásemos si leer o no. Todo era liviano. Fina dramaturgia, finísima, bien hilada (eso, es cierto, es placentero), los guiones vuelan de un espectador a otro, aparecen nuevos, monólogos, lecturas al unísono, algún objeto encontrado…, uno nunca se aburre, eso es. Terminamos cantando todos al compás de un metrónomo y una canción marcada en sílabas para que nos salga bien y ese pensamiento de hay que ver lo obedientes que somos, incluso en el teatro más subversivo, y cómo acabamos siendo felices y cantando juntos gracias a algo que en principio odiamos: un set de reglas, lo prefijado, la norma, lo guionizado que construye la sociedad.

Y eso es, pieza bien, pieza bonita, hemos participado, hemos cantado, no ha fallado nada, todos contentos, a casa. Pero, ¿hemos participado de verdad? Al salir no pude más que pensar en Claire Bishop (¡Santa Bishop!) poniendo verde a Tiravanija por sus comidas en el museo en el famoso artículo aquel. En él se preguntaba si simplemente el hecho de establecer un encuentro ya era válido y democrático o si había que analizar y cuestionar qué tipo de relaciones se establecían en ese encuentro. Mi sensación es que con We are still watching de Ivana Müller somos los mismos de siempre haciendo lo mismo de siempre (ahora retomando lo de arriba), que no sirve para nada más que para confirmarnos a nosotros mismos. No nos cuestiona. Nosotros solos nos juntamos y nos ponemos a hablar -más aún después del 15M-, ya somos una comunidad artística que domina los conceptos de los que se está hablando y que en gran medida es escénica, es decir, entiende lo que es la negociación, los cuerpos, la dualidad acción/mirar, la dualidad colectivo/individual, etc., entonces, ¿para qué? Y que conste que no digo que sea una mala pieza, la disfruté mucho, pero cada vez pienso más cuando voy a ver arte participativo que debe pensar a quién apunta y que si quien está en la sala no hace más que confirmar sus ideales y pasar un buen rato, algo está fallando.

Todo está a punto de saltar por los aires

Bad Translation

Hay obras que no sabemos muy bien qué es lo que nos quieren decir, estas obras las tenemos que leer a la luz de las notas del programa de mano o gracias a las entrevistas con sus creadores, suelen ser obras excluyentes que se sirven de artículos teóricos o informes para subrayar lo que no han sido capaces de decir por sí mismas. Este corpus analítico adviene a posteriori y suele ser ajeno a su concepción. Estas obras no suelen provocar nada pues por sí mismas no son nada. Necesitamos que alguien, reencarnado en un mesías, les dé un mínimo de sentido. Gracias a estas obras hay gente en las universidades que lleva el pan a casa.

En cambio hay otras obras que exceden los límites de sus sinopsis y teorías. Obras que no necesitan de una explicación externa porque cuando nos acercamos a ellas, desde nuestros conocimientos y experiencias, somos capaces de saber de lo que nos están hablando. Esto no quiere decir que sean frívolas, superficiales o más planas que una tabla de planchar, al contrario, tienen tantos niveles como personas se acercan a ellas. Estas obras son inclusivas y fomentan tanto la lectura y el pensamiento como el goce y el disfrute; si acaso ambos niveles pueden existir por separado. Gracias a estas obras sigue existiendo el teatro.

Bad Translation de Cris Blanco pertenece al último grupo. Este fin de semana hemos podido disfrutarla por segunda vez en Madrid, ya pudimos verla a principios de este verano, y, una vez más, a pesar de la programación madrileña, el patio de La Casa Encendida estaba hasta arriba, y eso que las diez de la noche de un domingo no es la mejor hora. Con las piezas de Cris Blanco el bocaoreja está claro que funciona, la gente no hace más que recomendar sus trabajos y cuando alguien ve alguno por primera vez, suele repetir. Da gusto ver un trabajo de eso que por aquí llamamos artes vivas -o coreografías expandidas como lo llama Óscar Cornago, suponemos que a partir del concepto de teatro expandido que conocíamos por José Antonio Sánchez-, es decir, mola ver cómo a las artes vivas no les falta público y que una sala que programa este tipo de trabajos acoge por igual a actores del teatro comercial, programadores, estudiantes de arte dramático o diletantes culturales. Tal vez esto signifique que Bad Translation, por su saber hacer, se sostenga más allá -o a pesar- de las etiquetas.

La sinopsis de Bad Translation que podemos leer en la página web de La Casa Encendida es una sola frase, además de un juego que reconoceremos al ver la pieza, que dice: “Bad Translation es una batalla en la que lo analógico vence a lo digital”. Y sí, puede que sea eso, pero a su vez son más cosas.

En El Agitador Vórtex, la anterior pieza que pudimos ver también en La Casa Encendida y Teatro Pradillo, Cris Blanco, sola en escena, juega con un dispositivo similar al de Bad Translation. Esta vez ha sabido seguir avanzando en el juego y rodearse de un buen grupo de performers para apretar más la tuerca y, por qué no, cargar la maquinaria de otro pensamiento.

En todo momento Cris Blanco sabe estar y sabe hacer encima del escenario. Podemos decir que es una buena anfitriona cuando nos invita a ver uno de sus trabajos. Sabe que una mirada, un guiño o una sonrisa a tiempo comunica más que cualquiera de los aparatos conceptuales. Todo lo que pasa en escena, más allá de la destreza, las pautas marcadas o los diferentes artefactos, está muy vivo. Tan vivo que en su trabajo convive el éxito con el fracaso, la buena factura con la chapuza escénica, el genio con la tontería, la elegancia con el do it yourself. Entiéndase en sentido positivo, por favor.

En Bad Translation Cris Blanco nos presenta el interior de nuestro ordenador convirtiendo a los chips, impulsos eléctricos y demás vainas tecnológicas en trabajadores que hacen que el sistema sea posible, igual que en Inside Out convierten a los sentimientos en bichos de colores diferentes. No creo que a Cris Blanco, si llega a leer este texto, le importe la comparación: las referencias a la cultura pop están presentes en su obra. El sistema, con unos obreros que asumen su función y se ven desbordados por el trabajo, acaba colapsando por su uso y abuso. ¿Les suena? En este momento el ordenador se convierte, sin forzar el análisis, en una metáfora de lo social.

Gracias a una dramaturgia casi circense y a partir de macguffins, no es importante lo que se nos cuenta sino el cómo y el para qué se nos cuenta, Cris Blanco consigue hacer una pieza que nos habla de cómo la tecnología organiza nuestra vida: está más vivo el ordenador que quien lo utiliza, de hecho su usuaria nunca aparecerá en escena; o de cómo la parte primordial para el buen funcionamiento de un sistema son sus trabajadores y el propio sistema los ahoga sin demasiadas contemplaciones. El cambio de lo analógico a lo digital es también un cambio en los ritmos, un cambio de tiempos. Cuando la sociedad quiere ir más rápido que la vida surge la frustración y se impone la imposibilidad.

No deja de ser Bad Translation una metáfora de los usos y costumbres de la sociedad contemporánea que partiendo de un elemento tan presente en nuestras vidas como un ordenador, Internet y las redes sociales, teje un relato disparatado sobre nuestro acontecer y las mentiras que inventamos sobre nosotros y nuestra vida. Está claro que para afianzar la identidad siempre ha tenido un papel muy importante quién está enfrente, ¿nos importa más lo que somos frente al otro que lo que somos frente a nosotros mismos? Al vivir en sociedad necesitamos el contacto con el grupo, que la individualidad se diluya en las colectividades, pero pareciera que un like de Facebook fuese ya la única forma de posteridad y reafirmación posible. Y para eso nos inventamos diferentes estrategias que nos permiten alejarnos de la realidad y su permanente insatisfacción, ya sean viajes falsos a Cancún o poemas en polaco que no son más que canciones de Ricky Martin mal traducidas por Google.

El título de la pieza, Bad Translation, no creo que sea inocente. Existe una mala traducción. Un puente en ruinas. Si la sociedad corre al ritmo de la tecnología, al ser humano no le queda más remedio que convertirse en un robot. Y esto hecho y contado desde el juego y el ingenio. Desde un sentido del entretenimiento casi brechtiano, mucho humor: sólo el pensamiento pacato está reñido con el humor, y un buen puñado de honestidad. A partir de disonancias entre lo que se ve proyectado y lo que se ve encima del escenario: no es baladí que los encargados del mantenimiento del sistema salten y retocen agobiados cuando tienen que desempeñar una tarea que le sobrepasa. Es probable que como ocurre en Bad Translation todo esté a punto de saltar por los aires. Pero es más probable que Bad Translation, como todas las cosas buenas, sea mucho más de lo que en un principio nos pueda parecer.