No todo en la cueva es oscuridad

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El 8 de octubre, sábado, después de ver Contar para / sobre vivir 2 (El lugar sin límites, CDN), también han escrito sobre las piezas Pablo Caruana y Oihana Altube; me descubrí intentando explicarle a mi acompañante, una de mis antiguas alumnas de teatro, conceptos que a veces ni yo misma entiendo. Cosas sobre el ciclo, que ella no conocía, y cosas sobre las piezas que acabábamos de ver.

Esto no es teatro, decía en el descanso después de ver el trabajo de Edurne Rubio. ¿Por qué?, le preguntaba. Por el ojo, contestó, a mi me enseñaron -y recuerda que tengo un máster- (risas) que la diferencia está en el ojo. Ahí está la diferencia entre el cine y el teatro. No hemos mirado a través de nuestro ojo, hemos mirado a través del ojo de la cámara, dice haciéndose la intelectual. Hemos mirado a través de los ojos de las personas que nos cuentan su historia, le digo. Le cuento paparruchas sobre la experiencia estética para que sepa a mi sí me ha gustado Ligth Years Away. Y que me importa una mierda si es teatro o no. Aunque me lo haya parecido. Edurne Rubio plantea un documental sobre el Grupo de Espeleología Edelweiss, al que pertenece su padre, y el descubrimiento de la cueva de Ojo Gareña en el norte de España.

Entramos en la Sala Valle-Inclán completamente a oscuras, con una temperatura de menos de veinte grados, y Edurne, en escena, con una linterna apuntado al suelo nos da la bienvenida al recorrido por Ojo Gareña. A partir de ahí, envueltos en un espacio sonoro pensado para la inmersión -al igual que los pensaba Buero Vallejo, del que este año celebramos un parco centenario-, se proyectan imágenes del grupo de los espeleólogos en sus expediciones fotográficas. El audio de sus testimonios también se transcribe en la pantalla. El relato se convierte en una metáfora del lugar que ocupa el hombre en el mundo y en la Historia. La poesía y el abismo del tiempo geológico, los huesos apilados durante la Guerra Civil. Los espeleólogos nos cuentan como la cueva se convierte para todos ellos en un espacio de libertad: allí abajo pueden hablar de cualquier cosa. Edurne con la luz de su linterna recorre los focos y paredes para que podamos contemplar las estalactitas de la cueva en la que estamos para, más tarde, acompañarnos hasta la salida, advirtiéndonos de lo resbaladizo que puede resultar el suelo.

Explicado así, sí que parece teatro, dijo. Qué más da, dije. Seguimos hablando. Le cuento, por qué no, que también reconozco algún paralelismo con la fotografía contemporánea, por ejemplo la obra de Miren Pastor, y también con las películas y vídeos de Lois Patiño. Por eso me gustó. Por el relato y por la casa. Porque es capaz de entretejer un material delicado e íntimo para compartirlo con los que allí estábamos. En un momento de la pieza, Edurne le pregunta a su padre si en las expediciones en las que pasaban varios días allí abajo, volver a su campamento, junto a una laguna subterránea, era como volver a casa. Él contesta que sí.

Entonces del concierto. ¿Qué piensas del concierto?, le digo mientras nos sirven la cerveza de después. Ah. Sí. El concierto. Eso sí es teatro, teatro del bueno además. No sé qué decirte. Estos modernos me tienen desconcertada (sic) ¿Y Cris Blanco? Cris Blanco te gustó, le digo. Sí. Claro. Muchísimo. No hace falta ir de moderna para ser moderna. (sic) Bebo de la cerveza. Prefiero no ahondar en el tema de los bandos de «modernos» y «antiguos», etcétera. Le pido que me cuente por qué le gustó Fäustino IV o Concierto para esfuerzo y sonido de Sergi FäustinoPorque es honesto, me dice.

En su propuesta Sergi Fäustino se convierte en la langosta de Accidents (Rodrigo García, El lugar sin límites, 2015), al colocarse unos aparatos que recogen los sonidos de su cuerpo, amplificados y mezclados en una mesa, mientras realiza una serie de rutinas físicas. Sentados en el escenario asistimos al concierto que da su cuerpo, su sangre, su respiración, sus intestinos. El cuerpo vivo siempre está en movimiento. El cuerpo tiene que salir de escena para convertirse en silencio. Entré totalmente, me alegra haberme puesto este peto del mercadillo solidario. Me costó 3€ y así he podido tumbarme. Allí tumbada casi entro en trance como en un ritual (sic).

Al final, convencidas de haber entrado en dos cuevas esa noche, apuramos nuestra tercera cerveza concluyendo que no se trata de lo bueno o de lo malo, de si es teatro o no es teatro. No se trata de diferenciar, etiquetar o intelectualizar. Las etiquetas solo sirven a los taxónomos para dibujar fronteras. Ah, claro, por eso se llama El lugar sin límites, descubre mi acompañante con una felicidad no solo propia de las cervezas.

Nos despedimos en Tabacalera. Es guay que haya esto. Me gusta ver estas cosas. Gracias por haberme invitado, dice. Es muy «guay» y es muy necesario. Ten en cuenta que al mismo que está programado esto, está Espido Freire debutando como actriz en el María Guerrero.

Al día siguiente salí a comprar tabaco y yogures. Después de haber lamentado las butacas vacías y al pasar delante de la casa de mis vecinos –Teatro Pavón Kamikaze– pude comprobar que hay guerra en todos los lados: Israel Elejalde estaba a la puerta del teatro esperando a más de la mitad del patio de butacas que aún no había llegado. Qué lastima. Y es que al final, más allá de bandos, lo único importante es que la gente vaya al teatro a ver cosas interesantes. Cosas como éstas.